Poco después, el médico salió del palacio por una discreta puerta lateral y lo llevaron en una litera a su propia residencia, por las oscuras calles silenciosas. Una vez en casa, entró en su laboratorio y buscó en el armario. Sacó un frasquito y lo sostuvo a contraluz. Resplandeció con un maligno color amarillo verdoso. Dejó cuidadosamente el frasquito sobre la mesa y vertió agua de una jarra en una pequeña jofaina. Después de destapar el frasco, dejó caer varias gotas en el agua. El color desapareció al contacto con el agua clara. Esta siguió siendo incolora e inodora.
Juliano Tzimisces volvió a tapar el frasquito y arrojó cuidadosamente el contenido de la jofaina. Se acercó a la ventana de su laboratorio y miró al exterior. El cielo era gris y empezaba a despuntar la aurora. Se preguntó quién sería el pobre infeliz que había ofendido tanto a Elena. Probablemente no lo sabría nunca, y era mejor así. No podía sentir remordimiento por contribuir a asesinar a una persona desconocida y anónima. Suspiró, salió del laboratorio y se acostó.
Mientras el médico se quedaba dormido, Teadora y Alejandro se despertaban en el dormitorio de la villa de su luna de miel, ignorantes del destino que la emperatriz les reservaba. Adora no había sido nunca tan feliz en toda su vida. En los pocos días de su matrimonio, había encontrado una paz mental extraordinaria. Ya no había ningún conflicto en su vida. Alejandro amaba a Teadora sólo por ella misma. Y la mujer se dio cuenta muy rápidamente de que también lo amaba. Pero este sentimiento era muy diferente del amor que había sentido por Murat. A fin de cuentas, Murat había sido el primero.
No; la vida con Alejandro estaba llena de un amor tranquilo y dulce; era una vida placentera, sin conflictos. Siempre sería buena, estando con él. Alejandro se mostraba amable con ella, aunque dominador. Fomentaba su ingenio y su inteligencia, y llegó a sugerir que Teadora fundara una escuela de enseñanza superior para mujeres. ¡Qué bien comprendía Alejandro a su esposa! Sí, lo que había empezado como un matrimonio de conveniencia se había convertido ciertamente en una relación amorosa.
Ahora, en la mañana temprano, el señor de Mesembria se volvió en la cama de cara a su esposa. Por un momento, observó su rostro dormido. Después se inclinó y la besó suavemente. Ella abrió despacio los ojos violetas y le sonrió.
– Vayamos al mar a saludar a la aurora -sugirió el, levantándose de la cama y tirando de Teadora. Esta agarró una bata de gasa de color de rosa para cubrir su desnudez-. No, hermosa. Iremos como estamos.
– Puede vernos alguien -protestó tímidamente ella.
– Nadie nos verá -respondió Alejandro con firmeza.
Tomándola de la mano, la condujo a la terraza, a través del pequeño jardín y bajaron una suave pendiente hasta una pequeña franja de arena que hacía las veces de playa. Miraron hacia el este, por encima del Bósforo, los montes verdes de Asia que descendían hasta el mar inmóvil y oscuro. Más allá, el cielo gris perla empezaba a iluminarse y a llenarse de colores. El rosa y el malva se mezclaban con el oro y el esplieg0 y el turbulento anaranjado.
La pareja se quedó de pie, inmóvil en su perfección desnuda, como dos estatuas exquisitas. Un viento ligero los acariciaba suavemente. Todo estaba tranquilo a su alrededor, sólo el canto ocasional de un pájaro rompía el silencio.
Alejandro hizo que su esposa se volviese despacio, de cara a él; la miró y dijo:
– Nunca había sido tan feliz como en estos últimos días contigo. Tú eres la perfección, hermosa, y te amo muchísimo.
Ella le enlazó el cuello con los brazos, sin pronunciar palabra, y le bajó la cabeza para que pudiesen besarse. Lo que empezó con ternura se convirtió rápidamente en pasión, al aumentar su recíproco deseo. Pronto no pudieron contenerlo. Ella sintió la excitación de Alejandro y gimió contra su boca.
Sus cuerpos entrelazados cayeron despacio sobre la arena y ella separó ansiosamente las piernas. El la penetró despacio. La cara de ella estaba radiante de amor. Los ojos como joyas se miraron fijamente, y Teadora sintió que su alma misma salía de su cuerpo para encontrarse con la de Alejandro en algún lugar lleno de estrellas, muy lejos del mundo mortal. Flotaron juntos hasta que de pronto todo fue demasiado dulce, demasiado intenso. Su pasión llegó al punto culminante y estalló sobre ellos como una de las olas que lamían la arena a pocos pasos.
Cuando se hubieron recobrado, ella habló en un tono divertido, medio avergonzado:
– ¿Y si alguien nos ha visto, Alejandro? El rió entre dientes.
– Dirán que el señor de Mesembria sirve muy bien a su bella esposa. -Se levantó y tiró de ella-. Bañémonos ahora en el mar, hermosa. La playa es un sitio muy romántico, pero tengo arena en los lugares más extraños.
Riendo, se sumergieron en el agua. Y más tarde, si los criados los vieron llegar desnudos por el jardín, nada dijeron, pues estaban encantados con el amor que imperaba entre su amo y su dueña.
Alejandro quería a su ciudad y tenía planes para reconstruirla. Mesembria había sido colonizada en principio, hacía muchos siglos, por los griegos jonios de Corinto y Esparta, y más tarde fue conquistada por las legiones romanas. El nuevo señor de Mesembria habló con su esposa de sus planes para pavimentar de nuevo las anchas avenidas, restaurar los edificios públicos y, después de derribar los barrios bajos de la ciudad, construir viviendas decentes para los pobres.
– Las avenidas deben estar flanqueadas de álamos -dijo Teadora-, y la señora de Mesembria plantará flores alrededor de las fuentes para que se alegre el pueblo. El sonrió, satisfecho de su entusiasmo. -Quiero que Mesembria sea tan hermosa que no añores jamás Constantinopla. Quiero que sea una ciudad feliz para ti y para nuestro pueblo.
– Pero, amor mío, esto costará muchísimo dinero. -No podría gastar todo el dinero que tengo aunque viviese cien años, hermosa. Antes de que volvamos a Constantinopla, te diré dónde está escondida mi riqueza, para que, si me ocurriese algo, no tuvieses que depender de nadie.
– Tú eres joven, mi señor. Acabamos de casarnos. Nada te sucederá.
– No -respondió él-. Espero que no. Sin embargo, todo lo mío es también tuyo, hermosa.
En Mesembria, toda la ciudad se alegró de la boda de Alejandro con Teadora Cantacuceno. La familia del novio había gobernado ininterrumpidamente la ciudad durante más de quinientos años y era amada por sus ciudadanos. En tiempos buenos y malos, en periodos de guerra y de paz, la familia de Alejandro había puesto siempre el bienestar de su pueblo por encima del suyo propio. Su recompensa había sido una lealtad hacia sus gobernantes no igualada en ninguna otra ciudad.
Mesembria se alzaba en la costa del mar Negro, en una pequeña península del lado norte del golfo de Burgos. Estaba unida al continente por un estrecho istmo fortificado con torres de guardia que se erguían en las murallas a cada ocho metros. En el extremo de tierra, el istmo terminaba en un arco de piedra con una enorme puerta de bronce. Esta puerta se cerraba todos los días al ponerse el sol y se abría al amanecer. En tiempo de guerra, permanecía cerrada. Una puerta parecida, en el extremo del istmo correspondiente a la ciudad, convertía en una fortaleza natural.
Fundada por los tracios, la ciudad había sido colonizada en el siglo IV antes de Cristo por un grupo de griegos jonios de las ciudades de Esparta y Corinto. Bajo su guía, la pequeña ciudad mercado se había convertido en una urbe culta y elegante que, más tarde, llegó a ser una joya de la corona del Imperio bizantino. En 812 a. de C, los búlgaros lograron capturar Mesembria por breve tiempo, durante el cual saquearon su importante tesoro de oro y plata y, más importante aún, su provisión de fuego griego. La familia gobernante de la época había sido aniquilada, y cuando los mesembrianos se libraron al fin de los invasores bárbaros, eligieron como su gobernante a su general más popular, Constantino Heracles. Era antepasado de Alejandro. La familia Heracles había gobernado Mesembria desde entonces.