– ¿Soy realmente hijo suyo?
– Creo que sí. Cuando un hombre me trataba como él, no me iba con otro. Incluso llegué a imaginar que estaba enamorada de Murat. Ay, Cuntuz, hubieses debido verme entonces. Era una chiquilla de bellos pechos y piel como la mejor seda blanca de Bursa. ¡Un hombre podía rodearme la cintura con las manos!
Él la miró con incredulidad. No podía imaginarse que esta montaña de carne hubiese sido delgada y deseable. Pero en aquel tiempo debía de tener algo más que un sexo bien dispuesto para atraer a su padre, aunque fuese por tan poco tiempo. En todo caso, le disgustaba menos que cuando habían unido por primera vez sus fuerzas. Pensaba realmente que ella había tratado, como estaba haciendo ahora, de escoger lo mejor para él. Dio unas torpes palmadas en la enjoyada mano.
– Será mejor que salgamos ahora, madre, o llegaremos tarde a nuestras citas.
Una semana después, el sultán Murat se encontró delante de un hijo casi adulto y de la madre de este hijo. Ni siquiera recordaba su existencia. La campesina que había tenido para su placer en la península de Gallípoli había carecido de importancia para él. Le había atraído con sus ojos dorados y sus grandes senos. Conocía a otros hombres y a él le tenía sin cuidado que le fuese infiel. Sencillamente, la tenía a su disposición cuando lo deseaba. Esto había bastado, pues estaba desesperado por la terrible pérdida de Adora en brazos de su padre. Cuando Mará le anunció su maternidad inminente, no lo discutió, sino que le dio dinero para librarse de ella y buscó una compañía menos comprometedora. Ni siquiera se había enterado del sexo de la criatura, ni de si vivía o había muerto. Le importaba demasiado poco para averiguarlo.
Desde el principio, el hombre y el muchacho no se cayeron bien. Murat miró a Cuntuz. El chico era blando, inculto. Su boca mostraba ya señales de disipación. Los ojos eran crueles y huidizos. Cuntuz miró a su «padre» y vio a un hombre duro y triunfante cuyas hazañas jamás podría igualar. Odió a Murat por esto.
El sultán no quiso confirmar ni negar su paternidad. Tampoco nombró a Cuntuz su heredero legal. Esta posición correspondía al príncipe Bajazet, de cuatro años, seguido de sus hermanos gemelos. Para fortalecer su decisión, Murat llamó a los ulemas, los legisladores musulmanes, para que comentasen su juicio y lo confirmasen o rechazasen. Aceptaría su decisión. Después de una larga y cuidadosa consideración, los ulemas estuvieron de acuerdo con el sultán. No deseaban sembrar dudas sobre el nacimiento de un niño inocente, pero la reputación de Mará era muy dudosa. Nadie, ni siquiera su madre, podía estar absolutamente segura de la paternidad de Cuntuz. Y en lo concerniente a la estirpe de Osmán, no podía existir la menor duda. El príncipe Bajazet fue confirmado como heredero de su padre.
El sultán convino en conceder una pensión a Mará; pero ésta debía volver a Constantinopla. No había sitio para ella en Adrianópolis. Murat rió para sus adentros. Adora y su harén estaban sólidamente unidos por primera vez desde que él era sultán. Adora sabía muy bien quién había enviado a Mará y Cuntuz ante Murat. Y le indignó que su propia hermana tratase de sustituir al hermoso e inteligente pequeño Bajazet por aquel muchacho horrible que la había desnudado con la mirada en las dos ocasiones en que se habían visto. Adora se negaba a creer que Murat hubiese engendrado un hijo semejante.
Las otras mujeres del harén no querían, simplemente, más competencia. Adora era suficiente.
Cuntuz permanecería en Adrianópolis. Siempre existía la posibilidad de que fuese hijo de Murat, y éste creía que debía algo al muchacho si esto era verdad. Cuntuz recibiría educación académica y militar. Si tenía talento, tal vez podría ser útil al Imperio.
Cuntuz no quería quedarse. Deseaba volver a Constantinopla y reemprender su vida de borracheras y mujeres, con su amigo el príncipe Andrónico. Pero su madre lo desengañó rápidamente.
