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– Te estaré esperando en el infierno, amigo mío -dijo venenosamente.

– ¡No me hables! -replicó Andrónico, con voz histérica-. ¡Todo ha sido por tu culpa! Ya sólo tenía que espera a que mi padre envejeciese y muriese. Pero tú querías el dinero que nos ofrecieron los malditos húngaros. ¡Y ni siquiera lo tuvimos para gastarlo! ¡Te odio!

– Cobarde -se burló Cuntuz. Después guardó un momento de silencio al oír detrás de él el silbido de una espada al s probada-. ¡Bajazet! ¿Estás ahí, muchacho?

– Sí, Cuntuz.

– Recuerda lo que te enseñé. Elige una espada que sea ligera, pero que puedas aferrar bien. Después golpea rápidamente. Bajazet rió sin ganas.

– ¡No tengas miedo, perro! Tendré buena puntería. Dobla el cuello, para que pueda ver el blanco. -Luego dijo, con altivez-: ¡Tú, mi valiente primo bizantino! Sostén la cesta más alta, si no quieres que la cabeza de tu amigo vaya a parar a tus rodillas. -Y Bajazet levantó la espada, gritando-: ¡Adiós, perro!

Descargó rápidamente el arma y la cabeza de Cuntuz cayó dentro de la cesta, mirando al techo.

El príncipe Andrónico observó la cara de su amigo y vomitó antes de dejar caer la cesta y desmayarse. Bajazet tendió su espada a un jenízaro y miró con repugnancia a su pariente.

– ¿Eso dirigió una rebelión contra ti? -preguntó desdeñosamente a su padre.

Murat asintió con la cabeza.

– No hay que menospreciar ni sobreestimar al enemigo, hijo mío. El mayor cobarde tiene momentos de valor o de desafío. -Se volvió al emperador-. No es necesario que vuestro hijo muera, Juan. Su muerte no serviría de nada. Ciégalo con vinagre hirviente, y lo que pase después será por voluntad de Alá.

Apreciando plenamente la misericordia de Murat, el emperador de Bizancio se arrodilló y le besó la mano. Después se levantó y, tomando un cuenco lleno de vinagre, se enfrentó a su hijo.

– Se te ha perdonado la vida. Tu castigo te dará tiempo para meditar sobre tus pecados y corregirte -dijo severamente, y arrojó el contenido del cuenco a los ojos de su hijo.

Andrónico chilló y trató de protegerse, pero los soldados lo sostuvieron firmemente.

– ¡Estoy ciego! -gritó frenéticamente-. ¡Padre! ¡Padre! ¿Dónde estás? ¡No me dejes! ¡No dejes a tu Androni!

– No te dejaré, hijo mío -respondió el emperador con tristeza, y los mullahs y ulemas sentados en el salón asistieron con la cabeza, maravillándose de la justicia del sultán.

CAPÍTULO 24

El emir de Hermiyán dio su hija mayor al príncipe Bajazet. Se llamaba Zubedia y era muy hermosa. Los emires de Karamina y de Aydín habían hecho ofertas por esta princesa. Sin embargo, no representaban tanta amenaza potencial contra Hermiyán como el sultán otomano. Al aceptar Zubedia para su hijo, Murat aceptaba también la responsabilidad de proteger una nueva posesión. La hermana menor de Zubedia, Zenobia, sería dada a uno de los generales de Murat, con una importante dote, lo cual pondría fin a cualquier amenaza desde aquel sector.

El sultán tuvo que hacer una concesión al emir de Hermiyán, una concesión que enfureció a Adora y a Tamar. El emir exigió una ceremonia formal de matrimonio para entregar su hija al príncipe Bajazet. Si Aydín y Karamania ofrecían el matrimonio, el otomano real no podía hacer menos. Sin boda, la princesa Zubedia y su hermana se irían a otra parte y Murat tendría que ir a la guerra no solamente contra Hermiyán, sino también contra Aydín y Karamania.

El emir de Hermiyán amaba a sus hijas. Con el tiempo, otras mujeres podrían sustituirlas en el afecto de sus maridos pero ellas serían esposas y, como tales, conservarían al menos su rango y sus privilegios. Las otras mujeres serían meras concubinas.

La boda se celebraría en Bursa, y la corte otomana se trasladaría de su nueva capital en Europa a la antigua en Asia.

