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El emperador sonrió.

– Tu tía Tea nunca pediría lo imposible a un hombre. Es demasiado inteligente para hacerlo -dijo el emperador.

– ¿Qué debo hacer, padre? ¿Adónde puedo ir?

– ¿Tienes valor, hijo mío? Porque lo necesitarás para hacer lo que has de hacer.

– Si no lo tengo, padre, lo encontraré de alguna manera.

– Debes presentarte al sultán Murat y pedirle clemencia.

Manuel palideció.

– Me matará -murmuró, temeroso.

– No -dijo el emperador-, no te matará, Manuel. Con esto frustraría sus planes. Aquí veo la mente sutil de Tea. Murat pretende que luchemos entre nosotros. Si te matara, se desbaratarían sus planes. Ve a Bursa. Él está ahora allí. Pídele perdón. Te perdonará.

– A ti te resulta fácil decir esto, padre. Tu vida no está en juego.

– ¡No! -gritó el emperador-. No es mi vida, ¡pero sí una que aprecio más que la mía! Es la vida de mi hijo predilecto, del único hombre que será capaz de gobernar Bizancio cuando yo fallezca. Has dicho que encontrarías el valor necesario, Manuel. Debes hacerlo. No tienes alternativa. Yo no volveré a recibirte en público ni en privado. Ni permitiré que te den asilo en la ciudad. Nos has puesto a todos en peligro, y todos, desde el mendigo más humilde hasta el emperador, estaremos expuestos a la venganza de Murat si lo desafiamos. ¿Dónde está tu conciencia?

– Nuestras murallas son inexpugnables -protestó el príncipe.

– No del todo. Hay puntos donde se han debilitado, y cuando traté recientemente de reforzarlos, el sultán nos obligó a derribar lo que habíamos reconstruido.

Manuel suspiró y respiró hondo.

– Iré, padre.

– ¡Bien, hijo mío! -dijo el emperador, dando unas palmadas en el hombro de Manuel-. Cuidaré de que en Bursa tengan noticias de tu llegada. -Se levantó. La audiencia había terminado. El emperador abrazó a su hijo-. Ve con Dios, hijo mío -dijo a media voz.

Manuel salió del palacio imperial y se encontró con que le estaba esperando una escolta. Se dirigieron a la dársena del puerto de Bucoleón. Su escolta se marchó, después de dejarlo a bordo de un barco que estaba aguardando. El barco llegó unas horas más tarde al puerto de Scutari, en la orilla asiática del Mármara. El capitán entregó a Manuel un hermoso corcel que había hecho el viaje en una cuadra instalada en la popa del barco.

– Con los saludos de vuestro padre, Alteza. Que tengáis buen viaje.

Manuel Paleólogo cabalgó a solas. No le daba miedo el trayecto, pues las carreteras del sultán eran seguras. Temía lo que le esperaba en Bursa.

Su padre estaba seguro de que el sultán lo perdonaría, pero Manuel recordaba la guarnición pasada por las armas en Corló y el sitio de Demótica, donde se ordenó que los hijos fuesen ejecutados por sus propios padres. También recordaba que dos padres que se habían negado a matar a sus hijos habían sido a su vez ejecutados. Manuel se acordaba de que su primo Bajazet había decapitado al rebelde Cuntuz. Si el sultán podía mostrarse tan implacable con un hijo rebelde, ¿no lo sería con él?

Aquella noche se detuvo en un pequeño campamento y se emborrachó con zumo de frutas fermentadas. La tarde siguiente entró en el patio del palacio en Bursa. Su terrible dolor de cabeza, agravado por varias horas de cabalgata bajo la brillante luz del sol, era ya un castigo suficiente. Fue cortésmente acompañado a un pequeño apartamento y atendido por amables esclavas que le prepararon el baño y le aliviaron el dolor de cabeza. Le sirvieron un ligero almuerzo que él se comió con apetito. Pero vio solamente a las esclavas y éstas no podían contestar sus preguntas. Empezaron a fallarle los nervios.

Por fin, aquella noche, después de cenar, se presentó un oficial de palacio para decirle que el sultán lo recibiría por la mañana. Manuel estaba ahora más nervioso que cuando había llegado. Entonces pensó que si Murat hubiese pretendido matarlo lo habría encerrado en las mazmorras del palacio en vez de instalarlo en unas cómodas habitaciones. Tal vez su padre tenía razón. Durmió a intervalos durante toda la noche.

