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Kay Hooper

Afrontar el Miedo

3º Miedo

Para mi hermana Linda, por lo bien que funcionó el título.

Capítulo 1

Antes incluso de abrir los ojos, Riley Crane tuvo conciencia de dos cosas. De su dolor de cabeza y del olor a sangre.

Ninguna de ellas era infrecuente.

Su instinto y su formación la impulsaron a quedarse perfectamente quieta, con los ojos cerrados, hasta que estuvo segura de estar del todo despierta. Estaba boca abajo y seguramente en una cama, pensó. Seguramente en su propia cama. Encima de las sábanas, o al menos no tapada.

Sola.

Entornó los ojos lo justo para ver. Sábanas revueltas, almohadas. Sus sábanas revueltas, sus almohadas, pensó. Su cama. La mesilla de noche, provista de los accesorios habituales: una lámpara, una desordenada pila de libros y un despertador.

Los números rojos anunciaban que eran las dos de la tarde.

Eso sí que era raro. Ella nunca dormía hasta tarde, y nunca echaba la siesta. Además, aunque el dolor de cabeza o el olor a sangre no fueran infrecuentes en su rutina, el que se dieran los dos juntos empezaba a hacer sonar campanas de alarma en su cabeza.

Riley se concentró en escuchar y su inquietud aumentó al darse cuenta de que sólo oía en un nivel «normal». El leve zumbido del aire acondicionado. El rugido y el restallar del oleaje fuera, en la playa. Una gaviota chillando al sobrevolar la casa. Las cosas que un oído cualquiera podía distinguir automáticamente sin necesidad de prestar especial atención o afinarse.

Y nada más. Por más que lo intentaba, no oía el pulso interior de la casa, formado por cosas como el agua en las cañerías, el zumbido de la electricidad en los cables y el crujido y el movimiento casi imperceptible de la madera y la piedra aparentemente sólidas cuando el viento soplaba del mar y empujaba el edificio.

No oía nada de eso. Y eso era malo.

Arriesgándose, Riley se incorporó sobre los codos y deslizó la mano derecha bajo la almohada. Ahhh, al menos eso estaba allí, justo donde debía estar. Cerró la mano sobre la empuñadura tranquilizadora de su arma y la sacó para inspeccionarla rápidamente.

El cargador puesto, el seguro en su sitio, ninguna bala en la recámara. Sacó automáticamente el cargador, comprobó que estaba lleno y volvió a colocarlo; luego metió una bala en la recámara, el ademán rápido y suave después de tantos años de práctica. Se sentía cómoda con la pistola en la mano. Y eso estaba bien.

Había, sin embargo, algo terrible.

Veía ahora la sangre además de olerla. Estaba en su cuerpo.

Rodó sobre la cama y se sentó en un solo movimiento mientras su mirada volaba llena de recelo por la habitación. Su dormitorio, algo que reconocía con una sensación de familiaridad, el alivio de estar donde debía. Y estaba vacío, excepto por ella.

El dolor de cabeza aumentó por la velocidad de sus impulsos, pero Riley prefirió ignorarlo mientras se miraba. La mano con la que sostenía la pistola estaba manchada de sangre seca, y cuando se cambió el arma de mano, vio que la otra también lo estaba. En las palmas, en el dorso de las manos, en los antebrazos; vio incluso que tenía sangre bajo las uñas.

Hasta donde podía ver, no había sangre en las sábanas, ni en las almohadas. Lo que significaba que, al parecer, toda aquella sangre se había secado antes de que ella cayera sobre la cama completamente vestida y se durmiera. O se desmayara. En cualquier caso…

Dios santo.

Sangre en las manos. Sangre en la camiseta de color claro. Sangre en los vaqueros descoloridos.

Un montón de sangre.

¿Estaba herida? No sentía ningún dolor, aparte de la jaqueca. Sentía, en cambio, frío y un miedo creciente, porque despertarse cubierta de sangre no podía ser bueno, se mirara por donde se mirara.

Se levantó, un poco rígida y más que un poco temblorosa, y salió descalza de la habitación. Inspeccionó la casa rápidamente pero con cautela para asegurarse de que estaba sola, de que no había ninguna amenaza inmediata. La otra habitación estaba limpia como una patena y parecía no haberse usado recientemente, lo que probablemente era cierto. Riley rara vez tenía invitados que necesitaran una habitación extra.

