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Para su sorpresa, ella le abrió la túnica y puso las cálidas palmas de las manos sobre él. Sus finos dedos le empezaron a acariciar el vello del pecho, retorciendo y tirando delicadamente de los suaves mechones. En sus ojos se pintaba un creciente deseo.

Murat se levantó y dejó que la túnica le resbalase al suelo Y, después, la despojó a ella de la seda de color lila. Por un instante, ambos se admiraron recíprocamente. Él alargó una mano y la acarició delicadamente. Adora correspondió a la caricia. Murat dio un paso adelante, la tomó en sus brazos y, con la cabeza de ella apoyada en un hombro, la condujo despacio a su diván. La tendió suavemente sobre la sábana de seda y quedó un momento de pie delante de ella. Después se le unió ansiosamente, cuando ella abrió los brazos.

Murat arrancó los alfileres de concha de los cabellos de ella. Después extendió aquella mata espesa y perfumada de lirio alrededor de los dos. Solamente entonces buscó su boca, y Adora se estremeció, pues sus besos tenían la dulzura del recuerdo y la sal de la expectación.

– Eres perfecta, mi Adora -murmuró suavemente-. Y, para que no vuelva a haber ningún malentendido entre nosotros, deja que te diga lisa y llanamente que te amo. El sultán de los otomanos pone su corazón a tus lindos y blancos pies, amada, y te suplica humildemente que seas la madre de sus hijos. No volveré a pelearme contigo. Deja que siembre mi semilla en tu fértil jardín. Deja que te quiera, y la nueva vida crecerá en tu interior.

Ella guardó silencio durante un momento.

– Y si me negase, mi señor, ¿qué pasaría? -preguntó luego.

– Te enviaría lejos de mí, paloma, probablemente a Constantinopla. Pues no podría permanecer cerca de ti sin hacerte el amor.

– ¿Y no te enfadarás conmigo, como tu padre, porque me gusta estudiar y leer? -No.

– Entonces ven, mi amado señor. Se acerca la primavera y, si queremos tener una buena cosecha antes de que termine el año, debemos empezar en seguida.

El se quedó asombrado por su franqueza. Adora rió maliciosamente.

– ¡Oh, Murat, qué tonto eres! ¡Te quiero! Lo confieso, aunque no sé si debería hacerlo. Siempre te he querido. Tú fuiste mi primer amor y ahora parece que vas a ser el último. Mi amor de ahora y para siempre. Así estaba escrito en las estrellas antes de que cualquiera de los dos arraigase en el vientre de nuestras madres. Así me lo ha asegurado Alí Yahya.

Los ansiosos labios de Murat encontraron los igualmente ansiosos de su amante y pronto su boca abrasó la de Adora deslizándose después por su cuerpo, gustando el pecho y el vientre. Cuando por fin la penetró, ella estaba sólo consciente a medias: nunca, nunca había conocido una dulzura semejante. Gritó de alegría cuando él la poseyó y, una vez más, vertió su simiente en ella. Y en aquel instante esplendoroso, antes de que el placer la reclamase por entero, Adora supo que había concebido un hijo.

CAPÍTULO 17

Después de dos años, la ciudad de Adrianópolis había caído en poder de los turcos. Prácticamente no recibió ninguna ayuda de Constantinopla. Como el emperador era vasallo del sultán, no se atrevió a enviar sus tropas.

Los mercaderes más ricos de Constantinopla habían reclutado una tropa de caballería y dos de soldados de infantería. Después de abastecerlos y pagarles un año de sueldo por anticipado, los enviaron a proteger sus importantes inversiones en las fábricas y casas de exportación de la ciudad de Tracia. Pero, una vez dentro de la ciudad, los mercenarios se vieron atrapados con los habitantes. A éstos no les hizo ninguna gracia tener que alimentar a varios cientos de bocas adicionales.

