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El hijo menor de Murat, Yakub, había sido dejado al frente de las tropas otomanas en Europa. Su respuesta a Lazar fue cruzar el Vadar con su ejército e invadir Bosnia. Desgraciadamente, la mayor parte del ejército otomano estaba en Asia con el sultán. El príncipe Yakub, en gran inferioridad numérica, fue derrotado en Plochnik. Perdió las cuatro quintas partes de sus hombres.

Hubo enorme regocijo entre los serbios, bosnios, albaneses, búlgaros y húngaros. ¡Por fin habían derrotado a los invencibles turcos! Inmediatamente, los eslavos balcánicos se agruparon bajo el estandarte de Lazar, resueltos a expulsar a los otomanos de Europa.

Murat no tuvo mucha prisa en vengar Plochnik.

– ¿Cuánto tiempo permanecerán unidos? -preguntó a Adora-. Nunca fueron capaces de mantenerse juntos. Pronto uno de ellos insultará a otro, o si no empezarán alguna lucha religiosa.

– Pero no puedes ignorar el agravio de esos eslavos -exclamó furiosa ella. Murat sonrió.

– No estaré ocioso, paloma. El padre de Tamar se hace viejo. Creo que antes de que sus hijos piensen en gobernar y unirse a la Alianza Pan-Serbia, debo arrebatar a Iván su territorio.

Con sólo ver las tropas otomanas, el zar Iván se retiró a su castillo-fortaleza a orillas del Danubio y pidió la paz. Entonces, de pronto, cambió de idea y opuso una última y desesperada resistencia. Uno de sus dos hijos murió en combate. El superviviente fue estrangulado por los jenízaros al triunfar el sultán. Ahora Murat se contentó con dejar a su suegro como gobernador en el nuevo territorio. Iván era un hombre destrozado e incapaz de ayudar a sus hermanos eslavos en la nueva Alianza.

Tamar, loca de dolor por la muerte de sus hermanos, juró en privado vengarse de Murat. En los últimos años, el eunuco Demetrio se había ganado toda su confianza. Pero ahora, ni siquiera a él confió sus pensamientos. Demetrio estaba preocupado. Aunque informaba a Alí Yahya de las acciones de su amante, quería mucho a la princesa búlgara. Sabía que era la peor enemiga de sí misma. En varias ocasiones había intervenido en el momento preciso para evitar que se destruyese en algún fútil complot.

Tamar, con la astucia de los que están medio locos, consiguió establecer otra correspondencia secreta. Esta vez fue con su tío, el príncipe Lazar, cabeza de la Alianza Pan-Serbia. Se cruzaron cartas entre ellos. Murat y Bajazet morirían asesinados de alguna manera. El príncipe Yakub sería el próximo sultán. Su hijo, prometió Tamar, se convertiría al cristianismo. Sacaría a su pueblo de las tinieblas y lo devolvería a la verdadera fe. El Islam sería pronto destruido.

Desde luego, no había llegado aún la hora, escribió el príncipe Lazar a su demente sobrina. Ya la advertiría cuándo llegase. Lazar se alegraba de este punto débil en el campo del sultán. Quería la muerte de éste y de sus dos hijos. Sin un caudillo que los guiase, los otomanos podían ser destruidos. La locura de Tamar era aquí la clave del éxito. Sí, Lazar estaba encantado.

Tamar guardó el secreto para sí, lanzando en ocasiones una furiosa carcajada que asustaba a sus esclavas. Frenético, sabiendo que algo grave se preparaba, Demetrio trató de descubrir lo que ocultaba su amante. Pidió ayuda a Alí Yahya, pero el jefe de los eunucos estaba haciendo preparativos para que Adora acompañase a Murat en su campaña contra la Alianza Pan-Serbia.

– Tu amante está solamente trastornada por la muerte de sus hermanos -dijo al ansioso Demetrio.

– ¡No! ¡No! Es algo más que una simple tristeza. Está tramando algo, pero no logro descubrir lo que es. Asegura que sus actos la elevarán a la santidad y que será la ruina del Islam.

Alí Yahya lanzó una exclamación de impaciencia.

– ¿Qué puede hacer ella, Demetrio? Nunca sale de sus habitaciones, salvo para ir de un palacio a otro. No ha tenido un visitante desde hace años. Está tranquilo. La dama Tamar no sabe lo que se dice. Nada puede hacer.

