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»Cuando muera, dentro de unos meses, pediré a mi hermana que venga a casa. La alojaré espléndidamente en el palacio Bucoleano, que está precisamente junto a la dársena imperial. Vos y yo fijaremos la hora y yo cuidaré de que su vino esté drogado el día convenido. Entonces, vos y vuestros hombres os la llevaréis por un pasadizo secreto que conduce al puerto. Los guardias habrán sido sobornados. Os dejarán pasar sin hacer preguntas.

Alí Yahya se inclinó, admirando a su pesar a la emperatriz. Era una mujer malvada, pero esto le permitía llevar a un buen término su misión. Las manos del eunuco no se mancharían de sangre.

– ¿Qué droga emplearéis para hacerla dormir? -preguntó. Ella buscó una vez más en el armario, de donde sacó un frasquito que le tendió. Él lo destapó y lo olió. Quedó satisfecho y se lo devolvió:

– No tengo que deciros lo que pasaría si trataseis de engañarme o si la princesa sufriese algún daño -dijo a media voz.

Ella sonrió con malignidad. -No le haré daño. ¿Por qué? Me gustará más saber, en las semanas sucesivas, que es una esclava. Deberá obedecer a su amo y señor, o será castigada. Si obedece, sufrirá, porque creo que es una mujer frígida. Pero, si opone resistencia a su amo y señor, será apaleada. No sé qué me causa más satisfacción, si la idea de Tea desnuda y soportando las vigorosas atenciones del sultán, o la de Tea siendo azotada.

– ¿Por qué la odiáis tanto? -preguntó Alí Yahya, incapaz de contener por más tiempo su curiosidad. Por un momento, Elena guardó silencio. -Yo soy la mayor, pero mis padres prefirieron siempre a Tea -explicó luego-. Nunca lo dijeron, pero yo lo sabía. Cuando murió mi madre, yo la cuidé, ¿y sabéis cuáles fueron sus últimas palabras? Os lo diré, Alí Yahya. Lo último que dijo fue: «¡Teadora, querida! Ya no volveré a verte.» ¡Ni una palabra para mí! ¡Y yo también la quería! ¡Siempre Tea!

»Y mi padre, siempre hablando de su inteligencia y diciendo que hubiese debido ser su heredera. ¡Qué tontería! ¿Qué ha ganado ella con su maravilloso cerebro? ¡Nada! ¡Nada! Ahora pone en peligro mi ciudad, y mi marido la defiende en todo y se le endulzan los ojos con sólo oír su nombre. La quiero fuera de mi vida. ¡Ahora y para siempre!

– Vuestro corazón verá satisfecho su deseo, Majestad. Dentro de pocos meses, vuestra hermana volverá a cruzar el mar de Mármara en dirección a Bursa. -El eunuco se levantó e hizo una reverencia-. ¿Cómo sabré cuál es el muelle correcto en la dársena imperial?

– Hay un muelle adornado con estatuas de leones y otros animales en el puerto de Bucoleón. Haced que vuestra galera espere allí el día que convengamos. El pasadizo tiene su salida a pocos pasos de aquel muelle. -Buscó debajo de la túnica y sacó un banderín rojo de seda con el águila bicéfala imperial bordada en él-. Poned esto en el mástil de vuestra galera y nadie os impedirá la entrada o salida.

Durante el resto del día, Elena pudo contener a duras penas su excitación. Por fin se libraría de Tea. Nunca volvería a temer la antigua amenaza de su hermana…, la amenaza de que volviera al lado del sultán para arrancar la ciudad de manos de Elena. ¡Tea sería el fin impotente! ¡Una esclava! Y cuando el sultán Murat se cansara de ella, como ocurriría inevitablemente, tal vez la enviaría aún más lejos hacia el este. Elena se echó a reír regocijada. Su venganza sería completa.

