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– Cuéntamelo todo, Zenón, mi amor. Cuéntamelo ahora.

Escuchó el relato de su marido. Cuando éste hubo terminado, sacudió tristemente la cabeza.

– Oh, Zenón, nosotros somos gente humilde. No somos nada a los ojos de Dios y de los hombres. El príncipe Alejandro era un gran hombre. Era mejor que muriésemos nosotros y no el príncipe. Y todo por culpa de la envidia de una mujer malvada. Que Dios te perdone, Zenón, pues yo no te perdonaré nunca.

– ¡Lo hice para salvarte, Ana!

– ¿Salvarme? ¿De qué? ¿De la muerte? Todos debemos morir un día, Zenón. No temo a la muerte. Temo mucho más tener que vivir al lado de la princesa sabiendo lo que sé. ¡Oh, esposo mío! ¡Si al menos hubieses tenido la prudencia de contárselo al príncipe cuando se dirigió a ti aquella malvada criatura! El nos habría protegido y habría estado en guardia contra ella. Ahora él está muerto, ¿y quién te protegerá de los asesinos de la emperatriz? Ella tiene que eliminarte, pues solamente tú puedes relacionarla con este terrible suceso. -Ana se levantó-. Debo volver junto a mi princesa. Está todavía inconsciente.

Y sin mirar a su marido, salió de la habitación.

Varias horas más tarde, encontraron al ayuda de cámara del príncipe, Zenón, colgado de un árbol en el jardín.

– Quería muchísimo a su señor -declaró la viuda-. Ha preferido seguirle en la muerte a vivir sin él. Yo haría lo mismo por la princesa.

Durante dos días Teadora yació inconsciente en su cama, mientras el consejo real preparaba el solemne entierro. Temían que tuviesen que enterrar a Alejandro sin que ella estuviese presente; pero, por la tarde del segundo día, se despertó, miró a la agotada Ana y murmuró:

– ¿Es verdad?

– Sí, mi princesa.

– ¿Cuánto tiempo he estado así?

– Dos días.

– ¿Qué se ha hecho durante mi dolencia?

– El consejo ha preparado un entierro solemne. Se celebrará mañana. También os han nombrado su gobernante. -Ana hizo una pausa. No había una manera suave de decir a su ama el hecho terrible que aún no sabía, y por esto miró simplemente a los ojos de la princesa y dijo-: Quisiera poder contaros cualquier otra cosa que no fuese ésta, mi princesa. Cualquier cosa menos ésta.

– ¿Ariadna? -murmuró Adora, que empezaba a sentirse extrañamente insensible.

Ana asintió con la cabeza.

– Ocurrió de repente, en el momento en que se avistó el barco en el horizonte.

Ahora fue Adora quien asintió con la cabeza, sin sentir absolutamente nada.

– Ya veo. Gracias, Ana. -Un momento más tarde, preguntó-: ¿Dónde está mi señor?

– Su féretro está en la sala de audiencias del palacio. Desde ayer está desfilando gente por allí.

– Que despejen la sala. Quiero estar unos minutos a solas con mi marido.

Ana asintió y salió en silencio. Estaba preocupada por la extraña calma de Teadora. La princesa todavía no había vertido una lágrima. Esto no era natural.

Encontró rápidamente a Basilio.

– La princesa ha despertado de su desmayo, señor. Desea que se despeje la sala de audiencias para poder estar a solas con el príncipe.

– Se hará inmediatamente -dijo el chambelán.

Poco después, Teadora se dirigió sola al salón donde reposaba el féretro de su marido. No vio a nadie. Por respeto a sus sentimientos, incluso los guardias se habían retirado. Abrió la puerta y entró en la sala. El féretro de Alejandro había sido colocado en el centro. Había muchos altos cirios que parpadeaban de una manera extrañamente alegre. Hacía frío.

Adora se acercó despacio al ataúd y miró el cadáver. Lo habían vestido con una túnica de terciopelo azul celeste, con el escudo de Mesembria bordado en oro sobre el pecho. Los puños, el dobladillo y el cuello de la túnica estaba ribeteados con armiño. Sobre los cabellos rubios y delicadamente rizados habían colocado la corona de déspota de Mesembria. Sobre el pecho había una cadena de oro y el sello en zafiros de la ciudad. Llevaba el anillo de boda en el dedo. Lo habían calzado con botas de cuero suave.

