– Me gusta hasta lo indecible, y ya he elegido un nombre para él. Espero que te guste. Pienso llamarle Bajazet, como nuestro gran general.
– ¿El que venció en combate a mis antepasados bizantinos? -Su voz tembló de risa cuando él asintió con un gesto-. Dios mío, Murat, ¡qué manera de insultar a mi familia! Juan, desde luego, verá algo gracioso en esto. Pero nadie más.
– Tú, sí -replicó suavemente el sultán.
– Sí -respondió ella-. Le veo la gracia. También comprendo la implícita amenaza. Pero sé que el futuro de mi ciudad está con los otomanos, no con los griegos. Como la ciudad debe caer en definitiva, prefiero que sea en tus manos o en las de nuestro hijo, a quien enseñaré a amar y respetar lo que hay de bueno en ambas culturas.
Él le levantó la barbilla con una mano y le rozó delicadamente los labios.
– Sabes más de lo que corresponde a tus años, paloma. ¡Qué suerte tuve al pasar junto al huerto de aquel convento hace tanto tiempo!
Adora sonrió con increíble dulzura.
– Te amo, mi señor Murat.
– Pero todavía te burlas, ¿no es verdad, mi amor?
Ella suspiró profundamente.
– No puedo evitarlo. Es mi carácter. No es sencillo para mí ser la favorita de Murat y la madre de Bajazet. Si la historia me recuerda, será así como me recordará. En cuanto a lo que quiero, todavía no lo sé.
El se irguió y se echó a reír.
– Al menos eres sincera, mi Adora. -Entonces se inclinó y la besó ligeramente-. Descansa un poco, mi amada. No debe de haber sido fácil parir a mi hijo. Tienes que estar agotada.
Ella le tiró de la manga de su túnica de brocado.
– Dame un beso como es debido antes de marcharte, mi amor. Ahora ya no me pasará nada aunque me beses.
El rió, complacido.
– Veo que estás ansiosa de mis besos, ¿eh? Pensé que nunca te oiría confesarlo.
Se sentó en el borde de la cama y la atrajo en el cálido y amante semicírculo de su brazo. Entonces su boca se cerró sobre la de Adora, y la fuerza y la pasión de su beso la dejó temblando y sin aliento. Deslizó la mano libre por la abertura de la túnica para tomar uno de los rollizos pechos. Le frotó el pezón con el índice y el pulgar. Su voz era ronca cuando dijo:
– Dentro de seis semanas estarás purificada. Cuida de que, para entonces, el niño tenga una nodriza. No quiero compartirte, ni siquiera con mi hijo.
Sus ojos se encontraron brevemente y ella experimentó una punzada de deseo. Se preguntó sobre la atracción que existía entre ellos dos. Lo deseaba apasionadamente, ¡cuando aún no había pasado una hora después del parto!
Murat se levantó de pronto y salió de la habitación. Adora se reclinó sobre las almohadas. Todavía no tenía ganas de dormir. Estaba demasiado nerviosa para dormir. ¡Lo había conseguido! ¡Había dado a Murat su primer hijo! Y le daría otros, pues nadie vendría a usurparle su posición. Legalmente, era una esclava del sultán, pero esto no importaba. Ahora, su posición era firme. Y lo mejor era que él seguía deseándola.
El niño era precioso, con sus cabellos negros y sus ojos azules, aunque Adora estaba segura de que los ojos se volverían pronto negros como los de su padre. Y de pronto pensó en Alejandro y en su niño tan rubio. Rodaron lágrimas por sus mejillas. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que pensar en él después de tantos meses? Sólo podía presumir que la impresión de su muerte, seguida tan rápidamente de la traición de su hermana, había podido al fin más que ella. Siguió llorando hasta que agotó las lágrimas. Sabía que era mejor así.
Se relajó y se durmió al fin, segura en su posición con Murat, segura en su maternidad.
CAPÍTULO 19
Cuando el emperador Juan se enteró del nombre que le habían puesto a su sobrino, lo encontró gracioso, como había pronosticado Teadora. Se echó a reír. Pero a su esposa, Elena, no le pareció divertido.
– ¡Nos insulta deliberadamente, y tú te ríes! -increpó a su marido.
