Y la retuvo junto a él, a salvo en el calor de sus brazos, hasta que se quedó dormida. Sólo entonces la reclinó cuidadosamente entre las almohadas, se levantó y la cubrió con la colcha.
Se la quedó mirando durante unos momentos. Después salió despacio de la habitación y observó por la mirilla del salón del harén. Era temprano y sus doncellas estaban todavía levantadas y charlando. Formaban una bonita colección, murmuró por lo bajo. Debía acordarse de felicitar a Alí Yahya por su buen gusto. Se fijó en particular en dos muchachas. Una de ellas era una rubita encantadora y de piel blanca del norte de Grecia y tenía grandes ojos azules. Sus pechos lindos y redondos tenían sonrosados los pezones. La otra era una belleza alta y de piel oscura, de más allá del desierto del Sahara.
Observar a sus mujeres en secreto le divertía, y se preguntó qué dirían si supiesen que las estaba mirando. Nada, se respondió. No dirían absolutamente nada. Reirían tontamente, adoptarían posturas afectadas y se pavonearían, pero no dirían nada, pues eran incapaces de concebir una idea un poco inteligente. Su principal objetivo en la vida era, primero, llamarle la atención, y luego, gustarle. Y él no comprendía por qué no le encantaba esto.
Una hembra hermosa y complaciente no presentaba ningún desafío. Desde luego, Adora lo había malcriado para las otras mujeres. Se había acostumbrado, y rió para sus adentros, a que ella le pusiese resistencia, verbal, mental y físicamente, hasta el momento mismo de la rendición. Y lo encontraba mucho más excitante que la mera habilidad sexual. Las doncellas de su harén procuraban complacerle y tenían miedo de que no fuese así. Adora lo amaba, pero no lo temía en absoluto.
Sintió un hormigueo familiar y se dijo que necesitaba una mujer. ¡No, por Alá! Ninguna sencilla mujer, salvo Adora, lo satisfacía ya. Enviaría a buscar dos doncellas, la negra y la griega rubia. Tal vez las dos juntas podrían apagar su fuego interior.
Hizo una seña a un esclavo y le ordenó que fuese en busca de Alí Yahya. El jefe de los eunucos acudió rápidamente y el sultán le dio instrucciones. El eunuco, impasible el semblante, hizo una profunda reverencia.
– Vuestro deseo será cumplido, mi señor.
Mientras tanto, sonreía interiormente, consciente de que su plan para adquirir poder estaba dando resultado. Murat no era feliz, porque le era negada la princesa, y trataba de saciarse con dos mujeres. Alí Yahya entró en el harén sabiendo muy bien que el sultán lo estaba observando por la mirilla.
En efecto, Murat observaba atentamente tomando nota de las reacciones de las dos mujeres que había elegido. Sus actos le darían una indicación de sus caracteres. La rubia, como había presumido, era tímida. Se ruborizó, se llevó las manos a las mejillas y su boca hizo una pequeña «O» de sorpresa y alegría, y abrió más los ojos azules, con un poco de miedo.
La morena, por otra parte, miró con altivez a Alí Yahya y sonrió seductoramente. Dirigiendo una mirada desdeñosa a la griega, dijo algo que hizo que ésta enrojeciese todavía más. El jefe de los eunucos le dio un ligero cachete, a modo de advertencia, pero la joven negra se rió.
El sultán torció los labios en una sonrisa lobuna. Una suave gatita y una fiera tigresa, dijo para sí. Tal vez la noche no resultaría a fin de cuentas tan aburrida.
Le fueron llevadas las dos doncellas y el eunuco las desnudó para que pudiese examinarlas bien. Una al lado de otra, eran magnificas, un conjunto de ébano y marfil.
Miró a la joven negra.
– Compláceme, Leila.
Tumbándose entre los almohadones de la cama, dejó que ella le abriese la túnica y lo acariciase. La negra inclinó la cabeza y lo tomó en la boca, trazando con la lengua dibujos sensuales hasta que él empezó a excitarse.