Y despidió al preocupado esclavo.

Varias semanas más tarde, los ejércitos de la Alianza Pan-Serbia se enfrentaron a las tropas del sultán en un campo desolado conocido como Llano de los Mirlos. Sobre las tiendas, en el lado occidental, ondeaban las banderas de Serbia, Bosnia, Albania, Hungría, Herzegovina y Valaquia. También se veían banderas del papado y de la Iglesia ortodoxa.

En el lado oriental ondeaban las banderas del sultán otomano. Las fuerzas del sultán eran inferiores en número, pero la moral y la confianza de sus hombres eran grandes. Murat estaba tan seguro de la victoria que dio orden de que no se destruyese ningún castillo o ciudad o pueblo del territorio. Estaba luchando por una tierra rica y no le interesaba asolarla.

Al enterarse de esto, el príncipe Lazar sintió que flaqueaba su confianza. Le entró pánico. ¿Por qué, se preguntó, estaba Murat tan confiado a pesar de su inferioridad numérica? ¡Había algún traidor dentro de su campamento! Lo presentía. Pero ¿quién era capaz de traicionarlo? Miró a uno de sus yernos, Milosh Obravitch, que recientemente lo había criticado. ¡Desde luego!

– ¡Traidor! -gritó Lazar al sorprendido joven-. ¡Eres tú quien nos ha traicionado!

Milosh Obravitch, asombrado, protestó de su inocencia. El cuñado de éste, Vuk Brankovitch, lo sacó a empellones de la tienda del príncipe Lazar. A Brankovitch le palpitaba furiosamente el corazón. Un momento antes había estado a punto de desmayarse. Cuando Lazar había gritado: «¡Traidor!», habría creído que su juego había terminado, pero logró conservar la calma el tiempo suficiente para darse cuenta de que era el desgraciado Milosh quien estaba siendo acusado. Sacó a éste de la tienda, para apartarlo de la cólera de Lazar antes de que se pudiese dar crédito a sus negativas. No quería que el azar desviase sus sospechas a otra parte, pues Brankovitch sabía que al día siguiente, cuando empezase la batalla, retiraría a sus doce mil hombres, debilitando así de manera fatal la Alianza Pan-Serbia.

Vuk Brankovitch no creía que la Alianza pudiese prevalecer sobre los turcos otomanos. Después de bastantes años de matrimonio, y del que tenía ocho hijas, había tenido al fin un hijo varón, rebosante de salud. La convenida retirada de sus tropas le garantizaba que sus tierras seguirían perteneciéndole y, después, pasarían a su hijo.

En el campamento otomano, el sultán estaba preocupado, pues el viento soplaba fuerte desde el oeste. Si al día siguiente seguía igual, sus tropas estarían en desventaja, pues tendrían que luchar con el polvo dándoles en los ojos. Debía rezar a Alá para que cambiase el viento.

Murat estaba sentado con las piernas cruzadas en su lujosa tienda, cenando con sus dos hijos. Detrás de ellos, Adora dirigía a las esclavas y tomaba un bocado cuando podía. Tres músicos tocaban una música suave. Terminada la cena, el sultán hizo una seña a su esposa favorita para que se sentase con él. Ella dejó dos pequeños cuencos de almendras azucaradas en unas mesas próximas y se sentó junto a Murat para contemplar el baile.

El la rodeó con un brazo y se inclinó para besarla.

– Vuestra madre -dijo a Bajazet y a Yakub-solía bailar sólo para mí. -Rió entre dientes-. Era sumamente hábil, según recuerdo.

Adora se echó a reír.

– Me sorprende que lo recuerdes, mi señor, ya que raras veces me dejabas terminar un baile.

– ¿Todavía bailas para nuestro padre? -preguntó delicadamente Bajazet.

– En ocasiones -respondió Adora, y rió al ver su mirada sorprendida.

Murat pareció ligeramente disgustado.

– Si preguntases en mi harén -gruñó a Bajazet-, te enterarías de que aún no estoy muerto del todo, muchacho.

– Haya paz, mis señores -terció Adora, interponiéndose entre ellos-. Bajazet, Yakub, id a ver si vuestras tropas están cómodas para pasar la noche y rezad para que Alá nos bendiga. Vuestro padre y yo os damos las buenas noches.