Su voz grave vibraba de pasión, y ella sintió que empezaba desfallecer con aquel anhelo que ya conocía bien.
Los ojos de aguamarina de él la tenían como hechizada y ni siquiera oyó que se cerraba la puerta de su pequeño mundo y se corría el pestillo. El alargó las manos y la atrajo dentro del círculo de sus brazos. Teadora apoyó la oscura cabeza en el hueco del hombro de su esposo, respirando despacio, pero el ritmo se aceleró cuando él empezó a desnudarla delicadamente. Desnuda al fin, Alejandro se apartó para admirarla, regocijándose con su rubor rosado. No se cruzaron palabras entre ellos. Los únicos sonidos eran los de las voces lejanas y el movimiento de los que gobernaban el barco, y el chasquido de las olas y el suave susurro de la estela detrás de ellos.
Ahora se adelantó Adora y empezó a quitarle a él la ropa. Él permaneció inmóvil, con una tierna sonrisa en los labios, alegres los ojos. Pero cuando estuvo desnudo y ella se arrodilló e inclinó para besarle los pies, con los largos cabellos arremolinándose en sus piernas, él rompió el silencio.
– ¡No, hermosa! -La puso en pie-. No eres mi esclava ni un objeto. Eres mi adorada esposa, mi reina y mi igual. Somos dos mitades de un conjunto.
– Te amo, Alejandro, ¡pero las palabras no bastan para expresar lo que siento!
– Mi tonta Adora -rió cariñosamente él-. ¿Qué te hace pensar que no sé lo que sientes? Cuando nuestros cuerpos son uno solo y te miro a los bellos ojos, veo todo el amor y oigo con mi corazón todo aquello que no puede expresarse con palabras. Sé estas cosas, porque a mí me ocurre lo mismo.
Entonces se encontraron sus bocas y se sumergieron juntos en ese mundo tumultuoso donde sólo se permite la entrada a los amantes. Con los labios todavía unidos, él la levantó y la llevó a su cama. Acunándola con un brazo, retiró la colcha con el otro y, entonces, la colocó entre las sábanas de seda de color crema.
Ella le tendió los finos brazos y Alejandro sintió que su deseo aumentaba al ver su adorable cuerpo sobre las lujosas sábanas. Sus cabellos caoba se habían extendido sobre las hinchadas almohadas como una ola sobre la playa. Entonces él se puso a horcajadas, con las largas piernas cubiertas de suave vello dorado a ambos lados de Teadora. Sus manos juguetearon con los hermosos senos, tocando solamente con la sensible punta de los dedos la piel cálida y suave que parecía vibrar debajo de él. Ella colocó las manos planas contra el pecho de su esposo, frotándolo ligeramente con pequeños movimientos circulares.
Alejandro frunció los párpados y la zahirió alegremente:
– ¡Adora! ¡Adora! ¡Eres una pequeña zorra muy impaciente! Ella se ruborizó, pero cuando trató de volver la cara, él la tomó entre sus manos. Con un solo y suave movimiento, la penetró.
– ¡Oh, Alejandro! -jadeó Adora-. Contigo soy una desvergonzada.
El rió, satisfecho.
– Cierto, hermosa, pero siempre me gusta tu picardía.
Ella cerró despacio los ojos violetas y se dejó llevar por su pasión a un mundo de sonidos hambrientos, suspiros y placeres casi insoportables en su dulzura.
En lo más hondo de su ser, tenía la espantosa sensación de que nada de aquello era real, de que era solamente un sueño fantástico del que despertaría pronto. Gritó su nombre y se aferró a él, exigiéndole una seguridad. Él se la dio.
– Hermosa, mi hermosa adorada -le murmuró al oído, y ella suspiró satisfecha.
Cuando se quedó al fin dormida, Alejandro cruzó el camarote, abrió un armario próximo a la mesa y sacó una jarra de vino tinto y una copa de plata. Sorbió reflexivamente el vino, mientras observaba el sueño de Teadora.
Su primera esposa había muerto hacía tanto tiempo que apenas la recordaba. En cualquier caso, habían sido unos amoríos infantiles.
