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– Serás lo que yo quiera y ordene -atronó la voz de Murat desde la entrada-. ¡Déjanos solos, Alí Yahya!

Dio un paso adelante.

– ¡No!

El lanzó una risa cruel.

– Puedes haber nacido princesa, Adora, pero ahora eres mi esclava. Es hora de que empieces a comportarte como tal. Será para mí un gran placer enseñarte como es debido. Ninguno de tus maridos lo hizo. Te consintieron, pero yo no lo haré.

Se volvió de nuevo al eunuco. Alí Yahya hizo una reverencia y salió.

Por un momento, se observaron los dos. A ella le palpitaba furiosamente el corazón. Miró de mal talante a Murat, tratando desesperadamente de encontrar alguna señal del joven cariñoso que la había amado antaño. Era más apuesto que nunca. Los años que había pasado como soldado habían endurecido su cuerpo. Los cabellos oscuros no tenían ni una hebra gris.

Sus ojos de azabache la aterrorizaban. No había calor en ellos. La observaban fríamente, como a cualquier objeto de su propiedad. Y de pronto se dio cuenta de que era exactamente esto: de su propiedad. Se estremeció.

Él se echó a reír. Fue una risa carente de alegría. -Vendré a verte esta noche -dijo pausadamente. -No -consiguió balbucir a duras penas ella, en un murmullo.

– Ven aquí -ordenó fríamente él.

– ¡No! -le desafió ella.

De pronto, él se echó a reír amablemente.

– Al final tendrás que obedecerme, paloma -dijo con tranquilidad-. Sabes que puedo obligarte.

Los ojos violetas de ella se habían oscurecido con el miedo; sin embargo, luchaba sin palabras con Murat. Esto gustó y divirtió al sultán. Pasara lo que pasase entre ellos, no quería quebrantar su ánimo. Pero ella lo obedecería. Su resistencia lo sorprendió. No era virgen. Y él no sabía que hubiese amado a alguno de sus maridos. No tenía por qué representar el papel de viuda reticente.

Sosteniendo su mirada como haría un lobo con una oveja, estrechó lentamente el espacio entre ellos. Teadora no podía moverse. Tenía paralizadas las piernas. Él la rodeó con un brazo. Una mano grande y firme le levantó imperiosamente la barbilla. Bajó la boca y la aplicó a los labios de ella.

En el fondo de su ser, ella sintió vibrar una cuerda familiar. Incapaz de luchar o tal vez no queriendo hacerlo, dejó que él tomase momentáneamente posesión de su alma. Al principio, la boca de Murat era cálida y sorprendentemente amable, pero entonces el beso cobró intensidad, se volvió exigente, casi brutal. Con un súbito grito, ella se debatió por escapar y, cuando lo arañó, él la maldijo encolerizado.

– ¡Pequeña zorra! Ahora me perteneces. Pronto te enterarás, Adora. ¡Eres mía! ¡Mía!

Se volvió furioso y salió de la tienda. Ella cayó de rodillas, temblando irremisiblemente. No supo cuánto tiempo había permanecido acurrucada allí, abrazándose y llorando de desesperadamente por Alejandro. Entonces, unos brazos vigorosos la levantaron. Vio que habían traído una bañera grande de roble a su tienda, llena de agua humeante y aceites fragantes. La desnudaron y la metieron en la bañera. Las esclavas a su servicio eran todas mayores que ella. La trataron delicadamente para quitar el polvo del viaje de su cuerpo y sus cabellos. Después hicieron que se sentase y le frotaron las partes vellosas del cuerpo con una pasta colorada y que olía a rosas. Los largos y oscuros cabellos fueron enjugados con una toalla de hilo y después cepillados y frotados con un paño de seda hasta que quedaron secos, suaves y brillantes con reflejos cobrizos.

Le lavaron la pasta depilatoria; le recogieron los cabellos sobre la cabeza y se los sujetaron con alfileres adornados con piedras preciosas, y después, puesta de pie en la bañera, la rociaron con agua fresca y perfumada. La envolvieron en una toalla caliente, la secaron cuidadosamente y la condujeron a un banco, donde se tendió boca abajo a fin de que le dieran un masaje con una crema verde que olía a azucena.

Teadora se sentía débil por la impresión y por las amables atenciones de las servidoras del baño, cuando entró Alí Yahya, trayendo unas vestiduras. Ella enrojeció bajo su minucioso escrutinio. Aunque hubiese debido acostumbrarse hacía tiempo a que estos hombres sin sexo viesen su desnudez, no había sido así. A una mirada del eunuco, las esclavas se marcharon rápidamente.