Aquella noche, la emperatriz envió a buscar a un hombre que era uno de los médicos más respetados de Bizancio. Juliano Tzimisces gozaba ocasionalmente de los favores de Elena. En esta ocasión lo esperó llevando una holgada túnica de gasa, de palidísimo color azul turquesa, a través de la cual se perfilaba su cuerpo como si fuese de madreperla. Los pezones estaban pintados de vermellón y eran provocativamente visibles a través de la seda. A su lado estaba una niña pequeña que, como Elena, era rubia y de ojos azules. Vestía como la emperatriz y también llevaba pintados de vermellón los diminutos botones de los pechos todavía no formados. Los menores eran objeto de una perversión particular de Tzimisces.

Elena le dirigió una sonrisa felina y dijo crudamente:

– Necesito un veneno muy especial, amigo mío. Tiene que matar rápidamente, dañar sólo a la pretendida víctima y no dejar rastro.

– Pedís mucho, Majestad.

Elena sonrió de nuevo.

– ¿Os gusta mi pequeña Julia? -le preguntó-. Es georgiana y sólo tiene diez años. Y es una niña muy dulce -añadió, besando a la chiquilla en la boca, que era como un capullo de rosa.

Juliano Tzimisces se agitó nerviosamente, mirando del cuerpo no formado de la niña a los grandes y resplandecientes pezones rojos de la emperatriz. Elena se tumbó de espaldas en el diván, atrayendo a la niña y acariciando lentamente el cuerpo de la pequeña esclava.

– Tengo algo nuevo, llegado de Italia -dijo Juliano Tzimisces, jadeando un poco-. La víctima, ¿es varón o hembra?

Empezaba a sudar debajo de la ropa y sentía que se estaba excitando a cada minuto que pasaba.

– Varón.

– ¿Puede ponerse en el agua de su baño?

– ¡No! Podría bañarse con su esposa, y no quiero que ésta sufra daño. En realidad, es vital que ella no sufra los efectos del veneno.

– Entonces puede ponerse en el agua que emplea para afeitarse. El veneno tardará varios días en ser absorbido a través de la piel. No habrá síntomas de enfermedad, nada que despierte sospechas. Cuando el veneno haya sido absorbido, el hombre caerá simplemente muerto. ¿Os parece satisfactorio?

– Sí, Juliano, será muy satisfactorio.

El médico no podía apartar la mirada de las dos hembras del diván. Se hallaba ante un terrible problema, pues las quería a las dos: primero a la niña y después a la mujer. La emperatriz se echó a reír. Conocía sus gustos.

– Habéis sido muy amable, viejo amigo, y seréis recompensado. Podéis tener a mi dulce Julia. ¡Pero no debéis cansaros, Juliano! Esta satisfacción debéis reservarla para mí.

El médico abrió la túnica y se lanzó sobre la niña, la cual, aunque sabía lo que la esperaba, gritó de angustia cuando el hombre la penetró. Los gritos prosiguieron durante unos minutos y por fin se extinguieron en lastimosos y débiles gemidos.

Al lado de ellos, Elena se sentó en cuclillas, con ojos brillantes, húmedos y fláccidos los labios.

– ¡Sí, Juliano! ¡Sí! ¡Sí! ¡Hazle daño! ¡Hazle daño!

La niña se había desmayado ahora y la pasión de Tzimisces estaba alcanzando su punto culminante. Elena se arrancó jadeando su propia túnica, se tumbó de espaldas y abrió las piernas. El hombre empujó a un lado a la niña y cubrió el ansioso cuerpo de la mujer con el suyo. Juntos se retorcieron en un violento combate casi mortal hasta que, de pronto, la emperatriz lanzó un chillido y quedó satisfecha. Su pareja la imitó rápidamente.

Unos minutos más tarde, extinguidos los sonidos de su ronca y jadeante respiración, dijo Elena:

– ¿Me traeréis mañana por la noche el veneno, Juliano? Sin falta.

– Sí, Majestad -respondió el hombre a su lado-. Lo traeré. ¡Lo juro!

– Bien -ronroneó la emperatriz-, y cuando mi enemigo haya muerto, os haré otro pequeño regalo, querido Juliano. La pequeña Julia tiene un hermano gemelo. Lo guardo para vos.