– Sí, hermanito -intervino el príncipe Halil-, asegúrate de que la muchacha se entere de quién es el verdadero dueño; en otro caso, tu vida de casado sería una larga batalla. Pégale, si es necesario.
– ¡Halil! -riñó Adora a su hijo mayor. Pero los hombres se rieron. Ella se volvió a Bajazet y lo besó-. Te deseo alegría, querido. -Una lágrima resbaló por su mejilla y él la enjugó con un beso, mientras sonreía cariñosamente-. Has crecido demasiado deprisa para mí -explicó suavemente Adora y salió rápidamente de la casa para volver a su propio serrallo.
– Mi madre tiene un corazón muy tierno -observó el príncipe.
– Tu madre no tiene precio -suspiró el sultán-. No hay otra mujer como ella en este mundo.
Cuando Bajazet fue por fin admitido en la cámara nupcial, Murat dio las buenas noches a sus importantes invitados y cabalgó hacia el Serrallo de la Montaña. Desmontó en el patio y lo acompañaron al baño. Una hora más tarde, sintiéndose relajado y satisfecho, entró en el dormitorio de su esposa favorita y la encontró preparándole café. Cerca del hornillo había un gran tazón de yogur con miel y un plato de pequeños pasteles. Vestía una holgada túnica de seda blanca, y él se tumbó sobre los cojines para observarla.
La niña que fue Adora había desaparecido al fin, pero su lugar lo había ocupado una mujer magnífica que aceleró el pulso del hombre. Él sonrió irónicamente para sí. Su harén estaba lleno de bellezas núbiles. Incluso su segunda esposa tenía menos de treinta años. Sin embargo, como siempre, quería solamente a esta hermosa mujer. Ella tenía ahora cuarenta y uno, pero sus cabellos eran todavía oscuros, y claros sus ojos y su piel. Adora volvió ahora aquellos ojos hacia él. -¿Qué estás pensando, mi señor?
– Pienso en lo encantadora que eres. Esta noche, en la casa de nuestros hijos, todos aquellos príncipes te seguían con la mirada. El emir de Karamania había oído decir que sólo eres una esclava y me ofreció, por ti, lo que habría podido ser el rescate de un rey. Sufrió una gran decepción al enterarse de que eras mi amada esposa. No pudo resistir la tentación de preguntarme si no me había cansado de ti y si me divorciaría y te enviaría a él.
– ¿Y qué le respondiste?
– Que todo el oro del mundo no sería una milésima parte de lo que tú vales.
– Eres extravagante, mi señor -le pinchó ella.
– Y tú eres irreemplazable en mi corazón -respondió Murat y la abrazó.
– ¡Tu café! -protestó débilmente Adora, y después se entregó a sus besos.
Más tarde, cuando yacieron satisfechos, uno junto al otro, ella pensó que era tiempo de hablar de una cosa que deseaba mucho. Raras veces le había pedido favores. Se volvió de costado, miró a su esposo y dijo:
– Has prometido nuestra hija Janfeda al joven califa de Bagdad. ¿Cuándo se irá?
– Pronto, paloma. Quiero que esté segura en Bagdad antes de que lleguen las tormentas de invierno. He pensado enviarla en barco hasta Trebisonda y después, por tierra, desde allí hasta Bagdad.
– ¿Y qué harás tú entonces, mi señor?
– ¡Ir de campaña! -respondió, entusiasmado.
Ella asintió con un gesto.
– ¿Y qué haré yo, mi señor?
– ¿Hacer? ¿Qué quieres decir, paloma?
– ¿Qué voy a hacer? Mis dos hijos son mayores y están casados. Mi hija se casará pronto con el califa. Me quedaré sin nada. No soy una mujer que se contente con permanecer ociosa en el harén, pintándose las uñas de los pies.
Él asintió gravemente con la cabeza.
– ¿Qué querrías hacer, Adora? Te conozco lo suficiente para adivinar que habrás urdido un plan en tu hermosa cabeza.
– Quisiera ir contigo, mi señor. De campaña. Muchas mujeres viajan con sus maridos en el ejército.
El rostro de él reveló la alegría que sentía.
