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La partera era mora, y los moros eran quienes sabían más de medicina. Teadora había escogido personalmente a Fátima por su habilidad, su excelente reputación (no se sabía que hubiese perdido nunca una madre) y porque era limpia. Ahora entró Fátima en la habitación y se acercó a la cama.

– Bueno, mi señora -dijo alegremente-, ¿cómo va eso? -Después de lavarse rápidamente las manos en una jofaina sostenida por una esclava, levantó al caftán de Teadora sobre las rodillas y examinó a su paciente-. ¡Hum! Sí. Sí. Lo estáis haciendo muy bien. Cualquiera puede ver que vais a ser una buena madre. La dilatación casi es completa.

Miró y vio una expresión de firme resolución en el semblante de la princesa.

– ¡No empujéis todavía, Alteza! Jadead como un perro. ¡Esto es! ¡Ahora! ¡Empujad! ¡Sí! ¡Sí! Estáis completamente dilatada y ya veo la cabeza del bebé. ¡Iris! Que algunas esclavas traigan el sillón de dar a luz y lo coloquen delante de las ventanas, para que mi paciente pueda mirar al exterior.

A los pocos minutos, Adora sufrió otra contracción y la sentaron en el sillón de dar a luz. Estaba empapada en sudor y le temblaban las piernas.

Aquel sillón era de dura y vieja madera de roble, dorada y con incrustaciones de piedras semipreciosas. Tenía alto y recto el respaldo, con un encejado tallado en la parte superior, brazos anchos y parcialmente tapizados de cuero rojo, y patas rectas terminadas en garras talladas de león. El asiento era plano y abierto, para que la partera pudiese agarrar fácilmente al pequeño.

Ahora que la princesa llegaba a las fases finales del parto, se permitió la entrada a las mujeres del harén, para que fuesen testigos del nacimiento. No debía existir la menor duda sobre la autenticidad y el linaje de la criatura. Se agruparon alrededor del sillón, mostrando envidia, simpatía, miedo y preocupación en sus semblantes. Teadora agarró los brazos tapizados del sillón y con un grito puso fin al nervioso parloteo. En la habitación reinaba un calor asfixiante, y los diversos aromas de los perfumes de las mujeres eran sumamente intensos y le daban náuseas.

Fijó la mirada en el jardín, más allá de las ventanas doradas y emplomadas. La tarde era brillante, con un cielo azul y sin nubes. Un claro sol reflejaba cegadoramente su luz en la blanca nieve que cubría el jardín. Por un breve instante, un pajarillo pardo y gris que luchaba con una baya roja en un arbusto de hoja perenne distrajo a Adora, que se echó a reír ante sus cómicas cabriolas.

Las mujeres que la rodeaban se asombraron. ¿Acaso no sentía la princesa dolor? ¿Qué clase de mujer era, que se reía en lo más arduo del parto? Se estremecieron al unísono, recordando los ojos de color de amatista de Adora. Se decía que las brujas tenían los ojos de extraños colores.

La sacudió otra contracción y, obedeciendo las instrucciones de Fátima, jadeó primero y apretó después con fuerza. No gritó, pero el dolor era intenso y el sudor le empapaba todo el cuerpo, le rodaba por las piernas y hacía que el asiento del sillón fuese resbaladizo. Iris le enjugó la cara con un paño fresco y perfumado. Fátima se arrodilló, con su equipo extendido junto a ella sobre una toalla limpia de hilo.

– La próxima contracción hará que asome la cabeza, princesa.

– ¡Ya viene! -exclamó Adora con los dientes apretados.

– ¡Jadead, Alteza! ¡Jadead! -Una pausa-. ¡Ahora, Alteza! ¡Ahora! ¡Empujad! ¡Empujad con fuerza! Ah, ya tengo la cabeza del pequeño. ¡Muy bien, mi princesa!

Adora se echó atrás, agotada, sonriendo agradecida a una joven esclava que le acercó una bebida fresca y dulce a los labios. La sorbió casi afanosamente y, después, echó la cabeza atrás y respiró hondo y despacio.

– Lo estáis haciendo muy, muy bien, mi señora -la animó Fátima-. Ahora los hombros, después el resto del cuerpecito y pronto habremos terminado.

– Habrás terminado tú -dijo Adora, con una risita-. Para mí, todo volverá a empezar, Fátima. La partera la miró y sonrió.