– Difícilmente puedes esperar que Bizancio te adore -observó secamente el emperador.
– ¡Ella nació aquí! ¡Es hija de una de las familias más antiguas de Bizancio! ¡Es mi hermana! ¡Estuvo casada con el déspota de Mesembria!
– A quien tú envenenaste, querida. Después vendiste como esclava a su reina, a tu propia hermana. La emperatriz pareció aterrorizada.
– ¿Cómo sabes esto? ¡No puedes probar una acusación tan terrible!
Juan Paleólogo rió de nuevo.
– No tengo que probarla, querida. Cuando el pobre Juliano Tzimisces se dio cuenta de a quién había matado su veneno, acudió a mí y lo confesó todo. Temía que pudieses tratar de matarme a mí también.
Elena tenía los ojos desorbitados de espanto.
– ¿Por qué no me dijiste nada? -preguntó-. ¿Por qué no me has castigado?
– ¿Y dejar que Tea supiese cómo murió Alejandro? ¿Dejar que supiese que su propia hermana había matado al hombre que ella amaba? No, Elena; ya le has hecho bastante daño Sin embargo, debes saber que, si algún día llega ella a descubrir todas las dimensiones de tu crueldad, yo te mataré. Te mataré yo mismo, y me gustará hacerlo. -Alargó una mano y le acarició el cuello delicadamente, sensualmente. Elena se estremeció-. Tea ha hecho las paces con Murat -siguió diciendo el emperador-. Es esposa del sultán y madre de su único hijo.
– No es esposa de Murat -gruñó Elena-. Es su esclava y su concubina. Ni siquiera la ha elevado a la categoría de kadin.
– Tampoco ha elevado a nadie más, querida. Sin embargo, ha reconocido públicamente al hijo de Tea como su hijo y heredero. Esta, querida, es la declaración pública más elocuente de su amor que puede hacer. Adora lo sabe y está contenta. Has perdido, Elena. Teadora ha ganado, sólo siendo ella misma. Pon fin a esta guerra contra tu hermana. Ya has hecho bastante. Trataste de asesinarlos, a ella y su hijo mayor, Halil, pero los piratas de Focea los retuvieron como rehenes. Cuando el sultán se enteró de tu actuación, el rescate me costó un dinero que no podía pagar. Peor aún, me costó nuestra amada hija, prestigio, territorio y vidas de soldados.
»Cuando Tea acudió a nosotros después de la muerte de Alejandro, mancillaste el honor de nuestra familia, traicionándola y vendiéndola como esclava. ¿Cuándo te detendrás? ¿Cuándo, Elena?
– ¡Nunca! ¿No lo comprendes, Juan? ¡Tea y sus hijos representan una terrible amenaza para nosotros! ¡Pueden incluso reclamar tu trono a través de ella!
El emperador rió de buena gana.
– No, Elena, no pueden. Por otra parte, Murat no recurriría a una estratagema tan tonta. Mi Imperio está en decadencia. Lo sé. Pero no caerá todavía; no, mientras yo viva. Haré todo lo que tenga que hacer para ver su continuación. En cuanto a nuestros hijos, sólo el tiempo dirá su fuerza como gobernantes.
»En nuestra vida juntos, Elena, te lo he perdonado todo. He hecho la vista gorda con tus muchos amantes. Pero, ahora, ¡te lo ordeno! Pon fin a tu venganza contra tu hermana. He enviado a nuestro nuevo sobrino una copa grande de oro, con dos asas e incrustada de diamantes y turquesas, su piedra natalicia. Tuve que cargar un impuesto especial a las iglesias de la ciudad, para poder pagarla. El crédito real es tan bajo que los orfebres se negaron hacer la copa si no les pagaba por adelantado.
– Es asqueroso -dijo Elena-. Al poco tiempo de morir el pobre sultán Orján, su desconsolada viuda se casa, tiene gemelos, enviuda por segunda vez, se convierte en la concubina del sultán y tiene un bastardo con él.
– Al menos Tea se limita a un hombre cada vez, mi amor -dijo suavemente Juan Paleólogo.
Elena abrió mucho los ojos azules, impresionada, y su marido prosiguió: