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Leah sofocó un gemido y se alejó por el sendero a toda prisa.

Riley se quedó mirándola; luego fijó los ojos en Jake e hizo una mueca.

– Se me olvida que algunos policías no están acostumbrados a estas cosas.

Él también parecía un poco mareado, pero no se movió.

– Sí. Bueno, ¿qué más puedes decirme? -Se quedó pensando y añadió-: Si había alguien subido a la roca más alta y tenía que mantener el equilibrio mientras le… serraba la cabeza, tenía que estar apoyado en algo. O tenía que haber alguien que le sujetara.

– Hace falta fuerza para decapitar a alguien con una sierra o un hacha, hasta con un cuchillo o alguna otra herramienta muy afilados -reconoció ella-. Sobre todo, teniendo la víctima los brazos colocados de tal manera que el asesino tuvo que sortearlos al menos al empezar. Tuvo que costarle mantener el equilibrio. -Se colocó detrás de la roca más alta y erguida y observó atentamente el suelo-. No hay ninguna marca que pueda haber dejado una escalera.

– No me digas que ese tipo levitaba o algo así, ¿vale?

Ella no le hizo caso.

– Tus técnicos han revisado todo esto, ¿verdad?

– Ya te lo he dicho. Han hecho fotografías desde todos los ángulos y han tomado muestras de todo.

A un lado de las piedras más grandes había un grupo de tres de menor tamaño desde las que era fácil subirse al asiento, y era probable que más de un excursionista lo hubiera hecho a lo largo de los años.

Riley vaciló sólo un momento, pero dado que sus dotes de clarividencia no le habían revelado absolutamente nada, tuvo que concluir que todas sus capacidades extrasensoriales habían desertado. Era improbable que tocar las piedras salpicadas de sangre sirviera de algo.

Quizá.

Respiró hondo y se subió al asiento para poder mirar el borde ligeramente curvo del respaldo. Le costaba admitir ante sí misma que se alegraba de que hasta sus cinco sentidos normales parecieran funcionar a medio gas.

El olor a sangre y a muerte habría sido insoportable.

Sólo mientras estaba allí de pie, sobre la roca manchada de sangre, se le ocurrió pensar que seguramente llevaba el mismo calzado (unas zapatillas deportivas) que el día anterior. O que la noche anterior. Se había despertado descalza, pero no tenía sangre en los pies, de eso se acordaba.

¿Y si tenía sangre en los zapatos?

No se le había ocurrido comprobarlo.

«Dios mío, estoy perdiendo el juicio, además de la memoria. ¿Por qué demonios no he mirado los zapatos?»

– ¿Riley?

Fingiendo que su quietud y su silencio no habían durado demasiado, Riley se puso de puntillas para estudiar lo alto de la piedra más alta.

– Si se puso aquí de pie, parece que no dejó ninguna huella que nos sirva.

– Sí, eso dijo mi gente. No hay huellas de zapatos, ni ningún rastro forense. Tampoco sangre. Cayó toda en la piedra plana en la que estás de pie, o salpicó la parte vertical de la piedra más alta, pero no cayó ni una gota en la parte de arriba.

– Qué extraño.

– ¿Sí? Esa piedra no está muy cerca del cuerpo y, como tú has dicho, la mayoría de las manchas de sangre que tiene procede de las gotas que caían desde arriba.

– Sí, pero eso es lo extraño. Debería haberse resistido. Si el cuerpo se hubiera movido, sería lógico que hubiera al menos algunas gotas de sangre en el borde de arriba.

– Quizás estuviera drogado.

– Es posible, claro. -«Pero ¿para qué torturar a alguien que no es consciente de lo que se le está haciendo? A no ser que lo importante fuera el derramamiento de sangre…»-. Supongo que has pedido un análisis toxicológico.

– Por supuesto. La sangre y los tejidos se analizarán de seis formas distintas a partir del domingo.

– Muy bien.

Riley se volvió en el asiento para observar el cuerpo desde más cerca, intentando no pensar en si sus zapatos tenían sangre antes de que se subiera allí. Porque ahora la tenían, desde luego.

