– ¿Cómo es?
– Hermosa, con unos cabellos rubios rojizos y brillantes ojos azules. Su madre era griega. Lee, escribe y habla griego. También lee y habla turco. Tiene dulce la voz, ha aprendido todas las virtudes del ama de casa, y es fiel en sus devociones. Ha pasado parte del tiempo que lleva con nosotros aprendiendo la manera oriental de complacer al marido. Creo que la encontrarás perfecta.
Los ojos de Teadora brillaban maliciosamente.
– ¿Podré echar un vistazo a este dechado de virtudes, tía?
– Acércate a la ventana, Manuel, y mira hacia el jardín. Las dos doncellas que juegan a la pelota son tu prima, Janfeda, y tu prometida Julia.
– ¿Está Janfeda aquí? He oído decir que tenía que ir a Bagdad.
– Irá pronto.
Manuel Paleólogo estudió a la niña que jugaba con su linda prima. Julia era una criaturita muy bella. Reía fácilmente y no protestaba cuando se le escapaba la pelota. El se sintió de pronto abrumado por su buena suerte. Había llegado a Bursa esperando no salir vivo de allí. En cambio, le habían perdonado sus pecados y regalado una bella novia.
Un hombre menos inteligente habría cometido el error de considerar este trato como un signo de debilidad por parte del sultán. Manuel Paleólogo no lo cometió. Su padre tenía razón: Murat estaba jugando a avivar las rencillas entre los Paleólogos. Le convenía que Manuel tomase por esposa a la joven Julia de Nicea. Un hombre estúpido se habría considerado ofendido. Pero Manuel, como su padre, veía que el antaño poderoso Imperio de Bizancio había quedado reducido a casi nada. Sabía que, tarde o temprano, lo que quedaba de él caería en manos de los turcos otomanos. Mientras tanto Juan y él harían todo lo posible por conservar lo que quedaba de Bizancio. El era hijo de su padre, y Juan Paleólogo podía estar orgulloso. Si la paz con los turcos exigía que se casase con aquella adorable criatura que corría sobre el césped, sin duda Manuel obedecería las órdenes.
– Cuando entornas así los ojos -dijo su tía-, te pareces a tu padre, y casi adivino lo que estás pensando.
El rió de buen grado.
– Estaba pensando que soy muy afortunado. Estoy vivo y tengo una hermosa novia. ¿Cuándo voy a casarme con la doncella?
– Mañana. Mi señor Murat ha hecho venir al metropolitano de Nicea a Bursa y celebrará la ceremonia al mediodía.
– ¿Lo sabe ya la novia? -preguntó secamente Manuel.
– Se lo diremos esta tarde -respondió Adora con suavidad-. Y ahora, sobrino, te permitiré volver a tus habitaciones. Querrás pasar el tiempo orando y meditando antes de tu boda.
Su tono era serio, pero los ojos reían. El se levantó, la besó en la suave mejilla y salió de la habitación. Adora permaneció sentada unos minutos, satisfecha del trabajo del día. Le gustaba Manuel. Se parecía mucho a su amable padre. Cuando Juan Paleólogo prometió a su hijo que anunciaría su llegada, había escrito a Adora, no al sultán. La esposa favorita del sultán no conocía bien a Manuel, pero Juan había sido mucho menos elocuente cuando había hablado de su hijo mayor. La actuación de Manuel como gobernante era buena y su amor y fidelidad hacia su padre eran auténticos. Adora se había sentido bien dispuesta a interceder por el joven. Ahora, después de hablar con él, creía que su fe en el buen juicio de Juan estaba justificada.
– Ah, estás pensando de nuevo -bromeó Murat, entrando en la habitación-. Te saldrán arrugas. Las mujeres no deben pensar demasiado.
– Entonces no deberían existir arrugas en tu harén -replicó ella-. No hay una sola que piense.
Desternillándose de risa, él la levantó y la llevó a su cama. La lanzó sobre la colcha. Después se tumbó a su lado y la besó.
– Tu boca sabe a uvas, Adora -dijo, soltándole los cabellos de su elegante diadema. La oscura y sedosa mata le resbaló sobre los hombros. El tomó un mechón entre los dedos y olió su fragancia-. He perdonado a tu sobrino, mujer. Y le he dado una hermosa novia.