Su harén, que había dejado muy atrás en Focea, era de otro mundo. Había casado a todas sus mujeres con sus tenientes más meritorios, antes de entregar la ciudad a sus dos hijos mayores, casi adultos. Desde la noche que sedujo a Adora, nunca había estado realmente satisfecho con las amables jóvenes de su harén. Ya entonces resolvió convertir a Adora en su esposa, y nunca le confesaría que el extraño sueño que creía haber tenido en Focea había sido real.
El viento se mantuvo fuerte y, varios días más tarde, la nave real entró en el puerto amurallado de Mesembria, para ser aclamada por la alegre multitud. La gente estaba en tierra, agitando pañuelos de seda de colores, y una pequeña flota de barcas de pesca se arracimó alrededor del gran bajel. Desde la barandilla, Adora tuvo su primera visión de la ciudad…, de su nuevo hogar.
Aunque parezca extraño, le recordó Constantinopla, si bien era más antigua. Era una ciudad amurallada, una ciudad de mármol y piedra en la que identificó varias iglesias, algunos edificios públicos con columnas y un antiguo hipódromo.
– ¡Alejandro! -exclamó Adora, señalando.
Él le sonrió y después miró en la dirección que ella le indicaba. Tragó saliva, conteniendo las lágrimas. Cuando había salido de Mesembria, lo persiguió el recuerdo de las renegridas ruinas del viejo palacio, encaramado lúgubremente en la cresta de la colina más alta de la ciudad. Ahora la colina estaba coronada por una alta y hermosa cruz de mármol, toda ella dorada. Era un brillante tributo a la memoria de la familia Heracles.
– La ciudad quiso darnos una sorpresa, mi señor -explicó el capitán del barco-. La cruz se levanta en un nuevo parque que, con vuestro permiso, será abierto al pueblo para que pueda rezar por las almas de vuestra familia.
Alejandro asintió con un gesto, emocionado. En aquel momento Adora realizó su primera acción como reina de Mesembria.
– El pueblo tendrá nuestro permiso, capitán. Le informaremos de ello y expresaremos públicamente nuestra gratitud.
El capitán hizo una reverencia. Sus temores por la ciudad y su señor se desvanecieron. Teadora era una dama amable y gentil. Gobernaría bien.
Llegó la falúa y chocó suavemente contra el barco. Alejandro se agarró a una cuerda y saltó de la cubierta a la falúa. Luego dispusieron una silla para Adora y la nueva déspota de Mesembria fue bajada delicadamente del barco a los brazos expectantes de su esposo. Aunque tenía él grave el semblante sus ojos brillaban divertidos y Adora tuvo que esforzarse para no echarse a reír. Todos los que los rodeaban estaban muy serios y se mostraban sumamente corteses.
La falúa real era elegante, pero sencilla en su diseño. Dos pequeños tronos dorados habían sido colocados debajo de un todo con rayas de azul celeste y plata. Solamente otra persona estaba a bordo de la falúa, y Alejandro lo presentó como Basilio, chambelán real de Mesembria. Basilio era un viejo cortés cuyos cabellos blancos le daban un aire patriarcal.
Los gobernantes de la ciudad tomaron asiento. Su chambelán, permaneciendo en pie, dio la orden, y la falúa se dirigió hacia la orilla.
– ¿Habrá que observar siempre tanta ceremonia? -preguntó Adora, con impaciencia.
Alejandro rió entre dientes.
– Tienes que comprender, hermosa, que recibir a la nueva reina de la ciudad, princesa de Bizancio, hija de un emperador y hermana de una emperatriz, es algo muy emocionante para nuestro pueblo. Estoy seguro de que tienen miedo de disgustarte y causarte mala impresión. ¿No es verdad, Basilio?
– Sí, Alteza. Están ansiosos de que la princesa Teadora los aprecie y de que le guste su nuevo hogar.
Se hizo de nuevo un silencio y Alejandro observó, divertido, que Adora fruncía el ceño en profunda reflexión. Se preguntó qué estaría pensando su esposa, pero antes de que pudiese preguntárselo la falúa llegó al muelle. El subió saltando la escalera y ayudó a su encantadora esposa a subir también. Le esperaba un semental blanco bellamente enjaezado, que piafaba con impaciencia, y vio que habían dispuesto un carruaje adornado con flores y cortinas de seda para Adora. Más allá del final del muelle, los esperaban los primeros y silenciosos grupos de ciudadanos.