– ¿No te basta un joven semental cada vez, Elena? Jugar a ser una perra en celo con toda una jauría de jóvenes oficiales, incluso en el secreto de tus habitaciones, no es prudente. Los rumores se difunden más deprisa de seis bocas que de una, y tus actuaciones deben ser magníficas. Los elogios que has recibido son realmente maravillosos.
La emperatriz tragó saliva. Juan Paleólogo se regocijó con su visible turbación.
– ¿Por qué no te divorcias? -murmuró ella.
– Porque prefiero lo conocido, querida. Como mi padre, soy perezoso por naturaleza. Tú tienes todos los atributos de una buena emperatriz, querida. Me has dado hijos que sé que son míos. Eres hermosa. Y aunque me importunas constantemente, no te entrometes en mi gobierno. Yo no soy un hombre que se adapte fácilmente al cambio y, por esto, prefiero que sigas siendo mi esposa. Pero si das pie a cualquier otro escándalo, Elena, me desharé de ti. Comprendes esto, ¿verdad, querida?
Ella asintió lentamente con la cabeza, tan sorprendida como siempre que él se mostraba dominador. Sin embargo, quería tener la última palabra.
– Sé que tienes una amante -dijo.
– Claro que sí, Elena. Difícilmente puedes negarme una pequeña diversión. Es una mujer simpática y tranquila, cuya discreción aprecio en alto grado. Podrías aprender de ella, querida. Ahora recuerda lo que te he dicho. Abandona tu batalla contra Teadora. Murat la ama, tenlo presente, y su hijo recién nacido es la alegría de su vida.
Elena no dijo nada más, pero su mente estaba atareada. Teadora era como un maldito gato, que salía entero y con otra vida cada vez que ella le descargaba un golpe. La emperatriz de Bizancio valoraba mucho su posición y, durante años, sus sueños se habían visto turbados por una vocecilla infantil que le decía: «Si me caso con el infiel, veré que trae su ejército para capturar la ciudad. Entonces yo seré su emperatriz, no tú.»
Que la amenaza de Teadora había sido pronunciada en un momento de resentimiento infantil y olvidada hacía tiempo, era algo que no se le ocurrió pensar a la emperatriz. En su mente torturada, sólo veía que, mientras se ensanchaban las fronteras del Imperio del sultán, se estrechaban las del suyo. Tea era la amada del sultán. Por consiguiente, Elena, que nunca había sido particularmente inteligente, creía que, si podía destruir a Teadora, detendría el avance otomano.
En el breve tiempo que Murat llevaba como sultán, los turcos habían logrado el control efectivo de Tracia, sus fortalezas clave y la rica llanura que se extendía al pie de la cordillera de los Balcanes. Habían sembrado el terror en toda la Europa sudoriental, con una deliberada matanza de la guarnición de Corlú, cuyo jefe había sido públicamente decapitado. Después había caído Adrianópolis, que era ahora capital de los turcos.
Entonces, los ejércitos otomanos se movieron hacia el oeste. Rebasaron Constantinopla, pero enviaron emisarios al emperador. Una vez más, Juan Paleólogo se vio obligado a firmar un tratado que le obligaba a abstenerse de recobrar sus pérdidas en Tracia. No podía ayudar a sus amigos cristianos, los serbios y los búlgaros, en su resistencia contra los invasores turcos. Y debía apoyar militarmente a Murat contra sus rivales musulmanes en Asia Menor.
Y aunque su propia Iglesia le condenaba, sus ministros se lamentaban y su esposa le increpaba, Juan sabía que había comprado más tiempo para su ciudad. Comprendía que Murat podía tomar Constantinopla. Sometiéndose a las exigencias de su cuñado, salvó la ciudad. Los turcos se lanzaron a empresas más arduas, dando así a Juan la oportunidad de buscar en secreto ayuda en otra parte.
Pero no pareció que pudiese convencer a los gobernantes de la Europa occidental de que si caía Constantinopla ellos se encontrarían en grave peligro. La antigua y tonta rivalidad entre las Iglesias romana y griega contribuyó a la renuncia de la Europa occidental a ayudar a Bizancio. Entonces, los cristianos latinos empezaron a luchar también entre sí. Las grandes casas de banca italianas que lo habían financiado todo, desde el comercio con Oriente hasta las cruzadas religiosas, empezaron a derrumbarse. En Europa hubo recesión y crisis social. Los campesinos se rebelaron contra sus terratenientes, fuesen feudales o monásticos. Los trabajadores disputaron con sus patronos comerciales. La peste bubónica apareció en Oriente y se extendió por toda Europa. El descubrimiento del Nuevo Mundo hizo que la juventud del Viejo se volviese hacia el oeste, con lo cual dejó a Europa abierta al conquistador otomano.
