A través de una niebla medio consciente, oyó que él pronunciaba su nombre. Poco a poco abrió los ojos y vio que la miraba con pasión. Se puso intensamente colorada.
– Nunca te perdonaré ni me perdonaré por esto -murmuró furiosamente, con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Por qué? -preguntó él-. ¿Por hacer que te confieses la verdad? ¿Que eres una mujer hermosa y deseable y que, aunque lo niegues, en realidad me amas?
– ¡Por hacer de mí una ramera!
– ¡Por Alá, Adora! ¿Por qué no quieres comprender? Eres mi favorita. Dame un hijo y te convertiré en mi kadin. Te pondré por encima de todas las otras mujeres de mí reino.
– ¡No!
Saltó de la cama.
– ¡Detente! -Y aunque resulte extraño, ella obedeció a la voz irritada-. Ahora, esclava, ven a tu amo. -Por un momento, ella permaneció petrificada, y la voz de Murat restalló de nuevo-. ¡Ven a tu amo, esclava! -Adora se acerco a él, de mala gana-. Ahora, esclava, arrodíllate y pídeme perdón.
– ¡Nunca! ¡Nunca!
El la tomó de nuevo en sus vigorosos brazos y empezó a besarla apasionadamente. Ella se debatió y el sultán se echo a reír.
– Seguiré besándote como castigo, hasta que me obedezcas, Adora.
– ¡Discúlpame!
– He dicho que te arrodilles y me pidas perdón. Ella le dirigió una mirada furiosa.
– Prefiero arrodillarme ante ti, libertino, a soportar tus besos. -Se desprendió del abrazo y, cayendo de rodillas, imitó a una humilde esclava-. Perdóname, mi señor.
– Mi amo y señor, Adora.
Ella rechinó los dientes.
– Mi amo y señor -consiguió balbucear al fin. El la atrajo y la besó de nuevo.
– ¡Lo prometiste! -gritó ella, indignada de que faltase tan pronto a su palabra-. ¡Prometiste no volver a besarme!
– No es verdad -rió él, complacido de haberse hecho obedecer-. Dije que no te besaría como castigo. Ahora te beso en recompensa por haber mejorado tu comportamiento.
– ¡Te odio! -gimió ella.
– ¿En serio? -Sus ojos negros brillaron maliciosamente-. Entonces, tal vez esto explica que me suplicaras hace un rato que no parase de hacerte el amor. ¡Tontuela! Esta noche no es más que el principio para nosotros, Adora.
Entonces su boca volvió a cerrarse salvajemente sobre la de ella. Y al mirar fijamente aquellos ojos negros y apasionados, Teadora supo que estaba perdida. El milagro de su efímero matrimonio con Alejandro había pasado para siempre. Ésta era una nueva vida, y no tenía más remedio que hacerle frente.
CUARTA PARTE
CAPÍTULO 16
Durante unos pocos días, permanecieron acampados en los montes. Murat no permitía que nadie, salvo Adora, cuidase de él. Aunque los otros servidores podían cumplir las órdenes de ella, el sultán insistió en que su hermosa esclava real lo hiciese todo para él, desde bañarlo hasta cocinar su comida. Esto último resultó desastroso y Murat la reveló al fin de esta tarea particular después de cocinar desastrosamente y quemar varios platos.
– No puedo creer que una persona tan inteligente como tú sea tan torpe e inepta en la cocina -gruñó el sultán, mientras frotaba grasa de cordero sobre la carne quemada. Ella retiró furiosamente la mano.
– ¡Me enseñaron a emplear la mente, no las manos! ¡Inepta en la cocina! ¡Es natural! ¡Soy una princesa de Bizancio, no una sirvienta!
Una lenta y perezosa sonrisa se pintó en las facciones de él.
– Eres mi esclava, Adora, y aunque no seas hábil en cocer los manjares, tu maestría en otras cuestiones me hace olvidar tu incapacidad culinaria.
Lanzando un grito de indignación, ella le arrojó un cojín de seda, agarró una capa y salió corriendo de la tienda. Pero la siguió una risa grave y burlona. Huyó a un pequeño claro rocoso de encima del campamento, que había descubierto el día anterior. Estaba lujosamente alfombrado de musgo y oculto por hayas y pinos. Se sentó en un pequeño hueco natural escavado en la roca por el agua.
