– Ya ves -dijo sonriendo a Adora-que no es mi sino morir en combate.
– ¡Alabado sea Alá! -murmuró ella, luego se sentó en un taburete a sus pies y apoyó la cabeza en su rodilla.
Murat alargó una mano y le acarició los cabellos. Un esclavo puso un cuenco de melocotones junto a él y Murat entregó uno a Adora antes de morder él otro. El mariscal de campo del sultán entró en la tienda, se postró y dijo:
– Ha llegado un desertor de alto rango del bando enemigo, mi padishah. Uno de los yernos del príncipe Lazar. Desea veros.
– Mi señor -protestó Adora-, la batalla te ha fatigado. Recibe mañana a ese príncipe.
Murat pareció irritado por la interrupción. Pero, presumiendo que era Vuk Brankovitch, suspiró y dijo:
– Lo veré ahora y zanjaré esta cuestión. Después pasaremos juntos unas cuantas horas tranquilas, antes de que mis generales vengan a informarme.
Adora se levantó y se retiró a las sombras de la tienda. El mariscal de campo salió y volvió rápidamente con un joven ricamente ataviado, que se arrodilló sumiso, delante de Murat. No era Brankovitch.
– ¿Vuestro nombre? -preguntó el sultán.
– ¡Milosh Obravitch, perro infiel! -gritó el joven y saltó hacia delante, con la mano levantada.
Adora gritó y salió de un salto de la sombra, lanzándose en dirección a Murat. El mariscal de campo y los guardias fueron igualmente rápidos. Pero era demasiado tarde: Milosh Obravitch hundió dos veces su daga en el pecho del sultán, con tanta fuerza que ambas veces salió la punta por la espalda. Los jenízaros entraron corriendo en la tienda, agarraron al asesino por los miembros y le cortaron la cabeza. La sangre del cuello del hombre se vertió sobre la alfombra.
Adora, desesperadamente, acunó a su esposo en sus brazos.
– ¡Murat! ¡Oh, mi amor! -sollozó.
El hizo un tremendo esfuerzo para hablar, pálido el semblante, apagándose rápidamente la luz de sus ojos.
– Perdona… estas crueldades. Te amo… Adora…
– ¡Lo sé, mi amor! ¡Lo sé! No hables. El médico vendrá en seguida.
¡Oh, Dios mío! ¡Qué frío hacía! ¿Por qué tenía tanto frío?
Una triste sonrisa se pintó en la cara de Murat, y sacudió la cabeza.
– Un beso… de despedida, paloma.
Ella inclinó la cara mojada y lo besó en los labios que ya se estaban enfriando.
– Melocotones -murmuró débilmente él-. Hueles a melocotones…
Y cayó hacia atrás en brazos de Adora, con los ojos negros abiertos y ciegos.
Durante un momento, ella pensó que su corazón se pararía y que Dios le haría la merced de seguir a su amado. Entonces oyó su propia voz, que decía:
– El sultán ha muerto. Comunicadlo al príncipe…, comunicadlo al sultán Bajazet. ¡A nadie más! ¡Nadie más debe saberlo todavía!
El capitán de jenízaros dio un paso al frente.
– ¿Y el príncipe Yakub?
– Encargaros de él inmediatamente después de la batalla -ordenó-. El príncipe Yakub no debe volver. No esperéis una orden de mi hijo. No quiero que esto lo decida él. Es responsabilidad mía.
– Seréis obedecida, Alteza.
– ¡Alí Yahya!
– ¿Señora?
– Que nadie entre en esta tienda hasta que venga mi hijo. Decid que el sultán descansa con su esposa después de una dura batalla y no hay que molestarlo.
– Será como dice mi señora.
Entonces se quedó sola, acunando todavía el cuerpo de Murat. Le cerró delicadamente los ojos. Parecía muy relajado, dormido. Cayeron unas lágrimas lentas encima de él. Adora no hacía ruido. En el calor de la tienda percibía el olor del cuenco de melocotones cerca de ella, y recordó las últimas palabras de Murat: «¡Melocotones! Hueles a melocotones.» Se habían conocido cuando ella había hurtado melocotones del huerto de Santa Catalina. Ahora, su vida juntos terminaba en una tienda que olía a melocotones, en un campo de batalla llamado Kosovo.