Ella apretó la mejilla contra el pecho de Murat y sintió los fuertes latidos de su corazón.
– Estoy enterada de todo esto, mi señor Murat. -¿Y no tengo derecho a una recompensa por mi generoso comportamiento?
– Sí, mi señor, lo tienes. Casi he terminado de bordar tus nuevas zapatillas con aljófar -respondió ella con seriedad. -¿Aljófar? ¿En mis zapatillas? -exclamó él, incrédulo. -Sí, mi señor -respondió recatadamente ella, pero su voz tenía un temblor gracioso y había bajado los ojos-. Me he pinchado los dedos de mala manera, pero ésta es una buena recompensa por la generosidad de mi señor.
Él la sujetó y lanzó un juramento ahogado.
– ¡Mírame, mujer!
Su orden fue correspondida con una risa cantarina, al levantar Adora los encantadores ojos hacia él.
– ¿No quieres las zapatillas, mi señor? -preguntó cándidamente.
– ¡No! ¡Te quiero a ti! -resopló Murat. Ella le rodeó el cuello con los brazos.
– Entonces, tómame, mi señor. ¡Te estoy esperando! -Y depositó un beso dulce y ardiente en su boca.
La fina túnica se abrió bajo las rápidas manos de Murat, y Adora quedó desnuda a su suave y seguro tacto.
La túnica de brocado del sultán se abrió también bajo las ágiles maniobras de ella, que le devolvió sus caricias, deslizando las manos sobre su larga espalda y apretando la dura redondez de sus nalgas.
– Mujer -murmuró él junto al cuello de ella-, si las huríes que tengo destinadas en el Paraíso tienen manos la mitad de suaves y la mitad de hábiles que las tuyas, me consideraré afortunado.
Ella rió suavemente y acarició su virilidad. Provocó delicadamente en él una pasión tan intensa que sólo la furiosa y rápida posesión de su cuerpo logró satisfacerla.
Ahora era él el dueño, incitándola, reteniéndola, haciéndola gritar de placer. La besó una y otra vez hasta que Adora estuvo a punto de desmayarse y le devolvió los besos con una intensidad y un ardor que sólo aumentó su mutua pasión. Frenéticamente, Murat murmuró su nombre al oído:
– ¡Adora! ¡Adora! ¡Adora!
Y ella le respondió dulcemente:
– ¡Murat, mi amado!
Entonces, de pronto él no pudo dominar por más tiempo sus deseos. Sintió que el cuerpo de ella alcanzaba el mismo clímax abrasador. Ella se estremeció violentamente varias veces. Su piel casi quemaba al tacto. Gruñendo, él derramó su simiente en el suave cuerpo de la mujer y, en un súbito fulgor de claridad, Adora se dio cuenta una vez más de que, en la constante batalla entre hombres y mujeres, era siempre la mujer quien al fin salía victoriosa. Le estrechó cariñosamente, murmurándole dulces palabras de amor.
Cuando Adora se despertó por la mañana, él estaba todavía durmiendo a su lado, con aire infantil a pesar de sus años. Durante un momento, permaneció inmóvil, observándolo. Después le besó en la frente. Los ojos oscuros que se abrieron y la miraron estuvieron, por un brevísimo instante, tan llenos de amor que se quedó asombrada. Sabía que él la amaba, pero no era un hombre dado a decirlo a menudo. La emoción que había percibido hizo que se sintiera humilde. Comprendía por qué lo disimulaba él. Murat consideraría siempre el amor como una debilidad. Creía que demostrar esta debilidad a una mujer lo rebajaba y daba a la mujer una ventaja injusta.
Adora sofocó una risa. ¿No confiaría él nunca en su amor?
– ¡Levántate, mi señor, mi amor! El sol ha salido ya y hoy es el día en que vamos a casar a mi sobrino con la pequeña heredera de Nicea.
¡Qué adorable es todavía!, pensó él, contemplando su piel de camelia, envuelta en los largos cabellos oscuros.
– ¿Es que no podemos tener un momento para nosotros? -gruñó, besando su hombro redondo.
– No -se chanceó ella, levantándose de la cama-. ¿Te gustaría que circulase el rumor de que el sultán Murat se ha ablandado y haraganea en brazos de una mujer después de salir el sol?