Adora miró el cadáver desde todos los ángulos, caminando despacio alrededor del féretro. Lo que vio la convenció firmemente de la existencia del alma: pues, aunque el cuerpo era el suyo, no era realmente Alejandro. Sin su chispa, no era más que una concha vacía, un capullo sin su mariposa.

Se arrodilló en el reclinatorio colocado delante del ataúd, pero no rezó. Habló en silencio con él.

– Quiero estar contigo. Estar sola es una carga demasiado grande. Ni siquiera tengo el consuelo de nuestra hija.

No ha de ser así, hermosa, fue la respuesta. Tu destino es seguir un camino diferente. Ahora lo sé.

– ¡No! -gritó ella-. ¡No aceptaré este destino!

Ay, hermosa, la reprendió él, ¿por qué luchas siempre tan duramente contra tu destino? Lo que tiene que ser, será. La lógica de nuestros antepasados griegos te lo enseñó.

De pronto, se echó ella a llorar.

– ¡No me dejes, Alejandro! Por favor, ¡no me dejes!

Ay, hermosa, ¿quieres tenerme prisionero entre los dos mundos? Yo no puedo irme, a menos que tú me dejes. Suéltame de esta tierra, de la que ya no formo parte.

– ¡No! ¡No!

Te amo, hermosa, y si tú me amas, debes dejarme marchar. Nunca nos podrán quitar lo que ha habido entre nosotros. Nuestra historia está firmemente grabada en las páginas de la historia del mundo. Siempre tendrás tus recuerdos.

– ¡Alejandro!

Fue un grito de angustia. ¡Adora, por favor!

Ella comprendió la súplica. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, pero no las sentía. El corazón le dolía tanto que pensó que iba a estallar. La voz se atascó en su garganta, pero consiguió decir:

– Adiós, Alejandro. ¡Adiós, mi amado esposo!

¡Adiós, hermosa!

¡Ella oyó su voz!

– ¡Alejandro! -chilló entonces, pero la sala estaba en silencio.

«¡Alejandro!», repitió el eco frenético y burlón. Y ella se levantó despacio.

Al día siguiente encomendarían a Dios el alma del último Heracles que había reinado en Mesembria, y entonces ella encontraría una nueva dinastía cuyo primogénito, juró, se llamaría Alejandro.

La mañana despertó con una intensa lluvia; sin embargo, las calles de Mesembria se llenaron de dolientes ciudadanos. Tomaban fuerza de su reina. Ella estaba sentada, muy tiesa, en el blanco palafrén conducido por Basilio. Llevaba una túnica de terciopelo negro, sencilla, de mangas largas y sin ningún adorno. Sus únicas joyas eran el brazalete de casada y, sobre los sueltos y oscuros cabellos, la pequeña corona de oro de reina consorte. El patriarca de Mesembria ofició la misa de réquiem en la catedral de San Juan Bautista, que los antepasados de Alejandro habían construido unos cuatrocientos años antes.

Después, los asistentes al entierro se dirigieron al cementerio de encima de la ciudad, donde yacía la familia de Alejandro. Allí fue depositado todo su ataúd en una tumba de mármol de cara al mar. El pequeño féretro de Ariadna fue colocado al lado del de su padre.

Adora realizó sus deberes de viuda en frío silencio. En palacio, contestó bruscamente cuando Ana la interpeló:

– Lamenta a tu manera lo de tu marido, vieja, que yo lamentaré a la mía lo del mío. Y también lo de mi hija, si me place. Alejandro me dejó una gran misión, y lo defraudaría si perdiese el tiempo llorando. ¡Jamás lo defraudaré!

Pero en las calladas horas frías que precedieron al amanecer lloró en secreto. Su dolor era algo privado, que no podía compartir con nadie. Desde aquel momento, se negó a desahogar sus sentimientos por Alejandro o Ariadna. Lo que sentía por la pérdida de los dos seres más próximos a su corazón era una cuestión que no compartiría con nadie en absoluto, desde entonces hasta el día de su muerte.