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Un tass kebab siguió a las ostras: tiernos pedazos de cordero lechal con cebollas y manzanas cocidas, sobre un fondo de arroz pilaf. Ahora, la otra muchacha lo alimentó, mientras la primera doblaba la servilleta. Luego rebañó el jugo de la carne con pedazos de pan blando y se los llevó a la boca. Yogur con miel y café pusieron fin a la comida. Murat estaba disfrutando de lo lindo. Se sentía limpio, caliente, relajado y bien alimentado. Y también empezaba a sentirse muy tierno.

Retiraron los platos y empezó la diversión. Reclinado sobre los almohadones y abrazando a una muchacha con cada brazo, sonrió al ver que un grupo de perritos eran colocados en su sitio por su viejo amaestrador. También le divirtieron mucho tres mujeres malabaristas que hacían también acrobacia.

Entonces empezó a sonar música detrás de un biombo tallado. Seis doncellas con faldas y blusas rojas y doradas empezaron a bailar para él.

Bailaban bien, pero, de pronto, el ritmo de la música varió sutilmente y las seis jóvenes desaparecieron. En seguida apareció una danzarina velada, envuelta en sedas negra, plata y oro. Hizo sonar los tais de latón de sus dedos, desafiando a los músicos ocultos. Lenta y sensualmente, el cuerpo de la mujer osciló al compás de la música. El sultán comprendió, cuando la mujer desprendió la primera seda, que iba a representar la danza de los velos.

El primero había cubierto los cabellos, que eran, por sí solos, un velo largo, oscuro y brillante. El segundo y el tercero dejaron al descubierto la espalda y después los pechos. Blancos conos rematados de coral, de carne firme, se movieron provocativamente al ritmo del baile.

El sultán contuvo el aliento al observar las tentaciones gemelas e inclinarse hacia delante, sin darse cuenta en absoluto de que sus manos estrechaban afanosamente un seno perteneciente a cada una de sus acompañantes. Al excitarle más la bailarina sintió que el miembro se le endurecía y palpitaba debajo de la lujosa túnica. Pellizcó cruelmente los pezones, pero las jóvenes esclavas no se atrevieron a gritar, por miedo de disgustar a su dueño.

La música se hizo más insinuante y la danzarina retorció el hermoso cuerpo en una obvia imitación de una actitud pasional. Debajo de los brillantes velos que caían uno a uno, se hacían visibles las piernas. Al aumentar su deseo, Murat se preguntó quién sería ella y por qué no había bailado nunca, hasta entonces, para él. Debía de ser nueva en el harén. ¿Sería la cara tan bella como el cuerpo? Soltando la presa cruel sobre sus dos acompañantes y sentándose con las piernas cruzadas, dejó que su afán se apoderase completamente de él. Despidió a las dos doncellas con un ademán y se quedó solo con la misteriosa bailarina.

Empezó a aumentar la intensidad de la música. La danzarina giró y las sedas restantes se extendieron como los pétalos de una flor alrededor del tallo. La mujer se acercó, incitante, rozándole con las puntas de sus rollizos senos. El sultán percibió el calor de su adorable cuerpo y el olor de su perfume. Le resultaba sumamente familiar. Los ojos de la bailarina brillaban como joyas sobre el velo negro bajo la temblorosa luz de la lámpara, y Murat alargó los brazos. Ella le esquivó con una risa grave.

El sultán entornó los ojos amenazador amenté, pero entonces torció la boca en una sonrisa. La dejaría terminar el baile. Pero después… El cuerpo lascivo de la mujer osciló en los incitantes movimientos finales de la danza. De pronto, cayeron todos los velos restantes, salvo el que ocultaba el rostro, y ella se irguió, orgullosamente desnuda, ante Murat durante un momento, antes de agacharse sobre el suelo, en actitud de sumisión.

El se levantó, temblando de lujuria. Se acercó a la bailarina, la levantó y le arrancó el velo de la cara.

– ¡Adora! -exclamó, con incredulidad.

– ¿Te ha gustado mi señor?

