Bishop. Casi nunca salía en las noticias, intentaba evitar por todos los medios que le fotografiaran o le grabaran en vídeo, y siempre mantenía un perfil bajo en el transcurso de las investigaciones. Así que, ¿en qué demonios se había metido para aparecer en las noticias de difusión nacional?
– … el agente a cargo del caso se niega a comentar la investigación en curso, pero fuentes de la Policía de Boston han confirmado hace sólo unos minutos que la víctima más reciente del asesino que está aterrorizando la ciudad desde hace unas semanas es, en efecto, Annie Le Mott, de veintiún años, hija del senador Abe Le Mott. El senador y su esposa se encuentran recluidos en casa con su familia, mientras la policía y el FBI trabajan sin descanso para atrapar al asesino de su hija.
La presentadora de la CNN pasó al tema siguiente, y su voz adoptó un tono alegre al informar sobre algo menos trágico.
Riley apretó el botón del mando a distancia que quitaba el volumen y volvió a su ordenador. No necesitaba sus sentidos, ni recordar los sucesos recientes, para saber qué debía hacer. Dos minutos después estaba leyendo un informe detallado del FBI sobre el asesino en serie de Boston. Y el informe explicaba muchas cosas.
En efecto, Bishop estaba metido hasta el cuello en su propia investigación. De hecho, estaba persiguiendo a un asesino particularmente cruel que, de momento, tenía al menos una docena de muescas en su cinturón. Doce víctimas conocidas en menos de veintiún días, todas ellas mujeres jóvenes, asesinadas con sangriento desenfreno.
No era de extrañar que Boston estuviera enloqueciendo. Ni que aquella serie de asesinatos hubiera llegado a las noticias nacionales.
Tampoco era de extrañar que Bishop hubiera aceptado la garantía de Riley de que podía controlar la situación allí, a pesar de que no hubiera informado. Dudaba de que su jefe hubiera dormido o comido en los últimos días, y más aún que se hubiera preocupado en exceso por sus «puntales»: gente a la que había escogido como líderes de equipo porque eran agentes extremadamente inteligentes y capaces, poseedores de las capacidades y la iniciativa necesarias para operar con independencia tanto de él como del FBI, si era necesario y mientras fuera necesario.
Sólo que normalmente no era necesario.
Con aquella idea en mente, Riley siguió conectada a Internet y entró en una base de datos de Quantico reservada a la UCE, se abrió paso entre las diversas barreras de seguridad y comprobó el paradero de los demás miembros de la unidad.
«Dios mío.»
Chicago, Kansas City, Denver, Phoenix, Los Ángeles y Seattle, más dos pequeñas localidades de la costa del Golfo de las que nunca había oído hablar. La unidad estaba literalmente dispersa por el mapa. Riley nunca había visto sus recursos humanos y materiales tan diseminados. Y todos los equipos estaban trabajando en operaciones de alto riesgo que iban desde asesinatos a posibles amenazas terroristas (investigaciones éstas para las que se solicitaba su asesoramiento desde hacía poco tiempo).
Que ella supiera, era la única agente que estaba operando sin equipo, sin compañero y sin ningún tipo de refuerzo. Claro que era también la única que se había embarcado en la investigación oficiosa de unos cuantos sucesos extraños que no incluían ni un asesinato ni ningún delito de importancia.
Al principio. Ahora, la situación era decididamente de alto riesgo. Y estar sola allí era al mismo tiempo muy mala idea y aparentemente inevitable.
A no ser que desistiera. Que regresara a Quantico. Nadie se lo reprocharía, dadas las circunstancias. Si le contaba a Bishop aquel último incidente, era indudable que le ordenaría volver sin darle siquiera tiempo para hacer las maletas.
Riley se dio cuenta de que estaba tocando la quemadura que tenía en la base del cráneo. Se obligó a parar, masculló una maldición y salió de la base de datos de la UCE.
No podía desistir. No podía marcharse.
Tenía que saber. Tenía que descubrir qué estaba pasando.
– Finge -susurró. Eso podía hacerlo. Era lo que mejor se le daba, a fin de cuentas. Fingir.