En un esfuerzo para calmar a su irritada favorita, Murat ordenó que le preparasen un exquisito palacete conocido como Serrallo de la Montaña; pero Adora se mostró inflexible.

– ¡La hija de un emir asiático medio salvaje, concebida por una esclava desconocida! ¿Vas a casarla con mi hijo? ¿Te atreves a encumbrar a esa mozuela por encima de mí? ¡Yo soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio! Por Alá que incluso Tamar de los Búlgaros es más educada que esa muchacha de Hermiyán. Y sin embargo vas a casarla con tu heredero, mientras que yo, su madre, debo continuar escondiendo mi vergüenza de no ser más que tu concubina.

Su cara era la viva imagen del furor. Pero Adora se reía por dentro. Había esperado durante años esta oportunidad, y la expresión de Murat le decía que el sultán sabía que estaba atrapado.

– Eres mi amada -respondió él. Ella lo miró con frialdad.

– No soy una simple doncella que se deje convencer por tonterías románticas, mi señor Murat.

– Nunca fuiste una «simple» doncella, paloma -rió él-. Te dije desde el primer momento que no tenía necesidad de contraer matrimonios dinásticos. Mis antepasados los necesitaron. Yo no.

– Tal vez no lo necesitaste entonces, mi señor Murat; pero lo necesitas ahora -respondió suavemente ella.

El reconoció el tono de su voz. Era su grito de guerra. Le pidió pausadamente:

– Explica tus palabras, mujer.

Ella le sonrió dulcemente.

– Es muy sencillo, mi señor. En justicia o en buena conciencia, no puedes elevar a Zubedia de Germiyán por encima de Tamar y de mí. La muchacha está ya demasiado orgullosa de su posición como heredera de las tierras de su padre. No nos respetará, aunque seamos mucho más educadas que ella. Si no te casas con Tamar y conmigo, Bajazet tampoco se casará con Zubedia. Y no pienses en amenazarnos con Yakub, pues tu hijo menor está tan resuelto como el mayor a que te cases con su madre.

– Podría hacerte azotar por esta impertinencia -la amenazó hoscamente él.

– Moriría antes que pedirte clemencia -replicó Adora, y él supo que era verdad-. Dices que me amas, Murat. Durante años, has vertido torrentes de palabras proclamando la pasión que sientes por mí. Te he dado tres hijos y una hija, a los que adoras. ¿Entregarás Janfeda a un hombre como concubina, cuando sea mayor, o cuidarás de casarla como es debido? No, mi señor Murat. No necesitas contraer matrimonios dinásticos; pero, si me amas de veras te casarás conmigo antes de que nuestro hijo tome esposa.

– ¿Y también con Tamar, Adora?

Ella suspiró.

– Sí, también con Tamar.

– ¿Por qué? -preguntó él-. No os apreciáis y, sin embargo, quieres elevarla a tu nivel.

– También ella es madre de un hijo tuyo y, aunque Bulgaria en su apogeo difícilmente puede compararse con Bizancio en decadencia, Tamar es miembro de una casa real, lo mismo que yo. -Apoyó una mano delicada sobre el nervudo brazo y miró al sultán-. No ha sido fácil para ella, Murat. Yo al menos tengo tu amor. Ni siquiera como esposas seríamos realmente iguales, pero esto apaciguaría el orgullo de Tamar. Te ha dado un hijo y se lo merece.

– Yo no os prometí matrimonio a ninguna de las dos -gruñó él.

– Pero acabarás desposándonos, mi señor, pues sabes que tengo razón.

– ¡Maldición! ¡No me importunes, mujer!

Ella se arrodilló en silencio, bajos los ojos, cruzadas las manos. La perfecta imagen de la esposa sumisa, cosa que él sabía que no era ni sería nunca. Sabía lo que se hacía. Una esposa imponía siempre más respeto que una favorita en el harén. Y cuando él hubiese fallecido, una viuda tenía más poder que una ex favorita.

– No quiero fanfarria -gruñó Murat-. Se hará sin ruido. Esta noche. -Batió palmas y dijo al esclavo que le atendía-: Di a Alí Yahya que vaya a buscar al primer mullah de Adrianópolis. -El esclavo salió y el sultán se volvió a Adora-. Mis hijos serán testigos del acto. Envíamelos y comunica a Tamar mi decisión.

Ella se levantó.

– Gracias, mi señor.