El la empujó sobre los almohadones, se abrió la túnica y se lanzó encima de ella. Las cálidas manos de Adora le ayudaron a encontrar el camino. Él la penetró profundamente, estrujándole las nalgas.

– ¡Zorra! ¡Cariño! ¡Tentadora! ¡Malvada! ¡Zorra! -murmuró, redoblando sus ataques.

Ella se le entregó por completo, gozando con la pasión y la furia de Murat. Había estado demasiado tiempo sola y, si él tenía hambre de ella, Adora lo igualaba en su pasión. Sintió nacer un grito en el fondo de su ser y, pronunciando el nombre de su señor en un sollozo, se le rindió de una manera total.

Consciente de su rendición, pero completamente perdido en el calor y la dulzura de Adora, Murat gruñó de satisfacción y se dispuso a llegar al punto culminante. Ambos estaban tan excitados que el clímax cegador los dejó agotados y estremecidos.

Yacieron exhaustos, respirando agitadamente. Por fin Murat recuperó la voz.

– ¡Mujer! -dijo, enérgicamente-. Eres una fuente inagotable de sorpresas para mí. ¿Acaso tu variedad no tiene fin, Adora? En nombre de Alá, ¿dónde aprendiste a bailar así?

Ella rió entrecortadamente.

– Hace unas semanas estuvo en la ciudad un grupo de danzarinas egipcias. La primera bailarina, Leila, me enseñó aquí, en palacio. Dice que tengo un talento natural. ¿Te ha gustado de veras, mi señor?

– ¡Por Alá! ¿Y me lo preguntas?

– ¿Y violas de esta manera a todas las bailarinas que te gustan? -le pinchó ella.

– Ninguna mujer había bailado ante mí como lo has hecho tú, amada mía. No permitiré que dances ante nadie más. Ni siquiera mis invitados más distinguidos presenciarán jamás tu actuación.

La abrazó y la besó, introduciendo suavemente la lengua entre sus dientes para acariciar, para despertar, para avivar el fuego de la pasión. Ella suspiró profundamente y correspondió a su beso, suave y sumisa la boca, chupando, provocativa, la lengua de Murat.

Cuando al fin dejaron de besarse, ya sin aliento, él le murmuró al oído:

– No hay nadie como tú en el mundo, Adora. Eres única entre las mujeres, una piedra preciosa inestimable entre montones de granos de arena sin valor. A las otras las deseo de vez en cuando, porque el hombre necesita variedad. Pero a ti te quiero, cariño. No debo estar nunca sin ti.

Adora temblaba de alegría, aunque lo disimulaba. Murat no debía saber nunca lo vital que era para la propia existencia de Adora. Ella lo amaba ahora como no había querido jamás a ningún otro hombre, ni siquiera a su adorado Alejandro. Pero él no debía saberlo, pues podría emplear esta fuerza especial para dominarla. Se levantó de los revueltos almohadones y le tendió una mano.

– Ven a mi cama, mi señor -lo invitó suavemente-. Ven a mi lecho, mi amor. La noche es joven.

Con los ojos negros ardiendo como carbones encendidos, él la levantó en brazos, enterrando la cara acalorada en la maraña perfumada de sus cabellos de seda.

– ¡Mujer! -murmuró con voz ronca, y la transportó por el corto pasillo que juntaba sus patios-. ¡Mujer! ¡El recuerdo de esta noche me acompañará siempre, aunque viva cien años!

CAPÍTULO 20

Elena, emperatriz de Bizancio, miró con disimulada satisfacción a la mujer que tenía delante. Era baja, de grandes pechos colgantes. Elena la había observado en secreto en el baño y sabía que, debajo de las ricas vestiduras, se ocultaban unos muslos gruesos, un vientre caído y una cadera enorme. Tanto la blanquísima piel como los cabellos castaños y mates eran ásperos. Y aunque los ojos eran de un color topacio bastante bonito, parecían pequeños como los de un cerdo por culpa de las rollizas mejillas, que se había pintado de rojo en un vano intento de parecer joven. Llevaba una túnica de brocado púrpura, ribeteada de plumas de vencejo en el cuello y las mangas. Éstas eran abiertas y permitían ver, debajo, una tela de oro.