Inspeccionar el resto le llevó poco tiempo porque la casa consistía en un gran espacio diáfano que incluía cocina, comedor y cuarto de estar. Estaba limpia pero ligeramente desordenada, con libros, revistas, periódicos, discos y DVD amontonados aquí y allá. El desorden habitual de la vida cotidiana.

Parecía haber estado usando la pequeña mesa de comedor para trabajar, porque los tapetes estaban apartados y el maletín del ordenador portátil se hallaba sobre una de las sillas. El ordenador no estaba, lo cual sólo significaba que seguramente no había trabajado con él últimamente.

Las puertas estaban cerradas con llave. Las ventanas también estaban cerradas a cal y canto (hacía mucho calor en verano en la costa de Carolina del Sur).

Estaba sola.

Aun así, se llevó el arma cuando entró en el cuarto de baño y miró detrás de la cortina de la ducha, antes de encerrarse en la habitación relativamente pequeña. Entonces, al mirarse en el espejo que había encima del tocador, sufrió otra conmoción.

Tenía más sangre seca en la cara, extendida por la mejilla, y un poco parecía habérsele apelmazado en el pelo rubio. En densos pegotes.

– Mierda.

Se le revolvió el estómago y se quedó allí, parada un momento, con los ojos cerrados, hasta que pasó la náusea. Dejó entonces el arma encima del tocador y se desnudó.

Comprobó cada palmo de su cuerpo sin encontrar nada. Ni una sola herida, ni siquiera un arañazo. La sangre no era suya.

Aquello debería haberla tranquilizado. Pero no fue así. Estaba cubierta de sangre, y no era suya. Lo cual planteaba un montón de preguntas inquietantes y potencialmente aterradoras.

¿Qué (o quién) se había desangrado sobre ella? ¿Qué había ocurrido? ¿Y por qué no se acordaba?

Riley miró la ropa amontonada en el suelo, miró su cuerpo, de un dorado pálido por el bronceado del verano, la piel intacta, salvo por la sangre seca de las manos y los antebrazos.

Los antebrazos. Por la razón que fuera, había estado literalmente metida hasta los codos en sangre. Cielo santo.

Haciendo caso omiso de lo que le habían enseñado (había que llamar a las autoridades locales antes de hacer cualquier otra cosa), Riley se metió en la ducha. Puso el agua lo más caliente que pudo soportar y usó jabón en abundancia para restregar la sangre seca. Utilizó un cepillo de uñas para llegar a los cercos oscuros de sangre de debajo de las uñas y se lavó el pelo al menos dos veces. Pero incluso después de tenerlo limpio, de estar toda ella limpia, se quedó debajo del agua caliente, dejando que le golpeara los hombros, el cuello, la cabeza dolorida.

¿Qué había ocurrido?

No tenía la más leve idea, y eso era lo peor. No guardaba absolutamente ningún recuerdo de cómo se había cubierto de sangre.

Recordaba muchas otras cosas. Casi todo lo importante, en realidad.

– Te llamas Riley Crane -masculló, intentando convencerse de que no pasaba nada grave-. Tienes treinta y dos años, vives sola y eres agente federal, destinada desde hace tres años a la Unidad de Crímenes Especiales.

Nombre, rango, número de serie, más o menos. Cosas de las que estaba segura.

No tenía amnesia. Sabía quién era. Hija de militar, con cuatro hermanos mayores, había crecido viajando por todo el mundo, tenía una educación rica y variada, una formación de espectro tan amplio que muy pocas mujeres podían alardear de nada semejante, y había sabido valerse por sí misma desde muy joven. Y sabía cuál era su lugar: el FBI, la UCE. De todo eso se acordaba.

En cuanto a su vida reciente…

Santo Dios, ¿qué era lo último que recordaba? Recordaba vagamente haber alquilado la casa, recordaba más o menos haberse instalado en ella. Llevar cajas y bolsas desde el coche. Ordenar las cosas. Pasear por la playa. Sentarse en la terraza en la oscuridad de la noche, sentir la brisa cálida del océano en la cara y…