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– Basilio, si fueseis lo bastante joven para darme hijos, os nombraría mi consorte.

El rió entre dientes.

– No, Alteza, yo sería un pobre consorte. Necesitáis una mano vigorosa, y yo no la tengo en lo concerniente a vos.

Ella se echó a reír. Le lanzó un beso con la punta de los dedos, subió a su litera y volvió al palacio. Varias horas más tarde, una explosión sacudió la ciudad. Casi en el mismo instante, Basilio llegó, muy pálido, a las habitaciones privadas de Teadora.

– ¿Qué ha sucedido?

– No me lo explico, Alteza. Los búlgaros llegaron a nuestra puerta exterior. No enviaron heraldos con mensajes; ni siquiera dispararon sus armas contra nosotros. Desde luego, nuestros arqueros se lo impedían.

»Entonces, un hombrecillo de extraño aspecto, de piel amarilla, fue escoltado hasta nuestra puerta. No vimos lo que estaba haciendo, pero volvió atrás, tirando de lo que parecía una cuerda blanda. Aplicaron una antorcha a la cuerda y se produjo aquella terrible explosión. Cuando se despejó el humo, nuestra gran puerta de bronce estaba abierta. Afortunadamente, yo estaba en las murallas superiores y salté sobre mi caballo para venir aquí a toda prisa. El tiempo apremia. Sea cual fuere la magia que han empleado para abrir la puerta exterior, volverán a emplearla para pasar por el interior. ¡Debéis huir en seguida, mi princesa! ¡El mar es la mejor ruta para escapar!

En aquel momento, otra explosión sacudió la ciudad y oyeron los gritos de triunfo del ejército invasor y los chillidos y alaridos de los aterrorizados moradores. Empezaron a estallar incendios, con las llamas apuntando hacia el palacio.

Adora sacudió la cabeza.

– No abandonaré a mi pueblo, Basilio. Los búlgaros no me atacarán. Soy la gobernadora de esta ciudad y hermana del emperador. Sólo buscan el pillaje y el botín. Les pagaremos el rescate que pidan, y se irán.

– No, mi princesa. Quieren la ciudad y, sin Alejandro, creen que vos sois presa fácil. No sé por qué arte de magia pudieron abrir la puerta de bronce, pero es una magia más poderosa que la que poseemos nosotros. ¡Tenéis que huir!

Discutieron, sin oír siquiera a los búlgaros que se acercaban, hasta que les pusieron sobre aviso los gritos de las mujeres en la cámara exterior. Ana entró corriendo y cubrió a Teadora con su corpulento cuerpo. Entre éste y el de Basilio, Adora no podía ver nada, pero sí oír los gritos y gemidos de sus mujeres atropelladas y las carcajadas crueles de los búlgaros que las atacaban. Entonces, como si hubiesen sido fulminados por la mano del propio Dios, tanto Ana como Basilio se derrumbaron en el suelo, descubriendo a Adora.

Esta miró, horrorizada, a sus dos amigos. Sus asesinos estaban enjugando tranquilamente la sangre de sus espadas en la falda de Ana. Adora recobró el sentido al ver aparecer a un hombretón como un oso. Medía más de dos metros de estatura y tenía los brazos y las piernas gruesos como troncos de árbol. Su cabeza era enorme, de cabellos rojos oscuros barba hirsuta y también roja.

– ¿Princesa Teadora? -dijo, con voz ronca-. Soy el general Simeón Asen.

Ella no supo de dónde sacó su propia voz.

– ¿Por qué habéis atacado mi ciudad?

– ¿Vuestra ciudad? No, princesa, ¡mi ciudad! En todo caso supongo que será mucho más fácil someter al pueblo si v estáis de mi parte; por consiguiente, digamos que he venido a cortejaros.

Hizo una seña casi imperceptible a sus dos hombres. Antes de que ella se diese cuenta de lo que estaban haciendo le habían arrancado el vestido. Quedó desnuda en pocos segundos y, cuando trató de cubrirse, le sujetaron brutalmente los brazos detrás de la espalda. La mirada del general Ase la aterrorizó y tuvo que hacer un esfuerzo para no desmayarse.

– ¡Por Dios! -juró el búlgaro-. Incluso desnuda se ve que es una princesa. ¡Qué piel! -Alargó una mano y le estrujó un pecho. Ella se debatió y esto pareció divertir a los hombres. Asen se relamió-. Ved si podéis encontrar un cura que viva en la ciudad. Nos casará por la mañana. Y sacad esos cuerpos de aquí. Molestan a mi futura esposa.