– No se me había ocurrido pedírtelo, paloma. ¿De veras te gustaría?
– No lo sé, mi señor; pero preferiría estar contigo que quedarme aquí. A Tamar le encantará ser la abeja reina del harén, ¡pero yo estaré contigo! -Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó largamente-. Di que sí, mi señor. ¡Di que sí, te lo ruego!
A él le encantó esta súplica y deslizó las manos debajo de su túnica, para acariciar la piel cálida y sedosa. Sintió que Adora se estremecía de placer y se encendió su propio deseo.
– Di que sí -murmuró ella junto a su oreja, mordiéndola suavemente.
– Sí -respondió él, abrazándola-. ¡Sí, hechicera deliciosamente sensual!
Y besó la fresca y suave boca con un ardor al que ella correspondió ansiosamente. Los años no habían apagado su recíproca pasión.
CAPÍTULO 25
El hijo menor del emperador, Manuel, había sido nombrado gobernador de Salónica. Si se hubiese contentado con gobernar, Juan habría estado satisfecho, pues Manuel era un hábil dirigente. Pero la amante de Manuel, miembro de una rica familia cristiana de Serres, consiguió complicar a Manuel en un complot para derrocar el Gobierno de Murat en Serres.
Manuel se vio asediado por las fuerzas otomanas y en un tremendo conflicto con el sultán. Huyó a la casa de sus padres en Constantinopla. Pero, por una vez, Juan y Elena estuvieron de acuerdo: no lo recibirían oficialmente. Cuando, en su audiencia semanal de suplicantes, el chambelán anunció: «El príncipe Manuel Paleólogo, gobernador real de Salónica», el emperador declaró en voz alta: «No lo recibiremos.» Entonces, él y Elena se levantaron y salieron del salón. Reinó un silencio atónito y circularon después varios murmullos de asombro.
Sin embargo, vieron en privado a su hijo.
– ¡Estúpido! -chilló la emperatriz-. No había ningún mal en liarte con esa diablesa de Serres, ¡pero dejar que te llevase a un enfrentamiento directo con el sultán Murat! ¿Esperabas realmente acabar con su régimen? ¡Por Dios! ¡No me digas que creíste que podrías lograrlo! -Se volvió en redondo, para enfrentarse a su marido-. ¡Tú tienes tanta culpa como él! Quisiste poner a Manuel por encima de su hermano mayor, tu heredero legítimo. ¡No lo ha hecho mejor que Andrónico!
Manuel Paleólogo miró a su madre con disgusto. Tenía papada, los cosméticos se le acumulaban en las arrugas y se teñía los cabellos. Sin embargo, todavía atraía a amantes como un perro en celo. Las aventuras de su madre le habían resultado siempre molestas, sobre todo cuando era pequeño. En cambio, su hermano, que era el hijo predilecto de Elena, las encontraba divertidas.
– ¿Por qué me miras así? -preguntó Elena a Manuel.
– Estaba pensando -dijo él, lentamente y con satisfacción-que te estás haciendo vieja.
Se echó atrás, tambaleándose por la fuerza del insulto.
– Déjanos solos, Elena -ordenó vivamente el emperador, y ella salió furiosa de la habitación. Juan Paleólogo se volvió a su hijo menor-. Siéntate, Manuel. -Y cuando éste obedeció, le preguntó-: ¿Por qué, hijo mío? Fui contra la costumbre y te puse por encima de tu hermano porque lo merecías. Tienes dotes de gobernante. Ahora te has comportado tan estúpidamente como Andrónico. No puedo protegerte después de la locura que has cometido. Seguramente lo sabías cuando acudiste a mí.
Manuel asintió con un gesto, avergonzado.
– ¿Valía ella la pena, hijo mío? Esa tentadora de Serres, ¿merecía que cayeses en desgracia?
– No, padre -fue la respuesta en voz baja.
El emperador esbozó una ligera sonrisa. Después dijo:
– Bueno, Manuel, has aprendido una dura lección. Me explicaré. Tu amante no valía tanto como para que te metieses en dificultades. Ninguna mujer lo vale.
– ¿Ni siquiera una mujer como mi tía Teadora?