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– Sé que me lo advertiste, Riley, pero, dios mío, no sabía que iban a asesinar a un pobre diablo. Si hubiera sabido lo que se estaba cociendo, no habría traído aquí a mi gente. Nosotros nos centramos en los rituales de compasión, ya te lo dije. No hacemos rituales destructivos. La energía que se necesita y que se gasta en eso es demasiado negativa. No queremos que nos la devuelvan.

– ¿Ni aunque tuvierais un enemigo del que quisierais libraros?

– Ni siquiera así. Y nosotros no tenemos esa clase de enemigos. Ya te lo dije. Somos inofensivos.

– Está bien. Entonces, ¿quién os invitó a venir?

Steve la miró con el ceño fruncido.

– Eso también te lo dije. Dijo que se llamaba Wesley Tate.

Riley luchaba por interpretar su expresión o captar algún indicio verbal.

– Todavía me cuesta creer que hayas traído a tu gente aquí por recomendación de un extraño, Steve. Creía que tenías mejor criterio. Llevas… ¿cuánto? ¿Veinte años en esto?

– Casi. -Él suspiró-. Sí, sé que podría ser una especie de trampa. Alguien que intenta quedarse con nuestro dinero, en el mejor de los casos, o un grupo de fanáticos que quiere dar un escarmiento sirviéndose de nosotros, en el peor. Pero parecía tan encantador y tan cariñoso, Riley… En casa nos están acosando, nos presionan para que nos marchemos a otra parte, así que la invitación para visitar Opal Island llegó en el momento perfecto.

«En un momento sospechosamente perfecto.»

Riley cruzó mentalmente los dedos y dijo:

– Pero aceptar la invitación de un hombre al que ni siquiera has visto…

– Lo sé, lo sé. En circunstancias normales ni siquiera me lo habría pensado, pero ese tipo sabía lo que tenía que decir. Porque no somos una hermandad secreta con contraseñas y tonterías de ese estilo, pero tú sabes tan bien como yo que hay…

– ¿Contraseñas? -preguntó con sorna.

– Bueno, sí… Palabras correctas, en todo caso. Nombres correctos. Conocía a gente. Todo concordaba. Y no nos estaba invitando a su casa, ni pidiéndonos nada. Sólo sugirió que echáramos un vistazo a Opal Island y a Castle porque aquí la gente se tomaba la vida con mucha tranquilidad y porque incluso había personas afines.

– ¿Y las has encontrado?

– No. Pero a fin de cuentas sólo llevamos aquí unos días. Hemos hecho correr la voz, por decirlo así. -Hizo una mueca-. Como tú has dicho, en muy mal momento, obviamente. Y te digo una cosa: si esas personas afines se dedican a los sacrificios humanos, no vamos a tener mucho en común con ellas.

– Si es que tenemos algo -añadió amablemente otra voz.

Riley miró más allá de Steve, inquieta de nuevo por no haber notado la proximidad de la mujer alta y morena que se había reunido con ellos en la playa. Sobre todo porque era extraordinariamente bella y tenía una presencia fuerte y bien definida. Rondaba posiblemente los treinta y cinco años y era al mismo tiempo exótica y sensual, con un cuerpo de póster de revista maduro hasta reventar y unos ojos oscuros que prácticamente quemaban.

– Hola, Riley -dijo al acercarse. Su voz, baja y más bien gutural, era tan provocativa como el resto de su persona. Y su cabello, negro como la noche, caía liso y reluciente por su espalda, hasta las caderas.

«Pon su foto en el diccionario junto al nombre de la religión alternativa que elijas, y encajará perfectamente.»

Incluso vestida con un minúsculo bañador. O tal vez precisamente por eso.

Riley rebuscó en su mente y sacó un nombre.

– Hola, Jenny.

– Supongo que se ha armado un buen revuelo con lo de ese asesinato -dijo Jenny, sacudiendo la cabeza-. ¿Es eso lo que has venido a decirle a Steve? ¿Qué deberíamos hacer las maletas y marcharnos?

Aunque hablaba despreocupadamente, la pregunta era, de un modo que Riley no podía definir, una especie de desafío. Riley estaba segura de ello, aunque no entendiera qué había detrás.

«Al menos, creo que estoy segura.»

