Esta era una cosa en la que Adora y Tamar estaban de acuerdo: a ninguna de las dos les gustaba Cuntuz. En una ocasión en que Murat se había ausentado momentáneamente, llamado por un mensajero, Adora se había dirigido a su débilmente iluminada antecámara y encontró a Cuntuz cerrándole el paso. Al ver que no se apartaba a un lado, ella dijo pausadamente:
– Déjame pasar, Cuntuz. -Debéis pagarme un peaje -se burló él. Adora sintió que ardía la cólera en su interior. -¡Apártate! -silbó.
Él alargó una mano y le agarró el pecho derecho, apretándolo con tanta fuerza que Adora esbozó una mueca de dolor. La mujer entornó amenazadoramente los ojos.
– Quítame la mano de encima -ordenó fríamente, obligándose a permanecer inmóvil y erguida-, o contaré a tu padre este incidente.
– A vuestra hermana Elena le gustaba que le hiciese esto -murmuró él en voz baja-. En realidad le gustaba cuando yo… -Y empezó a citar perversiones tan indignas que Adora casi se desmayó. Pero en vez de esto, permaneció absolutamente inmóvil. Él terminó, preguntando brutalmente-: ¿No os gustaría probar estas delicias? -Ella le dirigió una mirada fría.
Por un instante, se observaron fijamente. Entonces Cuntuz la soltó.
– No se lo diréis a mi padre -dijo, presuntuoso-. Si lo hicieseis yo lo negaría y diría que tratáis de desacreditarme.
– Ten la seguridad, Cuntuz -dijo serenamente ella-, que, si lo digo a mi señor Murat, me creerá.
Entonces pasó por delante del joven. A su espalda, los ojos de Cuntuz brillaron de odio, pero ella no podía verlo.
Varios días más tarde, Adora buscó a sus hijos a última hora de la tarde. Le dijeron que habían salido a caballo con Cuntuz. Sintió un escalofrío de aprensión y corrió al encuentro de Alí Yahya. Una compañía de jenízaros fue enviada en busca de los príncipes. Al cabo de una hora de cabalgar por los montes, encontraron a Cuntuz, quien dijo que habían sido atacados por unos bandidos. Sus tres hermanos menores habían caído prisioneros y él había logrado escapar. Dijo que la pista estaba clara y que él volvería al Serrallo de la Isla para buscar refuerzos. Como no tenían motivo para dudar de él, los jenízeros lo dejaron marchar.
La pista era reciente y, como era a finales de primavera, todavía había luz. En ninguna parte pudieron encontrar los jenízaros huellas de más de cuatro caballos. Y cuando encontraron los de los tres jóvenes príncipes, caminando sueltos, los soldados empezaron a sospechar.
– ¿Creéis que los ha matado? -preguntó el segundo en el mando.
– Probablemente -dijo el capitán, frunciendo el ceño-, debemos encontrarlos antes de volver. No podemos regresar sin los cuerpos como prueba.
Estaba oscureciendo y se detuvieron para encender antorchas y poder seguir la pista. Al final, las vacilantes luces los condujeron a un claro pedregoso, en un pequeño monte. Allí encontraron a los niños. Los habían desnudado y atado a estacas bajo el frío aire de la noche. Sus jóvenes cuerpos habían sido azotados con un látigo con la punta de metal, lo cual les produjo varias heridas sangrantes que, tarde o temprano, habrían atraído a los lobos. También los habían rociado con agua helada de un arroyo próximo.
El pequeño Osmán había muerto. Orján, su hermano gemelo, yacía inconsciente. Pero Bajazet conservaba el conocimiento, temblaba y estaba furioso consigo mismo por haberse dejado engañar por su hermanastro mayor.
Los jenízaros encendieron una hoguera, encontraron la ropa de los muchachos y los vistieron rápidamente. Después de acercarlos a las fuertes llamas, les frotaron las manos y los pies para estimular la circulación. Orján siguió inconsciente, a pesar de sus esfuerzos. Pero Bajazet no podía parar de hablar y, cuando un jenízaro observó que el príncipe muerto tenía una moradura en un lado de la cabeza, el muchacho dijo de corrido:
– Cuntuz le dio una patada cuando Osmán lo maldijo por lo que nos estaba haciendo. Mi hermano nunca volvió a hablar. Aquel maldito engendro de una ramera griega se jactó de que, muertos nosotros, envenenaría al pequeño Yacub y cuidaría de que culpasen a nuestra madre. Dijo que nuestro padre no tendría más remedio que nombrarlo su heredero. ¡Debemos volver al Serrallo de la Isla!
