Ahora, con el matrimonio de Alejandro, el pueblo anheló el regreso de su príncipe. Pusieron inmediatamente manos a la obra para construir un nuevo palacio digno de Alejandro y Teadora. La antigua residencia real había estado situada en una colina sobre la ciudad. Conociendo la afición al mar de su señor y considerando que reconstruir el antiguo palacio traería mala suerte, el pueblo situó el nuevo en un parque recién creado a orillas del mar. La construcción se inspiró en el estilo griego clásico. Era de mármol amarillo pálido, con columnas en el porche de mármol veteado de rojo anaranjado. No era un palacio grande, pues los Heracles no habían sido nunca gente de mucha ceremonia. Sólo había un gran salón de recepciones, donde el señor de Mesembria podía celebrar audiencia o juzgar en público. El resto del palacio era privado y estaba separado del salón de recepciones por un largo pasillo descubierto.
Delante del palacio, en el centro de un óvalo de verde césped, había un gran estanque ovalado con azulejos azul turquesa. En el centro del estanque destacaba un delfín de oro macizo, con la boca abierta como si estuviese riendo. El antiguo dios del mar, Tritón, hacía cabriolas sobre su espalda. Desde los lados del óvalo, unas pequeñas conchas de oro en espiral lanzaban agua hacia el centro, pero sin alcanzar al delfín.
Detrás del palacio, un hermoso jardín se extendía hacia abajo, hasta una terraza enarenada que pendía sobre una playa. Con la marea alta, las olas salpicaban la balaustrada de mármol de color coral.
Todos los ciudadanos de Mesembria, desde los más importantes artesanos hasta la gente más sencilla, trabajaron de firme para terminar el nuevo palacio en el tiempo asombrosamente breve de tres meses. Incluso los niños ayudaban, transportando cosas pequeñas, trayendo comida y bebida a los trabajadores, haciendo recados. También las mujeres desempeñaron un papel decisivo en el esfuerzo de la ciudad para traer rápidamente a casa a sus gobernantes. Trabajaron juntas, la doncella y la matrona, la esposa del pescadero y la dama de la nobleza. Con delicadas pinceladas, pintaron frescos en las paredes; tejieron colchas y colgaduras de fina seda de Bursa y lana pura, y adornaron las paredes con hermosos tapices.
Alejandro y Adora viajaron a Mesembria apenas tres meses después de su boda. La pequeña villa del Bósforo fue cerrada y los servidores enviados a Mesembria. Sólo la pareja que servía a los recién casados como doncella y ayuda de cámara acompañarían al príncipe y a su esposa en el barco. Aunque echaba de menos a Iris, Adora se consideraba afortunada de que la sirviese Ana. Mujer corpulenta y amable, que medía casi un metro ochenta de estatura, trataba cariñosamente a su señora, pero con gran respeto. Nadie, según puso muy pronto en claro para las otras servidoras, podía cuidar de su ama como ella. Su marido, Zenón, hombre delgado y de apenas un metro sesenta y cinco de estatura, la adoraba a ojos ciegas. Ana le gobernaba con benévola mano de hierro.
Elena sabía todo esto, como sabía todo lo que podía en definitiva serle útil. Como el déspota y la reina de Mesembria no volvían a Constantinopla, sino que iban directamente a su ciudad desde la villa del Bósforo, el emperador y su esposa les hicieron el honor de ir a despedirlos personalmente. El hecho de ver feliz a su hermana menor hizo que Elena sintiese alternativamente una cólera de frustración y una alegría secreta. Le complacía enormemente saber que, al cabo de unos pocos meses, destruiría la felicidad de su hermana.
Reclinada en un diván de las agradables habitaciones que je habían destinado en la villa, Elena dio instrucciones a su eunuco personal.
– Ve a buscar a Zenón, el ayuda de cámara de Alejandro, y trámelo. Asegúrate de que no os ven a ninguno de los dos. No quiero que me hagan preguntas.
