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El rió, saltó de la cama y dio una certera palmada en el tentador trasero. Fue recompensado con un grito de indignación.

– Mi señora Adora, tienes una lengua muy procaz.

– Y tú, mi perezoso señor -gimió ella, frotándose la parte dolorida-, tienes una mano muy dura.

Y tomando una túnica de gasa, corrió hacia el baño, seguida de la risa divertida de él.

La hechicera debe tener siempre la última palabra, pensó Murat.

Entonces se dirigió a sus habitaciones. Quería que el joven Manuel contrajera matrimonio lo antes posible. Aunque el emperador no podía poner reparos a la muchacha, probablemente se enfadaría al descubrir que el sultán había usurpado su autoridad paterna. Murat quería que la pequeña Julia quedase rápidamente encinta, para que no hubiese posibilidad de anular el matrimonio. La madre de la joven había sido prolífica. Murat esperaba que Julia fuese tan fecunda como ella, pero la delgadez de la niña le preocupaba un poco.

Murat no intervino oficialmente en la ceremonia religiosa. Permaneció detrás de un biombo tallado mientras el patriarca de Nicea unía a la joven pareja. Al sultán le divertía ver cómo la niña de ojos grandes miraba de reojo al desconocido con quien se estaba casando.

Después se reunió con los recién casados para una pequeña celebración en las habitaciones de Adora. Tamar estaba también allí, pero más para presionar en pro de su propio hijo que para felicitar a la joven pareja. Llevándose a Murat a un rincón, se lamentó:

– Primero, tu hijo Bajazet se casa con Zubedia de Germiyán. Ahora casas a tu sobrino Manuel con Julia de Nicea. ¿Y nuestro hijo Yakub? ¿No tienes una novia noble para él? ¿Es que sólo aprecias a la familia de Teadora?

Él le dirigió una mirada de desaprobación. Ya no era la esbelta belleza de espléndidos cabellos de oro que lo había fascinado. Había engordado, tenía la piel más áspera y descolorido el cabello. Nunca se le ocurrió a Murat que su ausencia de la vida de ella y de su cama fuese la causa de estos cambios. Nunca la había apreciado mucho y ahora le resultaba irritante.

– Yakub es mi hijo menor. No lo he elegido para sucederme. El destino de Yakub dependerá de su hermano mayor, Bajazet. Mi padre eligió a mi hermano Solimán y, por consiguiente, no tuve favoritas fértiles ni hijos hasta después de su muerte. Es posible que Yakub sólo me sobreviva unas horas cuando yo muera. Si tal es su destino, tampoco sobreviviría ninguno de sus hijos.

Ella tenía los ojos desorbitados de espanto.

– ¿Qué me estás diciendo? -murmuró.

– Sólo puede haber un sultán -explicó pausadamente él.

– Pero tu propio padre nombró visir a su hermano Aladdin.

– Y yo destituí a un medio hermano que era mayor que yo, pues había quienes habrían puesto a Ibrahim por delante de mí y gobernado a través de él.

– ¿Perdonarías el asesinato de tu propio hijo? -dijo ella, horrorizada.

– ¡Sí! -respondió enérgicamente él-. Tú eres cristiana, Tamar, y fuiste criada en un mundo donde se hablaba a diario de lanzar cruzadas contra el turco «infiel». A tus hermanos cristianos nada les gustaría más que provocar conflictos entre dos herederos de mi reino. Por consiguiente, cuando yo muera, es probable que Yakub me siga al poco tiempo. Sólo puede haber un sultán. No hablemos más de esto, ni de esposas para Yakub.

– Entonces, ¿por qué fue perdonado tu medio hermano Halil cuando llegaste a ser sultán? El hijo de Teadora con tu padre, ¿no constituía un peligro para ti? O tal vez -sugirió desagradablemente-, ¿es en realidad hijo tuyo y no de Orján?

Murat tuvo ganas de pegarle, pero no quiso estropear la fiesta. En vez de ello la miró con profundo disgusto.

– Mi hermanastro está lisiado. Ciertamente, sabes que a un sultán otomano no se le permite ninguna deformidad. Y no vuelvas nunca a insultar a Adora con torpes insinuaciones, Tamar, o te arrancaré la lengua de la boca. Su vida con mi padre fue desgraciada.