Adrianópolis era una de las últimas verdaderas joyas de la corona de Bizancio. A doscientos veinte kilómetros al noroeste de Constantinopla, estaba emplazada en la orilla del río Tunia, donde confluye con el Maritsa. Situada en el centro de la llanura costera de Tracia, la rodeaban fértiles y bien regados valles y una tierra alta sorprendentemente árida. Se decía que se había levantado sobre el emplazamiento de la antigua ciudad de Uskadame. En efecto, algo había estado allí cuando Adriano reconstruyó la ciudad en el año 125 a. de C. Doscientos cincuenta y tres años más tarde fue conquistada por los godos al emperador romano Valente. Más tarde los búlgaros la tomaron a los godos y la perdieron a manos de los bizantinos, quienes la perdieron contra los cruzados, quienes a su vez volvieron a perderla contra Bizancio. Ahora Bizancio la había perdido para siempre a manos de los turcos.

Había varias razones para que la posesión de Adrianópolis fuese deseable. Era el mercado de toda la región agrícola que la rodeaba, una región que cultivaba frutas y verduras de todas clases, uvas, algodón, lino, moras y flores, en especial rosas y amapolas. El pueblo producía seda, telas de algodón, de hilo y de lana, artículos de cuero y exquisitos tapices de seda. También producía y exportaba agua de rosas, esencia de rosas, cera, opio y un tinte rojo que era conocido como «rojo turco».

Los turcos pretendían trasladar allí su capital. Adrianópolis, que pronto se llamaría Edirna, tenía que ser para los otomanos la primera capital de Europa. Los barrios de la ciudad que se habían rendido sin luchar se libraron de la venganza del conquistador.

Cuando los turcos irrumpieron en la ciudad, las zonas que habían resistido fueron sometidas a los tres días tradicionales de pillaje. Los viejos y los inútiles fueron asesinados o dejados que se muriesen de hambre, a menos de que tuviesen parientes que pudiesen pagar un rescate y llevárselos de la ciudad. Las mujeres embarazadas o lactantes fueron las primeras en ser vendidas como esclavas, pues una hembra sana y fértil era valiosa en la esclavitud. Los compradores interesados discutían concienzudamente la posición en que venía el feto, mientras las mujeres permanecían desnudas sobre la tarima. El espacio entre las caderas se consideraba como una buena indicación de la facilidad con que alumbrarían a sus hijos. Las buenas criadoras eran bien recibidas en la casa de un hombre. Sus fetos, particularmente si eran varones, se tomaban como una ganga añadida a la compra.

Las mujeres que ya habían parido y amamantaban ahora a sus bebés eran examinadas para comprobar la pesadez de sus pechos e incluso ordeñadas por los presuntos compradores, para asegurarse de la riqueza de su leche. Una mujer con más leche de la que necesitaba su propio pequeño podía amamantar a un huérfano o al hijo de una madre seca. El llanto que provocaba este particular mercado de esclavas era lastimoso. Pero las multitudes no le prestaban gran atención. Eran azares de la guerra.

Después se vendían los niños. Los más lindos, varones y hembras, se despachaban rápidamente en la animada subasta. Después les llegaba el turno a los jóvenes, juzgados principalmente por su belleza y su vigor. Muchos eran comprados por sus parientes de otras partes de la ciudad. Estos ansiaban desesperadamente conservar a los jóvenes varones de sus familias capaces de engendrar la generación siguiente y mantener vivo el nombre familiar. También se producían tragedias. Hermanos gemelos eran subastados por separado y la familia sólo podía rescatar a uno. El otro hermano era vendido a un mercader árabe que esperaba ganar una fortuna con el rubio muchacho más al sur. Los dos hermanos idénticos se veían separados entre terribles sollozos.

Las hermanas y primas de estos jóvenes eran menos afortunadas. La mayoría de ellas habían sido violadas por los soldados turcos. Colocadas las últimas entre los esclavos, como parte del legítimo botín, su juventud y su belleza valían buenos precios de todo el mundo, salvo de sus familias, que no estaban demasiado ansiosas de recobrar a sus hijas deshonradas. Muchas niñas llorosas eran llevadas de allí ante las caras avinagradas de sus propios padres.