Los dos hombres le soltaron los brazos y sacaron a rastra a Ana y a Basilio de la habitación. Adora se quedó a solas con su captor.

Ella retrocedió y él se echó a reír.

– No hay ningún sitio al que podáis huir, Teadora; pero hacéis bien en temerme. No soy fácil de complacer. Sin embargo -y su voz se suavizó-, creo que me gustaréis. Venid y dadme un beso ahora. Tengo que ver a mis hombres antes de que nosotros podamos divertirnos. ¿Quién puede criticarnos si celebramos la boda la noche antes de casarnos? A fin cuentas, los que mandan son quienes imponen las modas.

Ella sacudió la cabeza, sin pronunciar palabra, pero el general simplemente se rió.

– ¿Una viuda tímida? Esto habla en favor de vuestra virtud, Teadora, y también me gusta.

Alargó un brazo y atrajo hacia sí aquel cuerpo que se debatía. La cota de malla le arañó los pechos, y Adora gritó. Sin la menor contemplación, él apretó la boca abierta sobre los labios de Teadora y le introdujo la lengua en la boca. Ella sufrió una arcada al percibir el sabor de vino agrio y ajo. Simeón tenía la boca mojada y pegajosa, y los labios se movieron rápidamente para reseguir los encogidos pechos. Rodeándole la cintura, con un brazo hizo que el cuerpo de ella se doblase como mejor la acomodaba, mientras la otra manaza le agarraba una nalga y la apretaba frenéticamente al aumentar su excitación. Adora luchó con más fuerza y, para su horror, sintió el hinchado miembro del hombre contra un muslo. Simeón rió roncamente.

– Me gustaría introduciros mi lanza gigantesca ahora mismo, Teadora. Pero, ¡ay!, el deber es lo primero. Por esto soy un buen general. -La soltó tan de repente que ella cayó sobre la alfombra-. Sí -murmuró-, éste es el lugar que corresponde a una mujer, a los pies de un hombre. Volveré dentro de poco, mi querida novia. No os impacientéis demasiado. -Rió estruendosamente mientras salía de la habitación.

Ella no supo el tiempo que yació allí, pero, de pronto, sintió que algo la tocaba suavemente en el hombro. Levantó la cabeza y vio los ojos azules de un capitán bizantino de la Guardia Imperial. Este se llevó un dedo a los labios, indicando silencio, y la ayudó a levantarse. La envolvió rápidamente en una capa oscura y la condujo a través de la puerta de la terraza. Cruzaron corriendo el jardín, bajaron por la escalera de la terraza hasta la playa, donde el silencioso capitán la levantó y depositó en una barca que esperaba.

El remó sin pronunciar palabra en la oscuridad de la dársena imperial. Teadora distinguió la silueta de un barco en la sombra. No llevaba luces. El pequeño bote chocó suavemente con el costado del barco y el capitán retiró los remos sin hacer ruido. Señaló una escala de cuerda que pendía del barco. Teadora subió en silencio por ella y se vio izada por encima de la borda. Su salvador subió detrás de ella. Tomándola de la mano, la condujo a un camarote espacioso. Ya dentro de él, comprobó que la portilla estuviese bien cubierta y encendió una pequeña lámpara.

– Bienvenida a bordo, princesa Teadora. Soy el capitán Pablo Simónides, de la Guardia Imperial, a vuestro servicio.

El aire frío de la noche había aclarado la cabeza de Adora y ésta había perdido el miedo.

– ¿Cómo habéis venido aquí, capitán, a tiempo para rescatarme? No puedo creer en esta clase de destino.

El capitán rió. ¡Señor, qué hermosa era! Incluso más que Elena. Y también inteligente.

– La emperatriz fue informada, por un viejo amigo de la Sección de los Bárbaros, del inminente ataque del general Asen contra vuestra ciudad. También supo que el búlgaro tenía consigo a un gran mago de Catay, capaz de abrir grandes puerta de bronce, como las de vuestra ciudad. Me envió en seguid para ayudaros, en caso de que lo necesitaseis. Lamento no haber llegado antes, Alteza. Cuando llegué, el general estaba y en vuestra habitación y tuve que esperar a estar seguro de que se había marchado.