– Sólo he salido a estirar un poco las piernas después de comer -dijo-. Es Steve quien quería hablar conmigo.

– ¿Deberíamos hacer las maletas y marcharnos? -preguntó Jenny.

– No me corresponde a mí decirlo. Pero ha habido un asesinato, y hay muchos indicios que señalan hacia el ocultismo. Así que, si estuviera en vuestro lugar, tendría cuidado. Quizá no me alejaría mucho de la casa. Y no hablaría de mis creencias mientras estuviera aquí.

– Si estuvieras en nuestro lugar.

Riley asintió con la cabeza.

– Cuando pasan cosas así, la gente se pone muy nerviosa. Todo se saca de quicio. Así que yo intentaría pasar desapercibida un tiempo. Si estuviera en vuestro lugar.

– Entendido. -Jenny sonrió. Le dio el brazo a Steve y con la mano libre dio una palmada a Riley en el hombro-. No te preocupes por nosotros. No nos pasará nada.

…la luz de las velas proyectaba sombras danzarinas por la habitación y se reflejaba en las colgaduras de terciopelo y las túnicas de seda. En la pared, sobre el altar, colgaba una cruz invertida hecha de un material metálico que también reflejaba la luz. Bajo ella había una tarima corriente, y, sobre ella, el altar.

Estaba desnuda. Con la cabeza apoyada en una almohada, yacía en el centro de la tarima rectangular, de modo que uno de sus largos bordes rozaba las corvas de sus piernas abiertas. Tenía los brazos extendidos a los lados, y en cada mano sostenía un candelero de plata con una vela negra.

Las velas estaban encendidas.

Su cuerpo era pálido, su largo cabello negro orlaba su franca desnudez sin intentar ocultarla tímidamente. Sus pechos turgentes estaban coronados por pezones de un artificioso color rojo sangre, y mientras Riley observaba, el celebrante, ataviado con una túnica -el «sacerdote» que dirigía la ceremonia- se colocó de pie entre las patas extendidas del altar, hundió el pulgar en el cáliz de plata que llevaba y dibujó con aquel líquido viscoso una cruz invertida sobre la blanca piel de su vientre.

Rojo. Sangre.

La habitación olía a incienso y sangre, y Riley tenía que respirar por la boca para no toser.

No podía toser.

No podía delatarse.

Miraba por entre la estrecha abertura de los cortinajes, buscando algo que le resultara familiar entre los asistentes cubiertos con túnicas. Su estatura, su complexión, un ademán… cualquier cosa que la ayudara a identificar al menos a uno de ellos. Pero era un ejercicio inútil. Eran pavorosamente idénticos, ocultas sus caras por las capuchas.

Cantaban en voz baja, en latín, y Riley sólo pudo distinguir unas pocas palabras de lo que decían.

– Magni Dei nostri Satanás…

Riley se incorporó sofocando un grito. Su corazón latía violentamente.

"Una misa negra. Eso era lo que había visto, parte de una diversión de la ceremonia satánica conocida como misa negra. ¿Visto? ¿Cuándo? ¿Dónde?

Se dio cuenta de que estaba en la cama. En su cama, en su habitación de la casa de la playa, con la luz de la luna entrando a raudales por los postigos de las ventanas. Cuando volvió la cabeza con cautela, vio a Ash durmiendo a su lado. Más allá de él vio el reloj en la mesilla de noche.

5.30 horas. Madrugada.

¿Miércoles?

No, no podía ser. Era imposible. Había estado en la playa, hablando con Steve y Jenny, y eran cerca de las tres de la tarde del martes. Y luego…

Allí. Ahora. Despertarse en la cama con Ash.

Más de doce horas después.

Resistiéndose al pánico, salió de la cama sin despertarle. Encontró una de sus camisas de dormir en el suelo y se la puso. Luego salió de la habitación sin hacer ruido.

Como de costumbre, había dejado varias luces encendidas en el cuarto de estar de la casa, y las persianas estaban firmemente cerradas. Esto último la convenció de que tenía que haber cerrado todas las ventanas al anochecer, como hacía siempre. Le desagradaba sentirse expuesta de noche si no las cerraba, sobre todo teniendo en cuenta que era muy probable que hubiera gente paseando por la playa, al otro lado de las ventanas.