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– ¿Se encuentra bien? ¿Por qué está tan quieta? ¿Comprende su posición?

– Por favor, mi señor, vayamos a vuestra tienda. La princesa está bien, pero todavía bajo la influencia de la droga que le administró la emperatriz. No quisiera que se despertase prematuramente. No sabe nada de lo ocurrido. Sufrirá una terrible impresión cuando se entere, sobre todo al saber que su hermana la ha vendido como esclava. -Se volvió a los dos eunucos que lo habían acompañado-. Llevad a la princesa Teadora a su tienda -les ordenó-. Haced que alguien la vigile y enviadme a buscar cuando parezca que va a despertarse.

El sultán saltó del carro y ayudó a Alí Yahya a bajar. Juntos entraron en su grande y lujosa tienda y se sentaron delante del hornillo del café. El jefe eunuco metió la mano debajo de su voluminosa túnica y sacó un pergamino enrollado que entregó al sultán.

Después de romper el sello rojo de cera, el sultán lo desenrolló y leyó. Una lenta sonrisa iluminó su semblante.

– ¡Ahora es mía! -exultó-. ¡Sólo me pertenece a mí! ¡Ningún hombre, salvo yo, volverá a tenerla!

Alí Yahya pareció desconcertado y los ojos oscuros del sultán se fijaron en los de su servidor.

– Te preguntas si estoy loco, ¿verdad, guardador de secretos imperiales? Bueno, te confesaré otro secreto para que lo guardes. Un día, hace muchos años, cuando pasaba por delante del convento de Santa Catalina, oí un grito. Miré hacia arriba y vi a una muchacha que se caía del muro. Era la princesa, que había estado en el huerto hurtando melocotones. La sujeté y volví a dejarle a salvo sobre la tapia.

»En aquel entonces estaba sola, no tenía amigos. Nos hicimos amigos y, que Alá nos ampare, nos enamoramos. Esperábamos que mi padre, con su repleto harén, se olvidaría de ella y moriría dejando una viuda virgen. Entonces intenté hacerla mía. Pero Orján no la había olvidado y ella se doblegó a sus deseos y le dio un hijo. Cuando murió mi padre, yo le dije que tenía un mes para llevar luto por él y que, después, ingresaría en mi harén. Pero, en vez de esto, se fugó y se casó precipitadamente con un noble griego. ¿Cómo puedo perdonarla, aunque todavía la amo y la deseo? ¡No puedo! ¡Pero la tendré, Alí Yahya! Me pertenece, me gusta y, por Alá, que me dará hijos. Es mía y siempre lo será.

Por primera vez en sus cuarenta años, Alí Yahya se sorprendió de veras. Este nuevo conocimiento aclaraba muchas cosas que anteriormente le habían desconcertado. Ahora podía contar al sultán la noche de bodas de la princesa con Orján, para que Murat no forzase a la joven, llevado de su furiosa pasión. Murat tenía que comprender cómo había sido tratada la inocente muchacha por su hastiado marido. Lo que había sucedido no había sido por su culpa. No se le podía censurar que odiase a los otomanos y huyese de ellos. Evidentemente, Teadora había sido demasiado orgullosa para contarle a Murat la verdad sobre su boda con Orján. Incluso la mujer más inteligente mostraba en ocasiones una vena de estupidez.

– Mi padishah -empezó a decir-. Hay algo que deberíais saber…

Pero fue interrumpido por uno de los eunucos que llegó para anunciar que la princesa se estaba despertando.

El sultán Murat se levantó de un salto y Alí Yahya, olvidando su dignidad y el protocolo de la corte, gritó:

– ¡Señor! Dejad que vaya yo primero, ¡os lo suplico! La impresión será terrible para ella. Perdonadme por decirlo, pero si os ve primero a vos…

No terminó la frase. Murat se detuvo.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó.

– Sólo un poco, mi señor -prometió Alí Yahya, y salió rápidamente de la tienda del sultán para ir a la de Teadora.

Ésta yacía tendida en un ancho diván, dentro de la lujosa tienda. Ahora se agitaba inquieta. Alí Yahya acercó una silla y se sentó junto a la princesa. Poco a poco se abrieron los ojos violetas. Con los párpados hinchados, ella miró alrededor. Era obvio que, de momento, se sentía confusa; pero de pronto se empezó a pintar el miedo en su semblante.

