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– Siéntate, Tamar -ordenó.

– Prefiero estar de pie -murmuró la muchacha.

– ¡Siéntate! -Al ver el semblante colérico de Adora, Tamar obedeció-. Ahora, Tamar, creo que es hora de que pongamos en claro la situación. Desde el momento en que entraste en la casa de nuestro señor Murat, te he tratado amablemente. Te he ofrecido mi amistad. Tal vez hay algo en mí que impide que seamos amigas, pero no hay motivo para esta hostilidad y esta descortesía. Dime qué te inquieta. Tal vez, juntas, podremos aliviar tu sufrimiento.

– No lo entenderías.

– No puedes saberlo, si no me dices lo que es -y Adora sonrió, para animarla.

Tamar le dirigió una mirada iracunda y, entonces, brotaron a chorro las palabras.

– Yo fui educada para ser esposa de un noble cristiano. Para amarlo. Para ayudarlo en todo. Para darle hijos. Para ser su única castellana. En vez de esto, me han enviado al harén de un infiel. Muy bien, me dije, si es ésta la voluntad de Dios la aceptaré dócilmente, como una buena hija cristiana. Pero lo que no puedo aceptar es que, en mi noche de bodas, en el momento culminante de nuestra pasión, ¡Murat gritase tu nombre! ¡Y no sólo una vez! Esto no lo perdonaré nunca a ninguno de los dos. ¡Nunca!

¡Oh, Dios mío!, pensó Adora, con el corazón en un puño. ¡Qué innecesariamente había sido herida Tamar! Y por lo visto, Murat estaba todavía preocupado por su virginidad. El hecho de que la hubiese perdido con otro aún le dolía. Alargo una mano y tocó el brazo de la niña. Tamar, con los ojos húmedos, la miró furiosamente.

– Sé que no servirá de nada -dijo suavemente Adora-, pero lamento mucho que hayas sufrido por mi causa. Pero debes perdonar a Murat, Tamar. Parece que lo persigue el fantasma de algo que no se puede cambiar; pero es un buen hombre y sentiría mucho haberte ofendido.

– Tienes razón -dijo amargamente Tamar-, tus palabras no me ayudan. Puedo comprender que él te ame. Eres hermosa y estás segura de ti misma. Pero ¿por qué no puede amarme también un poco? -gimió-. ¡También llevo un hijo suyo en mi seno!

– Tal vez lo haría si dejases de gruñir a todo el mundo. Dale tiempo, Tamar. Yo conozco a mi señor Murat desde que era más joven que tú. Fui la última y más joven esposa de su padre. Salí de Bizancio siendo todavía una niña. Me habían casado por poderes con el sultán Orján en Constantinopla. Igual que tú, no tuve que renunciar a mi religión. Y hasta que fui lo bastante mayor y el sultán me llevó a su cama, viví en el convento de Santa Catalina, en Bursa. El hermano menor de Murat, el príncipe Halil, es hijo mío. Cuando murió el sultán Orján, me casé con el señor de Mesembria y, cuando éste murió, el sultán Murat me brindó su favor.

– Habiendo sido una esposa, ¿te convertiste en una concubina? -preguntó Tamar, incrédula.

– Sí.

– Pero ¿por qué? Seguramente, si el emperador Juan hubiese insistido, el sultán Murat se habría casado contigo. Adora rió tranquilamente.

– No, Tamar, no lo habría hecho. No tenía por qué hacerlo, ¿sabes? Al principio, los otomanos se casaban legalmente con nobles cristianas para obtener ventajas políticas. Pero, ahora, el otomano es más poderoso que los cristianos que lo rodean y, aunque puede llevarse a sus hijas a la cama como un soborno, no siente la necesidad de casarse formalmente con ellas.

»Mi cuñado, el emperador Juan, es mucho más vasallo de Murat que tu padre, el zar Iván. Tamar pareció desconcertada.

– ¿Cómo soportas esta situación? -preguntó.

– En primer lugar -respondió Adora-, amo a mi señor

Murat. En segundo lugar, practico diariamente mi fe, lo cual me da fuerza. Acepto el hecho de que no soy más que una mujer y de que son los hombres quienes gobiernan el mundo No creo que Dios nos haga responsables de la situación en que nos han colocado nuestras familias. Al obedecerlas, nos comportamos como buenas hijas cristianas. Si lo que ellos han hecho está mal, son ellos quienes deberán sufrir, no nosotras.

– Pero ¿debemos gozar en nuestra situación, Adora?