Como el cuerpo estaba colgado justo encima del borde delantero del asiento, desde donde estaba, sus ojos quedaban aproximadamente a la altura de los riñones de la víctima. Estudió la distancia entre el cuerpo y la roca más alta y dijo lentamente:

– Mantener el equilibrio tuvo que ser un verdadero problema si el asesino estaba de pie aquí arriba. Y además tuvo que inclinarse bastante hacia delante para alcanzar a la víctima.

– Puede que tirara de él -comentó Jake-. Al menos lo justo para hacer su trabajo.

– Pero entonces habría tenido que inclinarle la cabeza por detrás de los brazos, y no hay chorro arterial que indique que eso fue lo que pasó. Todas las pruebas indican que la víctima tenía la cabeza hacia delante cuando le cortaron la garganta, o al menos entre los brazos, no echada hacia atrás.

Jake se quedó un rato observando el cuerpo y la roca y luego carraspeó.

– Ya veo lo que quieres decir. El forense dice lo mismo, por cierto: que le cortaron la cabeza de delante a atrás. Naturalmente, cuando el asesino estaba seccionando la columna…

– Seguramente tenía la cabeza echada hacia atrás, hacia él -concluyó Riley-. Pero para entonces el corazón se había parado ya y la sangre no salía a chorro.

Miró el cuerpo, intentando concentrarse, focalizar su atención. Pero no fue un pensamiento deliberado lo que la impulsó a dar un paso adelante y a alzar los brazos, sin tocar el cuerpo pero estirándolos hacia arriba para calcular hasta dónde llegaba.

Al hacerlo, comprendió con frialdad que, si hubiera estado allí subida, con los brazos estirados, posiblemente sujetando el cuerpo de aquel hombre en mejor posición para que su asesino le cortara la garganta, la sangre habría salpicado su ropa y su pelo y cubierto sus manos y sus antebrazos. Hasta los codos.

*****

Los técnicos forenses habían vuelto y estaban bajando cuidadosamente el cuerpo cuando el equipo de rastreo acabó por fin su cometido. Si la cabeza cortada estaba en el bosque, dijeron, debía de estar enterrada o muy bien escondida, y donde había signos de que la tierra se había removido recientemente sólo habían descubierto dos huesos de ternera y un juguete de cuero crudo para perros.

– Dios mío -masculló cuando le dieron aquella información-. ¿No creerás que algún perro se haya llevado la cabeza?

Riley, que acababa de hurgar en su bolso para sacar una barrita energética, se detuvo mientras la desenvolvía y dijo:

– Lo dudo. Un perro salvaje o uno hambriento, quizá, pero un perro doméstico dudaría en comer carne humana. Como norma, por lo menos.

Jake la miró fijamente.

– Los gatos, en cambio, sí lo harían -aclaró Riley tras dar un bocado-. Una vez muertos, para ellos sólo somos carne, por lo visto. Los perros son distintos. Puede que sea porque están domesticados. Los gatos no lo están, en realidad. Sólo quieren hacernos creer que lo están.

Leah se rio por lo bajo.

– Te gustan los gatos, ¿no es así?

– Me gustan los dos, en realidad. -Miró a Jake, que seguía con la vista fija en ella-. ¿Qué pasa?

– Eso sí que es estar estragado. ¿Cómo demonios puedes comer en este momento?

– Necesita energía. -Aquella nueva voz hablaba con naturalidad, despreocupadamente-. Tiene un metabolismo muy alto, Jake. Sin calorías, no hay energía.

– Eso ya lo sabía -dijo Jake-. ¿Qué haces aquí, Ash?

– ¿Tú qué crees? Quería ver la escena del crimen mientras está todavía relativamente…, fresca.

Ash. Riley volvió la cabeza para verle acercarse mientras hurgaba de nuevo en busca de recuerdos, sin encontrar ninguno. Absolutamente ninguno.

Era más o menos de la estatura del sheriff: en torno a un metro ochenta y dos. Y moreno, como el sheriff. Pero ahí acababa el parecido. En comparación con la lustrosa apostura de Jake Ballard, aquel hombre era casi feo.