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Esta vez, conocía un modo mejor.

Como si hablara con alguien sentado en el asiento de al lado, dijo tranquilamente:

– ¿Qué eras tú? ¿Un aprendiz de monstruo? ¿Te estaba amaestrando para que retomaras su obra donde él la dejara?

«No intentes entenderlo todo, Riley. Sólo conseguirás desperdiciar una energía preciosa. ¿No te das cuenta de que para luchar contra mí vas a necesitar toda la que tengas?»

– Te has cansado de jugar conmigo, ¿verdad? Después de todas estas semanas jugando al gato y al ratón. Esto, lo de hoy, ha sido muy repentino. Muy incongruente. Casi como si tuvieras prisa. Me pregunto por qué.

Silencio.

– Hoy has visto la verdad, y te ha asustado, ¿no es cierto? No contabas con Ash. Te encantó robarme el recuerdo de cómo me enamoré de él, pero no entendías el vínculo que había entre nosotros. No sabías que no dependía de los recuerdos, que saber que había confiado en él era el asidero que necesitaba. Y tampoco sabías que él podía devolverme la energía que me estabas robando.

«Él no está aquí, pequeña. Sólo estás tú. Sólo estamos nosotros.»

Riley no se permitió pensar en aquello; pensó sólo, fugazmente, que Gordon tenía razón, que siempre se enfrentaba sola a las cosas, convencida no tanto de que fuera invencible, sino de que tenía una responsabilidad para con los demás.

Uno no debía poner en peligro gratuitamente a las personas a las que amaba.

Era así de sencillo. Una norma por la que guiarse.

O por la que morir.

Aparcó el Hummer cerca del hueco de la valla, que ya no estaba vigilado. Sólo la luz de la luna que se filtraba por entre los árboles iluminaba el sendero, pero era una luna llena y brillante, y Riley veía bastante bien.

Aunque de todos modos no importaba. Estaba siendo arrastrada hacia allí, y esta vez no se resistía. Bajo la superficie nublada de su mente, como un espejo empañado, esperaba pacientemente a emerger. La niebla la protegía. Ahora que lo entendía, podía servirse de ella, llevarla como llevaba muchos otros atuendos.

Dejaba que fragmentos confusos de pensamiento, aparentemente aleatorios, cruzaran aquella barrera brumosa mientras, por debajo, su mente trabajaba con una claridad tan brillante y afilada como un cuchillo.

Juntando las piezas del rompecabezas.

Salió al claro y fijó la mirada en la forma extrañamente antigua del altar de piedra. Esta vez no colgaba nada sobre él, pero el círculo había sido trazado de nuevo. Lo sabía, aun cuando no podía ver la sal, porque había velas colocadas en puntos específicos.

Velas negras.

Encendidas.

No dio más de dos pasos hacia el interior del claro. Absorta, no hizo caso del cosquilleo de advertencia que sintió en la nuca, apenas unos segundos antes de que él la agarrara por detrás.

Capítulo 21

Riley dominaba literalmente un arsenal de técnicas de combate cuerpo a cuerpo, desde artes marciales exóticas a peleas callejeras a puñetazos, y fue el instinto de éstas últimas el que la guió en aquel caso en particular.

Con la velocidad del rayo, echó los brazos hacia atrás y le agarró, se volvió ágilmente y acabó de cara a él, con su pistola en las manos.

Acurrucado en el suelo, abrazado a su carne amoratada, gimiendo y presa de las náuseas, estaba tan envuelto en su propio sufrimiento que Riley comprendió que estuvo ciego y sordo a todo lo que le rodeaba al menos durante un largo par de minutos.

Esperó, apuntándole con la pistola que le había quitado, y, cuando mostró signos de empezar a recuperarse, dijo con calma:

– La naturaleza te dio más estatura, más músculos y más agresividad. Ésa era tu ventaja. Y también te dio pelotas. -Riley ladeó el revólver que le había arrebatado-. Y ésa es mi ventaja.

Jake ni siquiera intentó levantarse. Resolló un par de veces antes de poder decir:

– Dios, peleas duro.

– Peleo para ganar -le dijo ella-. Siempre.

Él siguió respirando trabajosamente y por fin dijo:

– Imaginaba que usarías algunas de esas asquerosas artes marciales.