– No veo por qué no hemos de hacerlo, Tamar. Después de todo, si no nos mostramos complacientes y amantes disgustaremos al sultán, que es un hombre muy intuitivo. Esto lo indispondría con nuestras familias, que nos enviaron aquí para complacerlo. Tenemos el deber de disfrutar de nuestra vida en la casa de nuestro señor Murat.

Si el sultán hubiese oído la conversación de Adora con Tamar se habría reído al principio y después la habría acusado de ser una griega tortuosa. Si había algo que Adora no aceptaba, era la creencia de que las mujeres fuesen inferiores a los hombres.

Pero si Murat no oyó la conversación, en cambio se benefició de ella. Tamar se había tomado en serio las palabras de Adora, y la joven búlgara asumió una actitud muy diferente.

Era más brillante que las bellezas del harén, pero tenía muy poca inteligencia y era, por consiguiente, un juguete en manos del astuto Murat. A éste le encantaba gastarle bromas, sólo para ver cómo se ruborizaba Tamar de graciosa confusión. Ella empezó a tratar al sultán como a un semidiós. Esta actitud complacía a Murat, pero enfureció a Adora, sobre todo cuando Murat empezó a referirse a Tamar como su «gatita» y a ella como su «tigresa».

Además, al avanzar en su preñez, Adora adquirió forma de pera, mientras que a Tamar casi no se le notaba su estado.

– Parece como si se hubiese tragado una aceituna -dijo Adora, malhumorada, a su hijo Halil-, mientras que yo parezco haberme comido un melón gigantesco.

El se echó a reír.

– Entonces, no creo que sea el momento adecuado para anunciarte que vas a ser abuela.

– ¡Halil! ¿Cómo has podido? ¡Sólo tienes dieciséis años!

– Pero Alexis tiene casi dieciocho, madre, y está ansiosa de que fundemos nuestra familia. Es una criatura tan adorable que no podía rechazarla. Y francamente -prosiguió, haciendo un guiño-me gustó satisfacerla llenando su panza. -Se agachó para esquivar un sopapo-. Además, yo tenía la edad de Bajazet cuando tú tenías dieciocho años.

Teadora se estremeció.

– Procura -dijo, apretando los dientes-no informar a tu medio hermano del estado de tu esposa. Tu situación en la vida todavía depende en parte de mi favor con Murat. Ya es bastante difícil tener que competir con una niña tonta de dieciséis años, para que mi señor deba enterarse de que voy a ser abuela. ¡Dios mío, Halil! ¡Todavía no he cumplido treinta años! Mis hijos pequeños sólo tienen cinco y tres y medio. Gracias a Dios, tú vives en Nicea y no aquí en Adrianópolis. Al menos no tendré que recordar a diario tu perfidia. -Entonces, viendo la expresión afligida de su hijo, suavizó el tono de su voz-. ¡Oh, está bien, Halil! ¿Cuándo nacerá la criatura?

– Dentro de siete meses, madre.

– ¡Bien! Entonces yo habré dado ya otro a mi señor. Le hablaré de tu hijo cuando esté criando al mío. Entonces la cosa no parecerá tan mala.

Halil se echó a reír.

– Conque llevas otro muchacho, ¿eh?

– ¡Sí! Yo sólo doy a luz a hijos varones -declaró orgullosamente ella.

Pero en esta ocasión no había de ser así. Adora dio a luz una mañana de verano desacostumbradamente inclemente y lluviosa. Y era una niña. Peor aún, los pies de la criatura salieron primero y sólo la habilidad de Fátima la Mora salvó a la madre y a la pequeña. Como de costumbre, el nacimiento fue presenciado por las mujeres del harén. Cuando se anunció al fin el sexo de la criatura, Tamar sonrió triunfante y cruzó satisfecha las manos sobre el vientre. Débil como estaba, Adora experimentó el fuerte deseo de levantarse de la cama y arañarle la cara.

Más tarde, la arrebujaron en su cama y le llevaron a su hija. Pero ella ni siquiera quiso mirarla.

– Buscadle una nodriza -ordenó-. Yo sólo amamanto a príncipes, ¡no a mocosas!

La pequeña se estremeció como si sintiese su rechazo. Teadora suavizó la expresión de su semblante. Levantó poco a poco la manta y miró a la cara a su hija recién nacida. Era una cara suave, en forma de corazón, con dos grandes y bellos ojos azules orlados de espesas pestañas. También tenía la cabeza cubierta de espesos y brillantes rizos de un castaño oscuro, una boca como un capullo de rosa y una extraña marca de nacimiento en la parte superior del pómulo izquierdo: una pequeña media luna oscura y, encima de ella, un diminuto lunar en forma de estrella.