Ahora, los dos monarcas se volvieron a sus hijos. Mirando con desprecio a Cuntuz, dijo Murat:
– Ésta no es la primera vez que has despertado mi cólera. Antes huiste para no sufrir las consecuencias de tu terrible crimen. Ahora no te escaparás, Cuntuz. Si de mí dependiese, sé el castigo que te impondría, pero la sentencia debe ser dictada por la madre de mis hijos muertos y mi heredero vivo.
Cuntuz perdió todo su aplomo. Podía enfrentarse a una muerte rápida, pero la venganza de una madre por el asesinato de sus jóvenes hijos sería algo espantoso. Los bizantinos tenían fama de infligir torturas particularmente refinadas.
Teadora y Bajazet salieron de detrás del trono del sultán. El niño había crecido en los últimos cuatro años. Era casi un hombre, ya se había hablado de una alianza con la princesa heredera de Germiyán. De pronto, tronó la voz del sultán: -Teadora de Bizancio, ¿qué sentencia dictas contra este hombre por el asesinato de tus hijos Ormán y Orján?
– La muerte, mi señor, precedida de ceguera -fue la respuesta.
– Así se hará -asintió el sultán-. Contra ti, Cuntuz de Gallípoli, pronuncio sentencia de muerte por decapitación, por haberte rebelado contra mí. Pero primero se te cortarán las manos y serás cegado por tu crimen de fratricidio. Éste es mi juicio.
– ¡Una gracia, mi señor! -¿Qué, Teadora?
– Quisiera cegarlo yo misma. Y que mi hijo, Bajazet, le corte la cabeza.
– La ley prohíbe que un hermano le quite la vida a otro.
– ¿No dicen los profetas ojo por ojo, mi señor? Además, la madre de este hombre era una ramera conocida. Los mullahs y los ulemas prohíben su inclusión en la lista de tus herederos legítimos. No veo nada de ti en él y no lo reconozco como hijo tuyo ni como hermanastro del príncipe Bajazet. Si por casualidad fluye tu sangre por sus venas, su fratricidio y su rebelión contra ti niega toda relación entre el otomano y él. Por consiguiente, mi hijo no quebrantará la ley.
Una sonrisa muy débil se dibujó en los labios del sultán, que se inclinó hacia su cuñado.
– ¿No argumenta como un abogado griego? -preguntó en voz baja.
– Es hija de su padre -asintió Juan-. Sabe cuándo ha de aprovechar la ventaja y cuándo ha de retirarse. Murat se volvió a su favorita.
– Se hará como tú quieres, Adora. Pero ¿estás segura de que quieres cegar tú misma a este renegado?
Los ojos amatista se oscurecieron y endurecieron.
– Desde hace cuatro años, mis hijos me gritan cada día desde la tumba que los vengue. No descansarán hasta que lo haga, y yo tampoco. Que lo haga otra persona no es bastante, debemos hacerlo Bajazet y yo, o condenaríamos a Osmán y a Orján a vagar para siempre en el medio mundo entre la vida y la muerte.
– Hágase como dices -declaró Murat, y los mullahs y los ulemas sentados con las piernas cruzadas en el salón del juicio asintieron con la cabeza en prueba de conformidad.
La venganza era algo que podían comprender. Aprobaban que Teadora y su hijo quisieran vengarse personalmente. Bajazet había demostrado ya su valor luchando con su padre contra los rebeldes. Era buena cosa saber que su madre, aunque hembra, también era valerosa.
Ahora todos los ojos se volvieron al emperador de Bizancio para ver qué sentencia dictaba contra su propio hijo. Juan no podía hacer menos que su señor supremo y, por consiguiente, Andrónico fue condenado también a mutilación, ceguera y decapitación. Pero primero tendría que presenciar la muerte de su amigo.
Un esclavo trajo un pequeño y plano brasero de latón. Estaba lleno de carbones encendidos. Al verlo, Cuntuz volvió a la realidad y trató de escapar. Dos jóvenes jenízaros saltaron y lo arrastraron hacia atrás. Se desprendió de ellos con la fuerza sobrehumana de la desesperación y se arrojó a los pies de Adora.
– ¡Piedad, señora! -farfulló-. ¡Quitadme la vida, pero no me ceguéis!