– Con el dinero que me dará tu padre podré inaugurar mi propia casa de placer -dijo Mará a su hijo-. Sé lo que gusta a los hombres y a las mujeres de Bizancio, y satisfaré sus gustos. Ya no hay sitio para ti en mi vida. Quédate con el sultán y tu fortuna está hecha. Si no te conviene mi plan, puedes volver con tus abuelos. No creo que esto te divierta.
– Puedo quedarme con Andrónico -replicó el muchacho-. Es mi amigo.
– ¡No seas tonto! -replicó su madre-. ¿Crees que la emperatriz permitirá que continúe esta relación, si no le eres de utilidad? Si has venido aquí, ha sido por ella. O te quedas o vuelves con tus abuelos.
En realidad, no podía elegir. Cuntuz se quedó. De mal grado, pues el sultán había dado órdenes de que lo trataran como a cualquier otro muchacho en la escuela del palacio. Así, lo azotaban por sus errores, que menudeaban. Y así concibió, el ya malévolo muchacho, un odio brutal contra el sultán Murat y los hijos reconocidos de éste.
Cuntuz tenía que esperar la hora propicia. Pero era joven y, en definitiva, llevaría a cabo su venganza.
CAPÍTULO 21
El zar de los búlgaros había muerto a una edad muy avanzada, y había dejado a sus tres hijos mayores peleando entre ellos por su reino. El príncipe Lazar dominaba en el norte. El príncipe Vukashin en el sur. Entre los dos encontrábase su hermano mayor, Iván, quien consideraba que todo le pertenecía a él.
Al otro lado de los Balcanes, el sultán esperaba a ver cuál de ellos le pediría ayuda. Cuando lo hicieron todos, calculó cuidadosamente las posiciones de cada cual y decidió que, cuando llegase el momento de elegir, se inclinaría por el mayor, el príncipe Iván, Vukashin era un mal general. Murat lo derrotó y anexionó rápidamente la parte sur del reino del difunto zar.
El príncipe Lazar se encontraba ahora bajo el asedio de un ejército de cruzados húngaros que, con la bendición del papa, trataban de apoderarse de su reino. Doscientos mil búlgaros fueron convertidos a la fuerza por los franciscanos del rito ortodoxo al latino. El sultán atacó y fue bien recibido por los perseguidos búlgaros, como el salvador que restablecería su libertad de culto. Y así lo hizo…, bajo sus condiciones acostumbradas. Los búlgaros estaban demasiado contentos de librarse de los secuaces de la Iglesia latina para preocuparse de que sus hijos pudiesen ser reclutados como jenízaros.
El zar Iván se encontró libre de rivales, pero enfrentado a un formidable adversario. Continuaría reinando, aunque bajo
las condiciones del sultán Murat. Siguiendo el ejemplo de los emperadores de Bizancio, Iván se convirtió en vasallo del otomano. Su hija, Tamar, ingresó en el harén del sultán.
Sabedor de que Murat amaba a Adora, Iván imitó a los bizantinos. La dote de Tamar sería pagada en oro, pero sólo cuando la unión diese fruto. Siempre cabía la posibilidad de que su hija suplantase a Teadora. Pero, si no ocurría así, tendría al menos un hijo para consolarla.
Teadora se enfureció cuando se enteró de que Murat había aceptado las condiciones del zar búlgaro, pero trató de disimular su cólera. La muchacha podía convertirse en una seria rival. No era una doncella corriente de harén, sino una princesa, como ella misma.
Adora se miró al espejo de cristal veneciano que le había regalado Murat al nacer los gemelos. Sus cabellos eran todavía oscuros y brillantes, con reflejos dorados rojizos; sus ojos conservaban el bello color amatista purpúreo, y su piel era blanca y tersa. Pero suspiró, había cumplido veintinueve años y la princesa Tamar tenía solamente quince. ¡Dios mío! ¡Su rival era de la misma edad que su hijo Halil!
Sólo podía esperar que la muchacha fuese mal parecida. De lo contrario, ¿cómo podría ella competir con la juventud? Adora tenía sus dudas. Murat, que estaba en la mitad de los cuarenta, se acercaba a una edad peligrosa. ¿Seguiría amándola después de las noches que pasara en la cama de la joven? Sintió que rodaban lágrimas por sus mejillas.