Por la mañana fue llevado a presencia de su tío. Murat estaba imponente, sentado en un trono de mármol negro y ataviado con una túnica de tisú de oro con adornos de piedras preciosas. Llevaba un turbante de oro con un rubí en el centro. Murat miró a Manuel y dijo severamente: -¿Y bien, sobrino?

Manuel se tumbó en el suelo. Era incapaz de mantenerse en pie, pues las piernas le temblaban terriblemente.

– ¡Piedad, mi señor tío! Os he agraviado pero tenéis fama de misericordioso. ¡Perdonadme! ¡No volveré a pecar!

El sultán torció las comisuras de los labios.

– Es una promesa enorme la que haces, príncipe Manuel. No volver a pecar…

– Mi señor, sólo quise decir…

– Sé lo que quisiste decir, ¡joven estúpido! Juraste ser mi vasallo y has quebrantado aquel juramento. Debería hacerte decapitar y terminar de una vez por todas esta cuestión.

»Sin embargo, me han informado de que la causa de tu desgracia fue una mujer. No puedo hacer más de lo que hizo el propio Alá cuando el padre de todos nosotros, Adán, fue descarriado por la mujer, Eva. Y así ha ocurrido en todos los tiempos. Es normal que hombres inteligentes cometan estupideces por culpa de una agradable sorpresa y de un par de tetas rollizas. -Rió sin ganas-. Tu padre me informa de que, por lo general, eres sensato y tienes dotes para gobernar. Muy bien. Te perdonaré esta vez. Pero si vuelves a traicionarme, sobrino… -Dejó la frase en el aire. Después prosiguió-: Volverás a Constantinopla y participarás de nuevo en el gobierno, bajo la guía de tu padre. He preparado tu matrimonio con la joven hija del último déspota de Nicea. Se llama Julia. Me han dicho que es virtuosa y tiene un carácter dulce. Podemos asegurarnos de lo primero. En cuanto a lo segundo, sobrino, tendrás que correr el riesgo como el resto de nosotros.

Manuel sintió que el sudor le resbalaba por la espalda y por las piernas. El alivio hacía que flaquease. Se levantó despacio.

– Señor -dijo, y se le quebró la voz. Contuvo las lágrimas-. Señor, os doy las gracias. Juro que no volveré a fallaros.

– Procura que así sea -dijo severamente el sultán-. Ahora ve a ver a tu tía y dale las gracias por tu vida. Intercedió eficazmente en tu favor.

Manuel se retiró de la sala de audiencias y siguió a un esclavo que lo condujo hasta Teadora. Al entrar en la estancia, ella se levantó y se acercó a su sobrino con las manos extendidas. Lo abrazó, lo besó en la mejilla y dijo:

– Bueno, Manuel, has estado con el león en su cubil y has salido de él con vida.

– A duras penas, tía.

¡Dios mío! ¡Era más adorable que nunca! ¡Completamente distinta de su propia madre! ¿Cómo podían ser dos hermanas tan distintas?

– Siéntate, querido. Pareces agotado. Iris, ve a buscar un refrigerio. Mi sobrino parece necesitarlo. ¿Cómo está tu padre, Manuel? ¿Y, desde luego, mi querida hermana?

– Mi padre está muy bien. Mi madre, como de costumbre. -Vio un brillo malicioso en los ojos de Teadora-. Creo -siguió diciendo-que debo la vida a vuestra lengua de plata.

Ella asintió con la cabeza y sonrió.

– Tenía una antigua deuda con tu padre, Manuel. Ahora la he pagado. Traiciona otra vez a mi señor Murat y yo misma empuñaré la espada para tu ejecución.

– Lo comprendo, tía. No volveré a ser desleal.

– Ahora dime qué piensas de tu proyectado matrimonio.

– Supongo que es hora de que siente la cabeza y tenga hijos.

– ¿No sientes curiosidad por tu novia?

– ¿Acaso puedo elegir, tía?

– No -admitió riendo ella-, pero no pongas esa cara tan triste. Es una doncella encantadora. -¿La habéis visto?

– Sí, vive aquí, en el palacio de Bursa. Está como rehén para asegurar el buen comportamiento de su familia. Este matrimonio los atará más a nosotros, cuando vean lo bien que la hemos tratado. Creo que esperaban que la metiésemos en el harén de algún emir. No pensaban que un día podía convertirse en emperatriz de Bizancio.