Los ejércitos de Murat penetraron más profundamente en Europa, en Bulgaria, Macedonia y Serbia. Entonces, aparecieron de pronto en Hungría, un baluarte de la Iglesia romana. El papa Urbano V hizo varios desesperados intentos de unir a las diversas potencias cristianas bajo su bandera, llegando incluso a incluir a los griegos en su esfuerzo por defender la cristiandad. Una fuerza montada de serbios y húngaros cruzó imprudentemente el río Maritsa y se dirigió contra Adrianópolis. Fue aniquilada en un abrir y cerrar de ojos. Otros esfuerzos combinados se vieron entorpecidos por el conflicto entre las Iglesias griega y latina.
«Los osmanlíes son solamente enemigos -escribió Petrarca al Papa-, pero los cismáticos griegos son peores que enemigos.»
«Es mejor el sombrero de un sultán que el de un cardenal», fue la respuesta griega.
Murat se movía adelante y atrás entre los diversos frentes de batalla y su capital, Adrianópolis. Había proyectado cuidadosamente su expansión y tenía varios generales competentes que cumplían sus órdenes al pie de la letra; así, podía insistir en su objetivo de construir una fuerza de infantería cuidadosamente escogida y disciplinada, que sólo estaría al servicio del sultán. Reclutados entre sus jóvenes súbditos cristianos, habían de convertirse en el Cuerpo de Jenízaros, iniciado por su padre.
Murat desarrolló y aumentó ahora esta fuerza, que Orján había establecido como una guardia personal. Llegó a ser un pequeño ejército destinado a mantener la ley y el orden y a defender los territorios europeos recién conquistados. Sólo eran fieles a Murat.
En cada zona dominada por los otomanos, se ofrecía a lo no musulmanes la oportunidad de convertirse. Quienes lo ha cían gozaban de todos los privilegios de la ciudadanía turca, incluido el derecho de eximir a sus hijos del servicio militar, mediante el pago, por una sola vez, de un impuesto por cabeza. Los que se mantenían fieles a su fe original podían obtener la ciudadanía turca, pero sus hijos, entre los seis y los doce años, podían ser reclutados para el Cuerpo de Jenízaros. Dos veces al año, las autoridades otomanas seleccionaban muchachos cristianos entre los reclutas. Una vez elegidos, los muchachos eran apartados inmediatamente de sus familias y educados como musulmanes.
Escogidos por su inteligencia y su belleza física, eran severamente adiestrados y sometidos a una dura disciplina. Debían realizar los trabajos más duros. Su deber era servir solamente al sultán y depender personalmente de él, dedicar sus vidas al servicio militar. Como a los monjes, les estaba prohibido casarse y tener propiedades. En cambio, recibían una paga más sustanciosa que cualquier otra unidad militar en cualquier ejército.
El gran jeque religioso Haji Bektash dio a los jenízaros su bendición y les ofreció un estandarte. La media luna y la espada de doble hoja de Ormán estaban bordadas en él sobre seda escarlata. Prediciendo el futuro de los jenízaros, el viejo jeque dijo: «Vuestro rostro será brillante y resplandeciente, el brazo largo, la espada afilada, la flecha de aguda punta. Saldréis victoriosos en todas las batallas y sólo volveréis triunfantes.» Entonces ofreció a la nueva fuerza sus gorros de fieltro blanco, cada uno adornado de ellos con una cuchara de madera en vez de un pompón.
La cuchara, junto con una olla grande, simbolizaba el alto nivel de vida de los jenízaros, en comparación con otras unidades militares. Los títulos de los oficiales eran tomados de la cocina: Primer Hacedor de Sopa, Primer Cocinero, Primer Aguador. La enorme olla negra no se empleaba solamente para cocinar. En siglos ulteriores, la volvían boca abajo y la golpeaban cuando el Cuerpo estaba disgustado con el sultán. También se empleaba para medir la parte de los jenízaros en el botín.