Sus ojos echaban chispas y el eunuco se estremeció interiormente. Servía a la emperatriz desde hacía cinco años y conocía su carácter. Le atemorizaba, sobre todo cuando sus ojos emitían un destello de malicia. Había permanecido en silencio a su lado, en más de una ocasión, y observado la tortura de algún desgraciado, con frecuencia hasta la muerte, simplemente para divertir a Elena. El eunuco había sobrevivido obedeciendo al instante, cumpliendo con su trabajo y no dando nunca su opinión. Ahora trajo a Zenón a su señora y abandonó rápidamente la estancia, contento de escapar.
Zenón se arrodilló, aterrorizado, ante la emperatriz, pero alegrándose de no tener que permanecer en pie. Temía que sus piernas no hubiesen podido sostenerlo. Tenía agachada la cabeza y bajos los ojos. El corazón le martilleaba con mareantes palpitaciones la estrecha caja torácica. Reinaba en la habitación un silencio letal cuando Elena se levantó lánguidamente del diván y caminó despacio alrededor del hombre postrado. Si éste se hubiese atrevido a levantar la mirada, habría visto algo increíblemente bello, pues la emperatriz vestía una túnica de seda de Bursa, de suaves topos turquesa, y sus carnosos brazos se traslucían como mármol pálido y pulido a través de las mangas de gasa. Llevaba alrededor del cuello una doble hilera de perlas, intercaladas con cuentas redondas de oro. Pero lo único que Zenón veía era el dobladillo de su túnica y las zapatillas con franjas de oro y plata.
Ella se plantó detrás de él y habló suavemente, con dulzura, en contraste con el significado de sus palabras.
– ¿Sabes, amigo Zenón, cuál es la pena por asesinato en nuestro reino?
– ¿Ma… majestad?
Tenía la garganta atenazada por el miedo y apenas si pudo pronunciar aquella palabra.
– La pena por asesinato -prosiguió Elena a media voz-. Como el que cometió tu buena esposa Ana. ¿Cuántos años tenía vuestra hija, Zenón? ¿Diez? ¿Once?
El poco aplomo que conservaba el criado se desvaneció. Nadie había sospechado nunca que Ana había asfixiado a María. La niña se estaba muriendo de una enfermedad de la sangre. Los médicos habían sido muy francos. No había esperanza. Día tras día, se iba extinguiendo ante sus angustiados ojos. Por fin, una noche, cuando María yacía medio dormida, casi delirando, Ana había colocado en silencio una almohada sobre la cara de la pequeña. Cuando la levantó, María estaba muerta, con una dulce sonrisa en su carita. El marido y la mujer se habían mirado, comprensivos, y nunca habían vuelto a hablar de aquello. El hombre no sabía cómo había descubierto su secreto aquella diabólica mujer.
– La pena por asesinato, Zenón, es la ejecución en la plaza pública. No es una manera muy agradable de morir, sobre todo para una mujer. Deja que te lo cuente, para que sepas lo que le espera a Ana.
»La noche antes de la ejecución, el carcelero y sus ayudantes, así como los presos más favorecidos, se turnarán para abusar de tu mujer. Yo he visto en ocasiones esta diversión, aunque dudo de que a ti te pareciese divertido. Por la mañana, le afeitarán la cabeza. La atarán detrás del carro que transportará a sus torturadores y al verdugo, y la obligarán a caminar detrás de él hasta el lugar de la ejecución, descalza y desnuda, y mientras tanto será azotada. A la plebe le gustan los buenos espectáculos, y le arrojarán basura y la escupirán…
– ¡Misericordia, Majestad!
Dando media vuelta para plantarse delante de él, Elena continuó con su recitaclass="underline"
– Desde luego, se le negarán los últimos ritos de nuestra Iglesia, pues el asesinato está prohibido por los mandamientos de Dios. Y la muerte de un niño es un crimen lo bastante odioso para asegurar la condena eterna.
Un sollozo brotó de la garganta de Zenón y la emperatriz sonrió despectivamente para sí. ¡Qué cobardes eran todos los plebeyos!
– Ana -siguió diciendo-será atada, con los miembros extendidos en el potro del tormento. Le arrancarán los pechos, le desgarrarán el vientre y le cortarán las manos y los pies. Será cegada con carbones al rojo. Por fin, la colgarán por el cuello y permanecerá así hasta que los pájaros descarnen su esqueleto. Entonces serán molidos los huesos y arrojados a los cuatro vientos.