Era Mará, hija de un sacerdote griego llamado Sergio. Mará era madre del primer hijo de Murat, Cuntuz. Elena había tardado algún tiempo en localizar a Mará, pues, aunque era hija de un santo varón, también era una ramera, por naturaleza y por profesión. Murat no había sido su primer amante, aunque ella había sostenido siempre que era el padre de su hijo.
Expulsada de su pueblo, en la península de Gallípoli, por sus irritados padres, se había convertido en seguidora del ejército turco, y servía a cualquier hombre que pagase su precio. Su hijo se había quedado con los abuelos, que, aunque indignados por la moral de su hija, cuidaban del pequeño.
A Cuntuz le habían echado continuamente en cara el mal comportamiento de su madre, la calidad de infiel malvado de su padre y su propia condición de bastardo. Los chicos del pueblo habían sido despiadados. Y sus abuelos, no más considerados que los demás, le repetían constantemente lo afortunado que era de poder contar con su caridad. Lo obligaban a pasar mucho tiempo en la iglesia, rogando a Dios que perdonase la vergüenza de su propia existencia, condenase a sus malvados padres al fuego eterno del infierno y bendijese a sus maravillosos abuelos, que lo habían acogido en su hogar.
Cuntuz tenía ahora doce años y medio. De pronto, su madre, ricamente vestida y con la bolsa llena, se presentó para reclamarlo. El recordaba haberla visto solamente tres veces en su vida, la última de ellas hacía cuatro años. Apenas la conocía y no le gustaba. Pero colocado ante el dilema de permanecer con sus maledicientes abuelos, que no paraban de pedirle que recordase su alma inmortal y se quedase con ellos, o irse con su madre, quien le prometía que sería príncipe, la elección era fácil. Y lo fue todavía más cuando su madre, con ojo de buena conocedora, le dijo taimadamente: «Pronto serás un hombre, hijo mío, y cuidaré de que tengas muchas jóvenes hermosas que te satisfagan.» Últimamente, había sentido impulsos extraños que lo habían llevado a espiar a las doncellas del pueblo cuando se bañaban en un riachuelo próximo.
Él y su madre habían ido a Constantinopla, donde permanecieron varios meses en un pequeño palacio, como invitados de la emperatriz. Cuntuz había recibido lecciones de urbanidad elemental y un maestro de dicción había eliminado el acento áspero y pueblerino de su lenguaje. Y había hecho un amigo, el primero que tenía en toda su vida. Era el príncipe Andrónico, hijo mayor de la emperatriz, un joven de quince años.
Los muchachos llegaron a ser inseparables, para irritación de la emperatriz, que se veía obligada a apretar los dientes y aceptar la situación. Solamente la certeza de que pronto enviaría a Cuntuz y su madre con el padre de aquél, en Adrianópolis, evitó que Elena emprendiese alguna acción más firme. Consideraba que Cuntuz no era un compañero digno de su hijo.
Andrónico se parecía mucho a Cuntuz. Al crecer en la ciudad, había tenido más oportunidades de desarrollar la faceta desagradable de su naturaleza. No se parecía en nada a su guapo y simpático hermano menor, Manuel, que contraía amistades con facilidad. Andrónico apenas había tenido amigos. La franca admiración del nuevo muchacho lo conquistó.
El día que Cuntuz cumplió trece años, el príncipe Andrónico llevó a su nuevo amigo a un burdel selecto. Allí, el muchacho se hizo hombre. Un hombre que, como su amigo leal, era aficionado a la crueldad y a la perversión. Los muchachos empezaron a pasar cada vez más tiempo en las casas de lenocinio de la ciudad. A solas, cada uno era inofensivo; pero juntos se volvían peligrosos, pues su crueldad no tenía límites. Su llegada, cada noche, a una casa de placer podía poner terriblemente nerviosa a la dueña, que se preguntaba si perdería alguna de sus chicas. Andrónico y Cuntuz hacían de la vida una tortura insoportable para las jóvenes prostitutas de Constantinopla, pues nunca iban a la misma casa dos noches seguidas y nadie sabía dónde cometerían la siguiente maldad. Afortunadamente, antes de que pudiesen matar a alguien, Cuntuz tuvo que viajar a Adrianópolis.