Fingir que todo era normal. Fingir que no le pasaba nada.
Fingir que no estaba aterrorizada.
– Por supuesto, eres consciente -le dijo el sheriff a Ash- de que no tienes por qué intervenir en esta investigación. En esta fase, al menos. Tu cometido empezará cuando atrapemos a ese hijo de puta.
Ash se recostó en su silla, frente a la mesa de reuniones, y se encogió de hombros.
– He intervenido en otras mucho antes de que empezara el proceso judicial, los dos lo sabemos.
– No en un asesinato, Ash.
– Desde que soy fiscal del distrito no habíamos tenido un asesinato. Ni desde que tú eres sheriff. Me apuesto algo a que, si hubiera habido uno, habríamos trabajado juntos. Puede que no sea policía, pero tengo experiencia en investigaciones, investigaciones de asesinato incluidas. Y tú eres demasiado buen policía como para ignorarlo.
Leah miró a Riley, interesada por saber cómo estaba reaccionando a todo aquello, y no se sorprendió al verla aparentemente enfrascada en la lectura de los informes relativos a los pocos datos que habían recabado desde la tarde anterior.
No había gran cosa. Los equipos habían peinado Opal Island y Castle, yendo literalmente puerta por puerta en busca de un nombre que ponerle a la víctima. De momento, la búsqueda había dado como resultado tres adolescentes desaparecidos temporalmente y un marido en la misma situación (los primeros habían sido encontrados durmiendo la borrachera de una fiesta que había durado hasta tarde, y el segundo en un campo de golf cercano), pero no se había echado en falta a ninguna otra persona desde el domingo por la noche.
Leah había leído y releído los informes que Riley estaba examinando, y se preguntaba qué encontraba tan interesante la agente federal. Claro que, se dijo, tal vez más que interesada en la lectura de los informes estuviera intentando no mezclarse en la «discusión» en la que se habían enzarzado los dos hombres.
– Voy a utilizar todos los recursos que pueda -estaba diciendo el sheriff-. Pero ¿no tendrías que estar en el juzgado?
Ash movió la cabeza de un lado a otro.
– Esta semana, no. Y la semana que viene tampoco. A no ser que pase algo inesperado. Hasta estoy al día del papeleo.
– Así que te aburres y tienes tiempo de sobra, ¿eh?
– Jake, el caso es tuyo. Si no quieres que me entrometa, dilo claramente.
No era un desafío, en realidad, pensó Leah. Y, sin embargo, sí lo era. Si Jake rehusaba la ayuda de Ash, cometería un error. Ash había trabajado varios años como ayudante del fiscal del distrito de Atlanta, y pese a lo que se rumoreara sobre los motivos de su marcha, nadie dudaba de que tuviera considerable experiencia en investigaciones de asesinato. Mucha más que Jake, de hecho.
Si Jake rechazaba la ayuda de un hombre con tanta experiencia, posiblemente los votantes lo recordarían en las siguientes elecciones, sobre todo si empeoraba la situación. Además, ello haría parecer a Jake inseguro o celoso de su autoridad.
O simplemente celoso, y punto.
Así que Leah no se sorprendió demasiado al ver que su jefe aceptaba el ofrecimiento, aunque con escaso entusiasmo y muy poca gratitud.
– Mientras esté claro quién manda, no tengo ningún problema con que nos eches una mano, Ash.
– Está claro.
– Muy bien, entonces. -Jake miró a Riley-. ¿Ves algo que nosotros hayamos pasado por alto?
– Dudo que lo hayáis pasado por alto -dijo ella con calma-. La sangre del estómago de la víctima contenía glicerol.
– Un anticoagulante, sí. Ya me he fijado. Pero es también un ingrediente de toda clase de cosas, desde anticongelante a cosméticos, así que no es muy difícil de conseguir. Lo cual significa que es prácticamente imposible seguir su rastro.
– Pero ¿qué supone que tuviera glicerol en la sangre? -Leah odiaba admitir su ignorancia, sobre todo porque el sheriff (para su sorpresa) la había elegido como ayudante en la investigación. Pero no se sentía menos policía por no tener conocimientos especializados, y necesitaba entender lo que estaba pasando.