– ¿Alí Yahya?

– Sí, Alteza. Soy yo.

– Y… ¿dónde estoy, Alí Yahya? Lo último que recuerdo es que visité a mi hermana Elena. Me entró sueño.

– Esto fue hace varias horas, Alteza. Ahora estamos acampados en la carretera de Bursa. El sultán está aquí y desea veros.

– ¡No!

– No podéis negaros, Alteza.

– ¡Sí que puedo! ¡No quiero volver a verlo! -Se levanto del diván y empezó a pasear arriba y abajo-. ¡Oh, Alí Yahya! ¿Por qué me habéis traído aquí! ¡Yo quería quedarme en Constantinopla! ¿Qué me espera aquí?

– El sultán os ama, Alteza.

– El sultán solamente me desea -gimió desesperadamente ella-. ¿Por qué no puede dejar que otra mujer satisfaga su lascivia?

– El sultán os ama, mi princesa, os ha amado desde el principio.

Ella lo miró vivamente, preguntándose cómo sabía esto. Él prosiguió:

– Os ama tanto que ha amenazado a Constantinopla para conseguir vuestro regreso.

– Si no hubiese muerto mi amado Alejandro, estaría a salvo en Mesembria. -Suspiró y, entonces, sus ojos brillaron de un modo extraño-. Exactamente, ¿cómo consiguió Murat mi regreso, Alí Yahya? No fue mi querido cuñado Juan quien me traicionó, ¿verdad?

– No, señora.

– Fue mi cariñosa hermana Elena -prosiguió Teadora a media voz, y el eunuco asintió con la cabeza-. ¿Y qué concesión obtuvo del sultán? ¿Qué era tan importante para ella hasta el punto de que me traicionase de esta manera? ¿Le convenció de levantar el sitio? ¿O de que le devolviese a su hija? ¿Qué fue, Alí Yahya? ¿Qué ha ganado mi hermana con esto?

Era el momento que él había temido, el momento en que debía revelarle la verdad. No había manera de suavizar el golpe que debía infligir a su orgulloso espíritu.

– Alteza -empezó diciendo-, ¿reconocéis que vuestra hermana es cabeza de la familia Cantacuceno, ahora que vuestro padre y vuestro hermano han abandonado la vida pública? -Ella asintió, intrigada-. Entonces, debo deciros… -y vaciló un momento, respirando hondo-, debo deciros que, en su calidad de cabeza de familia, la emperatriz os ha vendido por diez mil ducados venecianos de oro y cien perlas indias perfectamente iguales. Ahora sois, legalmente, esclava del sultán Murat -terminó diciendo.

Ella se quedó boquiabierta. Temiendo por su cordura, él alargó una mano y la tocó amablemente. Teadora se sacudió y después volvió los bellos ojos hacia él.

– ¿Me ha vendido mi hermana como esclava?

– Sí, Alteza. Todo es… perfectamente legal.

– Nunca me había dado cuenta de que me odiase tanto. Pensaba… que es mi hermana, carne de mi carne, que somos hijas de los mismos padres. ¡Venderme como esclava…! -La sacudió un violento espasmo y volvió la cara aterrorizada hacia el eunuco-. ¡Dame una daga, viejo amigo! ¡Una buena cantidad de adormidera! -suplicó, desesperada-. No permitas que viva en la vergüenza. Yo amaba a mi señor Alejandro. Nunca podré amar así al sultán Murat. El me odia, me odia por algo que no pude evitar. ¡Ayúdame, Alí Yahya! ¡Por favor!

Pero él se mantuvo firme. Teadora estaba trastornada. Cuando recobrase el aplomo aceptaría la situación y aprovecharía la oportunidad que se le ofrecía. Podía haber amado al noble griego con quien se había casado, pero él sabía que, a pesar de sus negativas, estaba enamorada del joven sultán. Si Murat la tranquilizaba, y Alí Yahya trataría de que así fuese, todo marcharía bien entre los dos.

– No es ninguna vergüenza ser la favorita del sultán.

– ¿Estás loco? -Ella empezó a sollozar-. He sido esposa de un sultán. He sido esposa del déspota de Mesembria. ¡No seré la ramera del sultán Murat!