Entonces llegó Murat, vio las lágrimas y presumió el motivo.
– No, paloma -dijo, haciendo que se volviese para acunarla en sus brazos. Ella protestó débilmente, tratando de volver la mojada cara-. Adora -y el sonido de aquella voz grave y acariciadora le produjo un escalofrío-, es un convenio político. El zar Iván espera mantenerme a raya, valiéndose de su hija. Difícilmente podía rechazar el ofrecimiento.
– ¿Por qué? -murmuró ella, llorosa-. Tienes un harén lleno de mujeres. ¿Necesitabas realmente otra?
El se echó a reír.
– ¡Habría sido una descortesía por mi parte rechazar a la hija del zar!
– ¿Es hermosa?
– Sí -respondió sinceramente él-. Es muy joven y muy bonita. Pero no es de mi gusto, no es mi amor. Tú eres mi único amor, Adora.
»Sin embargo, cumpliré mi palabra. Llevaré esta doncella a mi cama y la tendré allí hasta que se hinche con mi simiente. Entonces cobraré la dote. Necesitamos todo el oro que podamos reunir, Adora. Construir un imperio resulta caro.
»Y tendrás que ayudarme, paloma. No te enemistes con Tamar. No es necesario que seas su amiga, si no lo deseas; pero mantente en una posición desde la que puedas vigilarla, pues no me fío del zar. Creo que envía a su hija para espiarme.
»Para que no surjan dudas sobre tu posición en mi vida y en mi casa, he preparado un decreto que se publicará el día en que acepte a Tamar en mi casa. Te eleva a la categoría de baskadin. Ya he nombrado herederos míos a tus hijos.
Ella le echó los brazos al cuello y lo besó apasionadamente.
– ¡Gracias, mi señor! ¡Oh, gracias! ¡Te amo tanto, Murat!
Él le dirigió una sonrisa infantil.
– Yo también te amo, paloma.
Y era verdad. La había esclavizado, pero ella no se había humillado. Como una flor después de una tormenta, siempre se erguía para brillar de nuevo. Era su magnífica y orgullosa princesa, y no quería más compañera que ella.
Sin embargo, era otomano y llevaría a Tamar de Bulgaria a su cama. Aunque volvería a Adora, Tamar sería una deliciosa diversión. Recordó el día en que la había visto por primera vez. Había entrado en Veliko Turnovo, la capital de Iván, al frente de un gran ejército. El mensaje para los búlgaros fue claro.
Durante aquella visita, Iván ofreció su hija a Murat. Los dos estaban sentados en un pequeño salón del castillo del zar. La habitación estaba iluminada con velas de cera pura que proyectaban una suave y agradable luz dorada. Entró una muchacha, seguida de una vieja. Al principio, Murat no le vio la cara, pues la niña mantenía modestamente inclinada la cabeza. Las dos permanecieron de pie en silencio ante los hombres, y el zar hizo una señal con la cabeza. La vieja desprendió la capa de terciopelo que cubría a la muchacha. Tamar se quedó desnuda ante su padre y su presunto señor.
– Es perfecta -espetó rudamente el zar.
Murat abrió los ojos sólo lo suficiente para mostrar su interés, pero no dijo nada. Le sorprendía que el zar encomiase de aquella manera los encantos de su hija. Evidentemente, Iván ansiaba colocarla en la casa de Murat.
– Niña, levanta la cabeza y deja que el sultán te vea la cara -ordenó Iván.
Tamar obedeció y Murat quedó agradablemente impresionado. La cara de la muchacha era ovalada y blanca, sonrosada en las mejillas. Los ojos protegidos por espesas pestañas de color de oro viejo, bajo unas cejas delicadamente arqueadas y de un castaño dorado, eran grandes y también de color castaño. Pero carecían de expresión. Era como si la niña se hubiese desentendido de todo lo que le sucedía. La nariz era pequeña y recta. La barbilla tenía un delicado hoyuelo. La boca roja era grande y bien formada.
Mantenía alta la cabeza, y él resiguió con la mirada el cuello de cisne hasta los pequeños y redondos pechos, con sus pezones rosados, duros y encogidos bajo el frío de la habitación, como capullos cerrados. El ombligo era redondeado; la cintura, fina; las caderas, anchas, las piernas, esbeltas y bien formadas, con pies pequeños y arqueados. Sin que nadie se lo dijese, la niña giró ahora lentamente hasta darles la espalda. Ésta era larga, bella y suave, y terminaba en un pequeño y rollizo trasero, con hoyuelos.