Ahora estaba con su madre delante de la emperatriz. Se dijo que Elena tenía unas bellas y grandes tetas. Se preguntó qué sentiría chupando aquellos pechos y después mordiendo con fuerza los pezones, haciéndola gritar con el terrible dolor que le causaría. Permaneció callado, desnudando mentalmente a su benefactora real y preguntándose si sería verdad lo que decían de ella. Se la imaginaba doblada por la cintura, suplicando piedad mientras él levantaba ronchas en su redondo y suave trasero con un látigo. Entonces, cuando sus rollizas y lindas mejillas se pusiesen coloradas le daría por detrás. Sintió que su miembro se endurecía debajo de su elegante vestidura.
Observando la lascivia no disimulada en el rostro del muchacho, Elena comprendió más o menos lo que estaba pensando y se preguntó si valía la pena arriesgarse. Si Juan se enteraba, le costaría caro. Pero si se andaba con mucho, muchísimo cuidado, no lo descubriría. En este mismo palacio había una habitación secreta y sin ventanas, provista de un diván para tales ocasiones. El chico y su madre se marcharían por la mañana. Tal vez… ¡No! ¡Sí! Más tarde haría que le llevasen el muchacho para unas pocas horas. Había oído decir que era insaciable. Se obligó a concentrarse en lo que estaba diciendo la madre idiota del muchacho.
– ¿Estáis segura -preguntó Mará, con voz temblorosa-de qué Murat nos recibirá bien en Adrianópolis?
– ¡Desde luego! -respondió vivamente Elena. Dios mío, aquella mujer la volvía loca-. ¿Cuántas veces he de decirte que estará encantado de tener a Cuntuz a su lado? Sus otros hijos son muy pequeños. Murat, como guerrero, está en constante peligro de que lo maten. ¿Crees que si esto ocurriese los otomanos recibirían de buen grado los llorones hijos de mi hermana como herederos de Murat? Preferirían con mucho a Cuntuz, que ya es casi un hombre adulto. Entonces tu hijo podría asegurar su propia sucesión a la manera otomana, estrangulando a sus hermanastros. Y tú, querida Mará, serás una mujer muy poderosa cuando tu hijo suceda a su padre en el trono.
Mará se humedeció nerviosamente los labios.
– El sultán Murat no ha visto nunca a mi hijo. Cuando le dije que estaba preñada me dio dinero, pero nunca volví a verlo. Ni siquiera reconoció al muchacho.
– Tampoco lo ha negado -adujo Elena-. Tranquilízate, mi querida Mará. Todo irá bien. Y si, Dios no lo quiera, Murat te despidiese, siempre habrá un sitio para ti entre mis damas. Tienes mi protección.
Fue una promesa fácil de hacer, pues Elena no creía que el sultán los despidiese. Y si lo hacía, sería con una renta. Y Teadora habría sufrido un daño. ¡Su hermana no se sentiría entonces tan satisfecha!
La emperatriz se levantó y sonrió a la gorda mujer.
– Ahora me despediré de ti, amiga mía, pues tendrás que partir temprano por la mañana. Príncipe Cuntuz, si quieres visitarme dentro de una hora, te daré las últimas instrucciones sobre cómo has de comportarte en la corte otomana.
Y Elena salió de la habitación.
Cuando se hubo marchado, Mará se volvió a su hijo. ^ -Desde luego, lo que quiere esa zorra es un revolcón contigo.
Él sonrió.
– Le haré pasar un rato que tardará en olvidar, querida madre. Se arrastrará pidiendo misericordia cuando haya acabado con ella. Asegúrate de ser igualmente amable con mi amigo Andrónico. Jura que eres la mejor pieza que ha tenido jamás, Jyle dice que haces con la boca cosas maravillosas que pueden enloquecer a un hombre.
– Una alabanza insignificante proviniendo de un chico de quince años -replicó agriamente Mará-. No quemes todos tus puentes con la emperatriz, Cuntuz. A pesar de lo que ella dice, es posible que tengamos que volver aquí. En realidad, no creo que el sultán nos reciba de buen grado. Pero lo intentaré por ti, pues te lo debo.