– Sí, podría haberlas usado. Pero así ha sido mucho más divertido. -Mientras pronunciaba alegremente aquellas palabras, Riley se dio cuenta de algo, y no había ni rastro de humor en su voz cuando añadió-: No deberías estar aquí. Maldita sea, Jake, ¿qué haces aquí?

Él hizo un intento desganado de levantarse y volvió a caer hacia atrás con un gruñido.

– Joder, Riley, me citaste aquí. Dijiste que lo habías descubierto todo y…

Ella bajó la pistola, pero siguió asiéndola con las dos manos.

– Entonces, ¿por qué me has agarrado?

– Por probar -contestó él con otro gruñido, éste más bien teatral-. Creía que ibas a arrojarme por encima de tu hombro o algo así, pero… Dios mío, Riley…

Típicas idioteces de macho, pensó ella, sin malgastar energía en indignarse o sentir asco. Jake sentía curiosidad por su capacidad para defenderse, y le había puesto las manos encima.

Imagínate.

Parte de su energía seguía concentrada en mantener la superficie engañosamente neblinosa de su mente, pero dejó que un par de filamentos se alargaran y sondearan el claro.

– Quédate aquí, ¿entendido? -le dijo a Jake distraídamente-. Ni siquiera intentes levantarte. No te llamé yo misma, ¿verdad? Alguien te pasó el mensaje.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Quién te dijo que quería verte, Jake? ¿O prefieres que lo adivine? -Levantó la voz-. Puedes salir, Leah.

Hubo un momento de silencio, y luego la pelirroja alta apareció al otro lado del claro. Y entró en el círculo. Se había quitado el uniforme, no había duda: llevaba una larga túnica negra cuya capucha bajada dejaba que su larga melena rojiza brillara a la luz radiante de la luna.

– ¿Cuándo te diste cuenta? -preguntó con calma.

– Tarde, me temo -respondió Riley con idéntica calma-. Hoy, o ayer, más bien, justo antes de que empezaras a intentar manipular mi mente. Imaginé que había alguna conexión que había pasado por alto. Fue Gordon quien lo dijo. Que no creía en las coincidencias. Ash y yo estábamos aquí, los dos habíamos tenido relación con John Henry Price en el pasado. En eso estaba pensando Gordon. No podía ser una coincidencia. Y no lo era. Tú querías que Ash participara. Por eso tenía que ser aquí. En Castle. Porque fue aquí donde encontraste a Ash. ¿No es eso?

Leah sonrió débilmente.

– Puede que te haya subestimado.

Riley siguió hablando.

– Ash estaba aquí, y no iba a ir a ninguna parte. Era el único que había estado a punto de poner a Price en su sitio: entre rejas. Y no te importaba que no lo hubiera conseguido. Lo que te importaba era que se hubiera atrevido.

– No debió hacerlo -dijo Leah-. Era perturbador. El juicio. Todos esos ojos observándonos. No nos gusta que nos miren.

Riley se resistió a la tentación de seguir aquella tangente.

– Así que tenía que ser aquí. Donde te plantarías y saldarías todas tus cuentas. Ya habías conocido a Gordon. Seguramente en Charleston, cuando estaba buscando un sitio donde retirarse. Eso fue lo que olvidé preguntarle, ¿sabes? Quién le sugirió Opal Island como un buen sitio para retirarse. Yo creía que había sido al revés, gracias a esa encantadora historia tuya acerca de que elegiste Castle clavando un alfiler en el mapa. Creía que Gordon ya estaba aquí cuando tú llegaste. Pero fue al contrario, ¿verdad, Leah?

– Me parece que voy a echar de menos a Gordon -contestó ella-. Ha sido divertido. Y asombrosamente fácil de manejar. Como casi todos los hombres, creo.

A Riley le costaba un inmenso esfuerzo dividir su atención, mantener los ojos fijos en Leah, la voz firme y calmada al hablar, mientras otra parte de su conciencia se alargaba en una dirección completamente distinta.

Confiaba en que sus fuerzas le bastaran.

– Ya habías elegido a tu grupo de satanistas -continuó-. Gracias a Price y sus intereses, conocías a la gente adecuada. Sabías cómo encontrar lo que andabas buscando. Un grupo inofensivo, dispuesto a cambiar de aires, uno de cuyos miembros era una mujer con un ex marido ansioso por reconciliarse con ella. Fue, como tú dices, bastante fácil manipular a Wesley Tate. Puede que salieras con él una o dos veces y que así descubrieras lo de Jenny.