– ¡Aisha! -La rubita se sobresaltó-. ¡Ven! Y la joven griega se tumbó junto al sultán. El habló de nuevo, y la griega, inclinándose, acercó un pecho rollizo a su boca abierta. Chupando la suave carne, consciente del placer que le estaba produciendo la negra, apartó toda idea de Teadora de su turbada mente. Era deber y privilegio de ella darle un hijo. El tenía derecho a saciar sus deseos con otras mujeres. Así era su mundo desde el principio y así seguiría siendo hasta el final de los tiempos.
CAPÍTULO 18
El Patio de los Enamorados estaba terminado, y el dormitorio de Teadora daba que hablar a todo el harén. Todas las mujeres envidiaban a la princesa sus habitaciones, su preñez y el amor del sultán.
Las paredes del dormitorio estaban cubiertas hasta la mitad de su altura con paneles de madera oscura. Por encima de éstos, estaban pintadas de intenso color amarillo dorado y rematadas por una moldura de yeso con flores pintadas de escarlata, azul y oro. El suelo, sumamente pulido, era de anchas tablas de roble oscuro. Las vigas del techo habían sido pintadas de manera que hiciesen juego con las molduras.
En el centro de una pared había una gran chimenea revestida de azulejos amarillos y azules y con una enorme campana cónica cubierta de láminas de pan de oro. El suelo de la chimenea era elevado y se extendía varios metros al interior de la habitación. De las paredes, a ambos lados del hogar, pendían bellas colgaduras de seda, una de ellas con imágenes de flores de primavera y principios de verano, y la otra, con flores de finales de verano y de otoño.
Junto a la pared de enfrente de la chimenea, había un tablado alfombrado que sostenía una cama grande. La cama tenía columnas talladas y doradas, y cortinas de seda de color coral, bordadas con flores, hojas y vides. Los bordados eran de hilo de oro, aljófar y jade. La colcha hacía juego con las cortinas.
A la derecha de la cabecera de la cama, la pared tenía una serie de ventanas largas altas y con parteluces. Los cristales habían sido confeccionados por seis vidrieros venecianos quienes tuvieron la desgracia de estar en un barrio de Adrianópolis que había resistido a los turcos. El sultán les había prometido el perdón y también la ambicionada ciudadanía turca si hacían los cristales de las ventanas y otras piezas decorativas para su palacio. Mientras tanto, eran sus esclavos. Las ventanas del dormitorio de Adora tenían un débil tono dorado. Daban a su jardín particular. Las cortinas eran de la misma seda de color coral que los doseles de la cama.
Las gruesas y lujosas alfombras mostraban dibujos de medallones en oro, azul y blanco. Los armarios, ingeniosamente empotrados en las paredes de la habitación, estaban forrados de cedro y contenían bandejas móviles para la ropa.
Había grandes mesas redondas de latón batido sobre pies de ébano; un sillón parecido a un trono, con los brazos, las patas y el respaldo tallados, y un cojín de brocado de oro; mesitas rinconeras de ébano con incrustaciones de nácar, y taburetes tapizados de terciopelo y brocado. Pendían lámparas de cadenas de plata, proyectando sombras de ámbar, de rubí y de zafiro, y perfumando la estancia con aceite aromático. Velas de cera inmaculadamente blancas ardían en candeleros de oro. Era una habitación bella y tranquila, perfecta para los amantes.
Sin embargo, ahora había llegado para Teadora Cantacuceno el tiempo de dar a luz el hijo del sultán Murat, y antes de que las paredes del dormitorio oyesen las dulces voces de los amantes, tendrían que oír los gritos de angustia de la parturienta, que paseaba arriba y abajo por la habitación.
– Tumbaos y descansad, mi princesa -aconsejó Iris-. Os comportáis como si fuese vuestro primer hijo.
– Halil era importante sólo para mí, Iris. Tenía hermanos mayores. Este pequeño es muy importante para todo el Imperio. Será el próximo sultán.
– Si es un varón, mi princesa.
Teadora le lanzó una mirada envenenada.
– Es un varón, vieja bruja -espetó, apretando los dientes al sentir una fuerte contracción-. ¡Ve a buscar en seguida a la partera!
Iris salió corriendo y Teadora se tendió en la cama y se frotó el vientre con los dedos, trazando rápidos y pequeños movimientos circulares. Esto, le había dicho la partera, mitigaría el dolor.