– ¿Podemos trasladar al príncipe Orján, Alteza? -preguntó el capitán jenízaro.
– ¡Debemos hacerlo! Aquí no se podría calentar. Necesita los cuidados de nuestra madre.
Era mucho más de medianoche cuando regresaron al Serrallo de la Isla. El príncipe Yacub, de cinco años, estaba a salvo: el príncipe Cuntuz no había vuelto al palacio para llevar adelante sus planes. Adora tendría que contener su dolor por la muerte de Osmán hasta que hubiese atendido a su gemelo. Pero, al amanecer, Orján abrió los ojos, sonrió a sus padres y a Bajazet y dijo:
– Tengo que irme, madre. Osmán me llama.
Y antes de que alguno de ellos pudiese decir una palabra, el niño murió.
Por un momento, todo quedó en silencio. Entonces, Adora empezó a gemir. Abrazando los cuerpos de sus dos hijos gemelos, lloró hasta que creyó que no le quedaban lágrimas; pero lloró de nuevo. Murat no se había sentido nunca tan impotente en su vida. También eran sus hijos, aunque no los había llevado dentro de su cuerpo ni amamantado.
– Los vengaré, lo juro -prometió.
– Sí -sollozó ella-, véngalos. Esto no me devolverá a mis hijos, ¡pero los vengará!
Y cuando él se hubo marchado, llamó a su hijo superviviente.
– Escúchame, Bajazet. Esta tragedia podría animar a Tamar a actuar contra ti, pero cuidaré de que estés protegido. Algún día serás sultán y, cuando llegue la hora, no debes permitir que la compasión te domine. Destruirás inmediatamente a tus rivales, sean quienes fueren. ¿Me entiendes, Bajazet? ¡Nunca debes volver a sentirte amenazado!
– Lo entiendo, madre. El día que me convierta en sultán, Yacub morirá antes de que pueda levantarse contra mí. ¡Este Imperio no será nunca dividido!
Tomando al muchacho en brazos, Teadora empezó a llorar de nuevo.
Bajazet miró tristemente por encima del hombro de su madre los cuerpos de los gemelos.
Poco a poco y en silencio, rodaron las lágrimas sobre las mejillas del muchacho. No, prometió en silencio, no lo olvidaría nunca.
CAPÍTULO 23
El príncipe Cuntuz huyó a Constantinopla, donde pidió asilo a la emperatriz. Los fríos ojos azules de ésta observaron al muchacho que, por poco tiempo, había sido su amante. En los años que había estado lejos de la corte se había convertido en un hombre y había aprendido probablemente muchos juegos interesantes. Los turcos tenían fama de licenciosos.
– ¿Por qué tendría que tomarte bajo mi protección? -preguntó ella.
– Porque he hecho algo que os complacerá en gran medida.
– ¿Qué?
No parecía muy interesada.
– He matado a los hijos de vuestra hermana.
– ¡Mientes! ¿De veras lo hiciste? ¿Cómo es posible?
Él se lo contó y Elena dijo en voz alta:
– El sultán exigirá sin duda que vuelvas allí.
– Pero vos no me entregaréis -objetó él, acariciando suavemente la cara interna de su brazo-. Me ocultaréis y me protegeréis.
– ¿Por qué diablos habría de hacerlo, Cuntuz?
– Porque puedo haceros cosas que ningún otro hombre puede hacer. Lo sabéis muy bien, mi perversa ramera bizantina. ¿No es verdad?
– Dime cuáles son -lo incitó, provocativa, y él obedeció.
Ella sonrió, asintió con la cabeza y accedió a esconderlo.
Juan Paleólogo se enfureció. Por una vez, Elena comprendió bien la situación.
– El sultán tiene cosas más importantes que hacer que sitiar esta ciudad para que le entreguemos su rebelde hijo -dijo Elena-. Cuntuz se ha portado mal. Pero su madre es mi amiga y Murat se ensañaría con el muchacho.
El emperador enrojeció de cólera.