Ella se apartó como si aquel contacto pudiese infectarla. Su voz era helada, monótona.
– ¿Tuviste tú piedad de mis pequeños cuando los asesinaste? Ellos confiaban en ti. Eras un hombre a quien querían imitar y ellos no eran más que unas impresionables y pequeñas criaturas. Por mi gusto, Cuntuz de Gallípoli, ¡haría que te desollasen vivo y te arrojasen a los perros!
Colocaron un zoquete y una olla de pez hirviente junto al brasero. Los fornidos jenízaros obligaron a Cuntuz a hincarse de rodillas, mientras el joven gritaba. Le pusieron las manos sobre el bloque de madera y, antes de que pudiese volver a chillar, se las cortaron con la afilada hoja de una espada. Los muñones fueron sumergidos en la pez caliente para que no sangrasen. Enmudecido, sólo podía contemplarse los brazos con horror. Ahora fue echado hacia atrás, sujetos los brazos a los costados y un corpulento jenízaro se puso a horcajadas sobre él y le agarró la cabeza.
Un esclavo tendió a Adora unas tenazas de hierro. El sultán vio que la mano de ella temblaba ligeramente y se puso a su lado.
– No tienes que hacerlo tú misma -dijo en voz baja. Adora tenía muy pálida la cara. Lo miró, llenos de lágrimas los ojos.
– Cuando él asesinó a mis hijos, no se contentó con dejarlos morir en la montaña. Les infringió heridas sangrantes, para atraer a los animales salvajes. Si los jenízaros no hubiesen llegado a tiempo, habrían sido despedazados. Una muerte terrible para cualquiera, ¡pero peor para unos niños pequeños! No contento con esto, los roció con agua helada para que muriesen de frío. Bajazet todavía se enfría fácilmente a causa de aquello.
»Mi señor Murat, me estremezco ante la idea de causar dolor a alguien, ¡pero tengo que vengarme! ¡Mis hijos, los vivos y los muertos, me lo exigen!
Y antes de que nadie se diese cuenta de lo que estaba haciendo, Adora tomó una brasa con las tenazas y tocó con ella el ojo derecho de Cuntuz. Este no gritó, porque se había desmayado. Ella repitió la operación con el ojo izquierdo, cuando fue abierto por el jenízaro.
No se oía nada, salvo un gemido lastimero del príncipe Andrónico. Adora dejó cuidadosamente las tenazas al lado de la olla. Sin reparar en la gente que llenaba el salón, Murat la rodeó con un brazo y la condujo a un escabel.
– Eres valiente -dijo a media voz.
– He cumplido con mi deber -respondió ella. Y después en voz baja-: Suspende la pena de muerte y de mutilación a mi sobrino, mi señor. Haz que lo cieguen con vinagre hirviente. Esto hará que la ceguera sea sólo temporal.
– ¿Por qué?
– Porque entonces Andrónico será capaz de continuar la disputa y la intriga contra su padre y su hermano. Esto los mantendrá tan ocupados que Bizancio no volverá a molestarnos. Tu venganza ha sido rápida y justa. No necesitamos la muerte de un pequeño príncipe sin importancia. No serviría de nada.
El asintió con la cabeza.
– Muy bien, pero no anunciaré mi clemencia hasta después de que el príncipe Andrónico haya visto decapitar a su cómplice. Que sienta todo el miedo de esta lección. -Se levantó-. Reanimad al prisionero Cuntuz y preparadlo para su ejecución. Traed espadas escogidas y bien afiladas para el príncipe Bajazet y también una cesta forrada. No quiero que el suelo se manche de sangre.
Ahora consciente, Cuntuz lloró con sus ojos ciegos, mientras oía a su alrededor los preparativos de su muerte. El sultán se volvió al otro rebelde.
– ¡Príncipe Andrónico! Sostendréis la cesta para recoger la cabeza.
Y antes de que el aterrorizado joven pudiese protestar, lo empujaron hacia delante y lo obligaron a ponerse de rodillas. La cesta, forrada con grandes hojas verdes, fue colocada en sus brazos.
El ciego fue conducido ahora hacia delante y ayudado hincarse de rodillas. Las cuencas ennegrecidas de sus ojos miraron directamente a Andrónico.