– Como la mía contigo -le echó en cara ella.

– Es tu propia amargura la que hace que seas infeliz. Te convertiste en mi segunda esposa sabiendo muy bien que Teadora se había adueñado de mi corazón.

– ¿Tenía yo alguna alternativa?

– No -reconoció él-. Tenías que obedecer a tu padre.

– Y tú habrías podido rechazar el ofrecimiento de mi padre, ¡pero me deseabas!

– Hubieses podido ser feliz, Tamar. Adora te recibió como a una hermana y trató de allanarte el camino. Pero tú rechazaste su amabilidad y te comportaste como una niña mimada.

– Y en el momento álgido de tu pasión, en nuestra noche de bodas, murmuraste su nombre una y otra vez, ¡como en una oración!

– ¿En serio?

Le impresionó el odio que vio en sus ojos, tanto como lo que acababa de decirle. Ella se volvió y salió despacio de la habitación.

Solamente Teadora había presenciado la escena. Desde luego, no había oído las palabras que habían intercambiado, pero había percibido el odio de Tamar. Ahora vio la mirada perpleja de Murat. Pero él se limitó a sonreír y se reunió con ella. Teadora olvidó muy pronto el extraño episodio.

Pero Tamar no lo olvidó. La amargura que había aumentado oculta en ella a través de los años se desvió ahora hacia la venganza. De vuelta en sus habitaciones, despidió a sus mujeres y se arrojó llorando sobre su cama. De pronto sintió que no estaba sola. Se incorporó y vio un eunuco plantado en silencio en un rincón.

– ¿Qué estás haciendo ahí? -preguntó, furiosa.

– Pensé que podría seros útil, mi señora. Se me rompe el corazón al oíros llorar así.

– ¿Por qué te importa? -murmuró Tamar.

El cruzó la estancia y cayó de rodillas.

– Porque me atrevo a amaros, mi señora -murmuró.

Tamar, sorprendida, miró fijamente al eunuco arrodillado. Era increíblemente hermoso, con unos ojos castaños húmedos orlados de espesas pestañas oscuras, y cabellos negros rizados. Era alto y, a diferencia de muchos eunucos, musculoso y fuerte.

– No te había visto hasta ahora -dijo ella.

– Sin embargo, fui puesto a vuestro servicio hace más de un año -respondió él-. He visto aumentar en vos la expresión de tristeza, mi señora, y ansío borrarla.

Tamar empezaba a sentirse mejor. El descarado y joven eunuco le hablaba como si realmente le importase.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó al fin.

– Demetrio, mi adorable señora.

Ella disimuló una sonrisa, tratando de parecer hastiada.

– Antaño fui adorable, Demetrio; pero ya no lo soy.

– Un poco de ejercicio, un lavado especial para que vuestros cabellos vuelvan a ser dorados… y desde luego, alguien que os ame.

– Las dos primeras cosas son fáciles de hacer -observó ella-, pero la tercera es imposible.

– Yo -dijo él, bajando la voz-podría amaros, mi queridísima señora.

Le resiguió con sus húmedos y hermosos ojos castaños. Tamar sintió un escalofrío desde los pies a la cabeza.

– Eres un eunuco -murmuró. Y después, temerosa-: ¿O no lo eres?

– ¡Mi dulce e ingenua señora! -murmuró él, asiéndole una mano y acariciándola-. Hay dos maneras de castrar a un varón. A los niños pequeños se les extirpa todo, pero a los chicos mayores y a los hombres jóvenes como yo, sólo se les corta la bolsa que contiene la simiente. De esta manera es menor el índice de mortalidad. -Se levantó y se bajó los pantalones. El miembro viril pendía fláccido-. Acariciadme, mi señora -suplicó.

Tamar, fascinada, accedió a hacerlo. A los pocos momentos, su erección fue la propia de un hombre normal. Empujó suavemente a Tamar sobre los almohadones de su diván.

– Por favor, dulce señora, permitid a Demetrio que os haga de nuevo feliz.

Si los sorprendían, pensó ella durante un breve instante; si…

– ¡Oh, sí! -balbució ansiosamente, y se quitó a toda prisa la túnica.