Alí Yahya sacudió la cabeza con incredulidad mientras pasaba una mano suave por encima de su cuerpo.

– Sois la perfección, Alteza. Vuestro cuerpo no tiene el menor defecto. ¡Es magnífico! El sultán estará muy complacido.

Se inclinó y le ciñó una fina cadena de oro justo por encima de la curva de las caderas. Colgó de ella dos velos de gasa de color de rosa y con hilos de plata, que le llegaban hasta los tobillos. Una de ellas le cubría las nalgas, y la otra, el bajo vientre y los muslos. Después se arrodilló y le deslizó vanas ajorcas de oro en los tobillos. Se levantó y asintió con la cabeza satisfecho.

– El sultán se reunirá con vos de un momento a otro, Alteza -anunció, ceremoniosamente. Después bajó la voz y añadió, en tono apremiante-: Esto no ocurriría si no fuese vuestro destino, princesa. Aceptadlo y ascended a la grandeza.

– ¿En la cama del sultán? -preguntó desdeñosamente ella. -Esto ha sido así para las mujeres desde que empezó el mundo. ¿Os consideráis más que las otras hembras?

– Tengo una mente, Alí Yahya. En Grecia, las mujeres inteligentes era bien consideradas, apreciadas. Aquí una mujer no es más que un cuerpo para saciar el hombre su lascivia. ¡Yo no quiero ser solamente un cuerpo!

– Todavía sois muy joven, mi princesa -dijo sonriendo el eunuco-. ¿Qué importa el camino que uno sigue, con tal de llegar sano y salvo a su destino?

»Decís que no queréis ser solamente un cuerpo; pero ¿qué deseáis ser? Conquistad primero al sultán con vuestro hermoso cuerpo, mi princesa. Después emplead vuestra inteligencia para conseguir lo que buscáis, si sabéis lo que es.

Entonces se volvió de pronto y la dejó sola, para que reflexionase sobre sus palabras.

– Pareces preparada para el combate, Adora. Ella giró sobre sus talones, olvidando el hecho de que tenía los pechos descubiertos. Murat acarició brevemente con la mirada los altos conos con puntas de coral, haciendo que Adora se ruborizase sin querer. Murat se echó a reír y preguntó en tono zumbón:

– ¿Cómo quieres luchar contra mí, Adora? -¿Qué clase de hombre sois? ¿Me tomaríais, aun sabiendo que os odio?

– Sí, paloma, ¡lo haría!

Sus dientes blancos y regulares brillaron en la cara bronceada por el viento, y se despojó de la túnica a rayas doradas y rojas, descubriendo un pecho igualmente bronceado y cubierto de oscuro vello. Debajo de la túnica llevaba un pantalón de suave lana blanca y unas botas oscuras de cuero. Después de sentarse en una silla, ordenó:

– Quítame las botas.

Ella pareció escandalizada.

– Llamad a una esclava para que lo haga. Yo no sé cómo Se hace.

– Tú eres mi esclava -dijo deliberadamente él, con voz Pausada-. Te enseñaré cómo has de hacerlo. -Alargó un pie-. Vuélvete de espalda a mí y sujeta mi pierna entre las tuyas. Entonces, tira simplemente de la bota.

Ella vaciló, pero obedeció y, para su secreta satisfacción, la bota se desprendió fácilmente. Entonces agarró confiada mente la otra bota y tiró; pero, esta vez, el sultán apoyó maliciosamente el pie en el lindo trasero y empujó, lanzándola d cabeza sobre un montón de almohadones. Ella no tuvo tiempo de gritar su indignación, pues Murat se le echó riendo encima volviéndola rápidamente boca arriba, la besó despacio y deliberadamente, hasta que Adora pudo ponerse en pie, con un mezcla de cólera y miedo pintada en sus ojos.

Se echó atrás. Él entornó amenazadoramente los ojos negros. Se levantó y cruzó despacio la tienda, acechándola. La situación era ridícula. Adora no podía huir. Sollozando involuntariamente, esperó a que él la alcanzase. Entonces Murat se irguió ante ella, mirándola de arriba a abajo. Alargó la mano para agarrar la fina cadena de oro que llevaba sobre las caderas y los velos cayeron sobre el suelo. Ella quedó completa mente desnuda. El sultán levantó la manaza para arrancar lo alfileres de la cabeza, y los oscuros cabellos se deslizaron hasta la cintura.