Y lloró. ¡Ella no era una esclava! ¡No lo era! Era princesa de nacimiento. No sería, no podía ser una ramera para él. Retorció el empapado pañuelo de hilo. El problema consistía en que los hombres la trataban como un lindo juguete, un cuerpo suave con el que satisfacer su lascivia. Un recipiente vacío, como un orinal, en el que podían vaciarse. ¡Dios mío! ¿Había sido siempre así? ¿Debía seguir siéndolo?
Las cortesanas de la antigua Grecia eran respetadas por su inteligencia tanto como por su cuerpo. También lo eran las reinas del antiguo Egipto, que habían gobernado con sus hombres como iguales. Pero difícilmente podía ella esperar esta clase de ideas en una raza salida de la estepa hacía solamente una generación y que todavía prefería las tiendas a los palacios. Estos hombres esperaban que sus mujeres cocinasen en fogatas y cuidasen de los animales. Se echó a reír en voz alta. Al menos no la habían sometido a la indignidad de poner a prueba su ingenio contra un rebaño de cabras. Tenía la desagradable impresión de que las cabras habrían podido más que ella. Casi oyó la risa de Murat.
En una rama a su lado, un canario silvestre entonó su exquisito canto y ella lo miró tristemente.
– ¡Ay, pequeño! -suspiró-. Al menos tú eres libre de vivir como quieras.
¡Un pájaro era más dueño de su vida que una mujer! Se levantó para volver al campamento y se sobresaltó al ver que el sultán, de pie a la sombra de una roca grande, la estaba observando.
La invadió una cólera irracional. Había considerado aquel claro como un refugio personal.
– ¿Es que no puedo estar sola? -gruñó.
– Temí por tu seguridad.
– ¿Por qué? Lo que quieres de mí pueden dártelo fácilmente mil mujeres más ansiosas de complacerte que yo. -Trato de pasar por delante de él, pero Murat la agarró fuertemente de un brazo-. ¡Me harás daño! -gritó ella.
– ¿Y qué? ¡Eres mía, Adora! ¡Puedo hacer contigo lo que me plazca!
– Mi cuerpo es tuyo, ¡sí! -le espetó ella-. Pero, si no lo tienes todo de mí, no tienes nada. ¡Y nunca poseerás mi alma!
Su voz era triunfal.
Un furor salvaje se apoderó de Murat. Desde hacía cuatro días, ella le había estado bufando como una gata infernal. Podía someterla a su deseo, pero cuando había terminado los ojos amatista se burlaban de él, diciéndole que en realidad no la poseía. Su ira llegó a ser incontrolable. Con una patada a las piernas, la hizo caer al suelo.
Adora se quedó sin aliento y, al descubrir su colérica mirada, tuvo auténtico miedo. Poco a poco, deliberadamente, él se puso a horcajadas sobre ella, abriéndole la capa y desgarrando metódicamente su vestido. Ella se resistió, aterrorizada.
– ¡Por favor, mi señor, por favor! ¡No! ¡Os lo suplico, mi señor! ¡No de esta manera!
Murat penetró brutalmente aquel cuerpo que se resistía. Adora gimió de dolor. El aceleró su ritmo y, de pronto, vertió en ella su simiente. Después yació inmóvil. Cuando recobró la respiración normal, se levantó y tiró bruscamente de Adora.
– Regresa al campamento. No volverás a salir de él sin mi permiso.
Envolviéndose en la capa, ella bajó dando traspiés, por el sendero. A salvo dentro de su propia tienda, dio órdenes para que le preparasen un baño. Cuando lo hubieron hecho, despidió a las esclavas. Recogió cuidadosamente su ropa destrozada, hizo un paquete con ella y la guardó en el fondo de un baúl. Podría tirarla más tarde y nadie se enteraría de lo que había pasado.
¡Él la había violado! ¡Tan brutalmente como forzaría cualquier soldado a una cautiva! ¡Era un bruto! Si había necesitado más pruebas de lo que sentía realmente por las mujeres, esto lo había sido, sin duda.
Entonces, repentinamente, unas lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas y fueron a mezclarse con el agua del baño. Lo odiaba, v sin embargo lo amaba. Le repugnaba confesárselo. Pero era posible que Alí Yahya tuviese razón. Si tenía que conquistar a Murat, tendría que valerse de su cuerpo. A fin de cuentas, sería una tontería permitir que cualquier estúpida jovencita llegase a dominar al sultán. Tenía que enfrentarse con el hecho de que, a sus veintitrés años y siendo madre de un niño ya crecido, no estaba en su primera juventud.