– Es cierto, Alteza -asintió-, y con vuestra radiante belleza, espero serviros a intervalos regulares, si el sultán es el semental que dicen.

Las mujeres del harén rieron disimuladamente. Adora habría reído también la gracia desenfadada de la partera, de no haber sido por el siguiente dolor. Jadea. Jadea. Jadea. Empuja. Empuja. Empuja.

– ¡Los hombros! Ya tengo los hombros, ¡y vaya si son anchos! -exclamó Fátima.

La criatura empezó ahora a gemir, un gemido que se convirtió en un aullido furioso cuando una nueva convulsión lo expulsó por completo del cuerpo de su madre. Después de tender a la dolida criatura sobre un paño de hilo, Fátima cortó el cordón umbilical y lo ató con fuerza. Después limpió rápidamente las mucosidades de la nariz, la boca y la garganta del recién nacido.

– ¡Un varón! -exclamó, entusiasmada-. ¡La princesa ha dado a luz un varón! ¡Alabado sea Alá! ¡El sultán Murat tiene un heredero sano y fuerte!

Se puso en pie y levantó a la ensangrentada y chillona criatura, para que la admirasen su madre y las otras mujeres.

El niño era hermoso, de enormes ojos de un azul oscuro y una mata de rizos negros, apretados y húmedos. Era largo, de manos y pies grandes, y pulmones poderosos. Una esclava tomó el niño de manos de Fátima y, tendiéndolo delicadamente sobre una mesa, limpió la sangre del nacimiento con un suave paño de algodón y aceite de oliva tibio. Hecho esto, el pequeño fue bien fajado y envuelto en una colcha de satén. Teadora había expulsado ya la placenta. Habiendo examinado, limpiado y envuelto la zona femenina de su paciente, Fátima permitió que Adora fuese despojada de su empapada vestidura y lavada con agua tibia y perfumada antes de que la secasen con toallas. Entonces volvieron a vestirla con una túnica granate acolchada y la metieron en la cama. Iris, muy orgullosa, cepilló los largos cabellos oscuros de su ama hasta que resplandecieron.

Las mujeres del harén se arracimaron excitadas alrededor de los pies de la cama de Adora. ¡Iba a venir el sultán! Aquí tendrían oportunidad, pensaron tontamente las doncellas más jóvenes, de que el amo se fijase en ellas. Las mujeres más experimentadas se resignaron a pasar inadvertidas. Adora y su hijo eran unos fuertes competidores. Pero en otra ocasión, en otro lugar… él se fijaría en ellas.

Cayeron de rodillas, tocando el suelo con la cabeza, al entrar el sultán en la habitación. Tan fijos estaban sus ojos en Adora y el niño que tenía ésta en brazos, que ni siquiera las vio. Su voz grave vibró de emoción en la silenciosa estancia.

– Muéstrame el niño, Adora.

Ella desenvolvió la manta y le tendió la fajada criatura. Durante un largo momento, él miró a su hijo que, extrañamente callado, lo miró a su vez sin pestañear. Entonces, una amplia sonrisa apareció en el rostro de Murat. Rió en voz alta.

– ¡Ciertamente, éste es mi hijo! Yo, Murat, hijo de Orján, reconozco a este niño como mi hijo y heredero. ¡Aquí está vuestro próximo sultán!

– ¡Que así sea! ¡Oímos y obedecemos! -murmuraron muchas voces.

Luego, las mujeres del harén se levantaron al unísono y salieron de la estancia. Iris acercó rápidamente un sillón para el sultán. Después de tomar al niño de su madre, ella salió también.

Durante un momento, los dos se miraron intensamente. Entonces, él asió las manos de Adora, la miró a los ojos y dijo:

– Gracias, Adora. Gracias por mi primer hijo.

– No he hecho más que cumplir con mi deber, mi señor -respondió maliciosamente ella.

La risa de Murat estuvo llena de ternura.

– Acabas de dar a luz y sigues tan insolente. ¿Será siempre así entre nosotros, Adora?

– ¿Me querrías si fuese de otra manera, mi señor? -contestó ella.

– No, mi amor, no te querría -confesó él-. No seas nunca como las otras mujeres de mi harén. Me cansaría de ti. -No temas, Murat. Puedo hacer muchas cosas en mi vida, pero no tengo intención de aburrirte. -Y antes de que él pudiese asimilar por entero sus palabras, preguntó rápidamente-: ¿Te gusta tu hijo, mi señor? Es un niño guapo y fuerte.