Durante todo el resto del día, Teadora de Bizancio estuvo sentada en el suelo de la tienda del sultán, sosteniendo el cuerpo de su esposo. Y mientras tanto, su mente entumecida recordaba los años que habían pasado juntos. No siempre había sido tan fácil entre ellos como en los últimos años. Murat no había comprendido siempre a la mujer apasionada e inteligente por cuya posesión había removido cielo y tierra, y Adora raras veces había sido capaz de disimular a la mujer que era en realidad. Pero siempre, desde el primer momento, había habido amor entre ellos. Siempre, incluso durante sus más enconadas luchas.
Tener este amor, pensó, ha sido una bendición. Después se dijo: Pero ¿qué voy a hacer ahora? Bajazet me respeta, pero creo que no sabe amar, ni siquiera a mí. Desde luego Zubedia no se preocupa por mí, ni siquiera por sus cuatro hijos, mis nietos. Una vez más vuelvo a estar sola. ¡Murat! ¡Murat! ¿Por qué me has dejado? Lloró en silencio su dolor y se meció con su preciosa carga.
Así la encontró Bajazet, hinchados los ojos y casi cerrados de tanto llorar. La observó en silencio. Su vestido estaba cubierto de sangre coagulada y ennegrecida; su cara, abotargada y surcada de lágrimas. Le invadió una ola de piedad. Nunca había visto a su madre tan elegante y hermosa. Bajazet no había encontrado aún el amor y no comprendía la emoción, pero sabía que sus padres se habían querido. Ella estaría perdida.
– Madre.
Adora levantó la cabeza y lo miró.
– ¿Mi señor sultán?
A él le sorprendió su comportamiento tranquilo y correcto después de la tragedia.
– Es hora de despedirnos de él, madre -dijo Bajazet, tendiéndole una mano.
– Él quería ser enterrado en Bursa -dijo ella a media voz.
– Así se hará -respondió Bajazet.
Adora soltó despacio el cuerpo de Murat y dejó que su hijo la ayudase a levantarse. El la condujo fuera de la tienda.
– ¿Y Yakub? -le preguntó ella.
– Según me han dicho, mi hermanastro ha muerto en combate. Será enterrado con honores, junto con nuestro padre. Fue un magnífico soldado y un hombre bueno.
– Así está bien -asintió ella-. Sólo puede haber un sultán.
– Ya he vengado a mi padre, madre. Hemos matado a casi todos los nobles serbios. Sólo he perdonado la vida a uno de los hijos del príncipe Lazar. Los serbios ya no constituyen una amenaza para nosotros, y será mejor que los gobierne uno de los suyos. Necesitaré sus tropas para defender el valle del Danubio contra los húngaros.
– ¿Cuál de los hijos del príncipe Lazar es, y qué condiciones le has impuesto?
– Es Esteban Bulcovitz. Sólo dieciséis años. Nos pagará un tributo anual del sesenta y cinco por ciento del rendimiento anual de las minas de plata serbias. Tendrá que capitanear un contingente en mi ejército y enviarme tropas serbias cuando y donde yo las necesite.
Ella asintió con la cabeza.
– Lo has hecho bien, hijo mío.
– Hay más -prosiguió él-. Esteban Bulcovitz tiene una hermana. Se llama Despina y la tomaré por esposa.
– ¿La hija del príncipe Lazar? ¿La prima de Tamar? ¿Estás loco? ¿Te casarás con la hija del hombre responsable de la muerte de tu padre?
– ¡Necesito esta alianza, madre! Zubedia me ata a Asia, pero necesito también una esposa europea. Los serbios no nos molestarán más y Despina será útil para mis fines. Mi padre lo habría aprobado.
– ¡No me hables de tu padre! Todavía no se ha enfriado su cuerpo, ¡y estás dispuesto a casarte con la hija de su asesino!
Él trató de consolarla, pero Adora se apartó.
– ¡Dios mío! ¡Seguramente pesa sobre mí una maldición! Tu padre me amó, pero tú no me quieres y tampoco me quieren tus esposas y tus hijos. Ahora te casarás con la prima de Tamar, y de nuevo me quedaré sola.
– Conoce a la muchacha, madre. No me casaré con ella, si te disgusta. Tú sabes juzgar los caracteres y confío en tu opinión. Si crees que Despina no es la mujer adecuada, buscaré una esposa en otro lugar de Europa. A partir de hoy, habrá muchas viudas nobles cristianas que querrán congraciarse conmigo por medio de sus hijas núbiles.