La vieja arpía que cuidaba de la doncella le soltó los cabellos, que resbalaron sobre la espalda hasta el suelo. Murat se quedó realmente impresionado. Los cabellos de Tamar tenían el color del sol de abril y el sultán no había visto nunca nada parecido. Eran espesos y brillantes y caían en suaves ondas. Incapaz de contenerse, Murat se levantó y se acercó a la niña. Alargó una mano y acarició la lustrosa mata. Al tomarlos entre los dedos, sintió la increíble textura de los cabellos. Eran suaves como la flor del cardo, pero no demasiado finos. ¡Maldición! ¡El zar era un viejo zorro! Desde luego, él no amaría nunca a aquella joven, pero ahora ansiaba adueñarse de ella y de aquellos fabulosos cabellos.
– ¿Es virgen? -preguntó, sin pensarlo. El zar sonrió y asintió con un gesto. Irritado por el aire de superioridad de Iván, Murat dijo brutalmente:
– Tendré que comprobarlo. Antes de que me acueste con la muchacha, mi médico árabe dictaminará sobre la cuestión. Y estad seguro de que también yo puedo distinguir a una verdadera virgen. No me dejo engañar por el llanto y por las demostraciones falsas de dolor. Por consiguiente, Iván, debéis ser sincero conmigo. Si vos o vuestra hija me engañáis, la entregaré a mis soldados cuando haya terminado con ella.
La niña palideció, jadeó y se tambaleó. Sosteniéndola antes de que cayese al suelo, Murat fue incapaz de resistir la tentación de acariciar un pequeño seno. Tamar se estremeció primero y, después, enrojeció confusa. Esto dijo a Murat lo que quería saber. Aunque haría que el médico lo comprobase, estaba seguro de que la niña era virgen.
Ahora había llegado el día de que Tamar entrase en el harén del sultán Murat. Como venía en calidad de concubina y no de esposa, su recibimiento fue sencillo. Cuando se apeó de su litera, no la saludó el sultán, como había esperado, sino una joven hermosa y ricamente ataviada.
– Bienvenida al serrallo de la isla, Tamar de los búlgaros. Yo soy Teadora de Bizancio, la baskadin del sultán.
– Yo esperaba que me recibiese el sultán -replicó groseramente Tamar.
– Y lo habría hecho si fuese un príncipe cristiano o si vinieseis como su esposa. Pero, ¡ay!, los sultanes musulmanes tienen costumbres diferentes, y nosotras, las pobres princesas cristianas que somos enviadas a un concubinato político tenemos que aprender a soportarlas. -Rió y le rodeó la cintura con un brazo-. Venid, querida. Apuesto a que estáis cansada, hambrienta y tal vez incluso un poco asustada. Tendréis una bella y espaciosa residencia propia en el harén. Pero primero necesitáis un baño para quitaros el polvo del viaje, una buena comida caliente y una noche de descanso. Tamar se desprendió del amistoso brazo.
– ¿Dónele está el señor Murat? ¿Cuándo lo veré? ¡Exijo que me lo digáis!
Teadora asió firmemente a la muchacha de la mano y tiró de ella hacia la intimidad de su propio salón en el Patio de los Enamorados. Allí le soltó la mano, se enfrentó a la niña y dijo enérgicamente:
– Creo que es hora de que os enfrentéis a la realidad de vuestra situación, querida. No sois esposa del sultán. Seréis una de sus muchas concubinas. El sultán Murat no tiene esposa, y nunca se casará. Tiene un harén para satisfacer sus caprichos. Y tiene una kadin. Una kadin, Tamar, es una doncella que le ha dado hijos y a quien el sultán desea honrar.
»Yo soy la kadin de mi señor. Su única kadin. Mis hijos, Bajazet, Osmán y Orján, son los herederos de Murat. Quisiera que fuésemos amigas, pues la felicidad de mi señor es mi primer deber. Pero sabed, Tamar, que en el harén sólo la palabra del sultán vale más que la mía.
»Veréis a nuestro señor Murat cuando él lo desee, no antes. No debéis exigir nada, solamente el sultán puede exigir. Mi señor creyó que estaríais agotada y ordenó que descansarais esta noche.