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XV

Soden es un pueblecito situado a media hora de Francfort, en un paraje encantador, en las faldas de Taunus. Entre nosotros, los rusos, goza de renombre a causa de sus aguas minerales, eficaces en las enfermedades del pecho, según se asegura. Los francfurtenses nunca van allí sino para giras de recreo, porque Soden posee un magnífico parque y restaurantes donde puede tomarse café y cerveza a la sombra de los tilos y de los arces.

El camino de Francfort a Soden, orillado de árboles frutales, costea la margen derecha del Mein. Mientras el coche rodaba tranquilamente por aquel camino magnífico, Sanin observaba a hurtadillas la acción de Gemma respecto a su futuro: Era la primera vez que los veía juntos. La actitud de la joven era serena y sencilla, pero con un poco más de reserva y seriedad que de costumbre; Klüber tenía el porte de un superior indulgente que se permite a sí mismo, y permite a su subordinado, un placer discreto y de buen tono. Sanin no observó en él ninguna particular atención para con Gemma, nada de lo que los franceses llaman empressement(obsequiosidad). Evidentemente, HerrKlüber consideraba el asunto como trato hecho, y no veía ningún motivo para molestarse y hacer el galán; en cambio, su condescendencia no le abandonaba ni un minuto, y hasta en el gran paseo que dieron antes de comer, más allá de Soden, a través de las montañas y de los valles frondosos, mientras saboreaba las bellezas de la Naturaleza, miraba el paisaje con aquel invariable aire de indulgencia a través del cual se traslucía de vez en cuando la severidad natural en un superior. Así, hizo notar que cierto riachuelo corría harto en línea recta, en vez de dar pintorescos rodeos; hasta desaprobó la conducta de un pajarillo que variaba muy poco su canto. Gemma no se aburría, y hasta experimentaba una_ visible satisfacción. Sin embargo, Sanin no encontraba ya en ella la Gemma de la víspera; y no porque la más leve sombra oscureciese su hermosura (nunca había estado más resplandeciente), sino porque su alma parecía haberse escondido en lo más recóndito de su ser. Elegantemente enguantada y con la sombrilla abierta en la mano, andaba con aplomo sin apresurar, como hacen las señoritas bien educadas, y hablaba poco. Emilio tampoco estaba a sus anchas, y Sanin aún menos. Entre otras cosas que contribuían a molestarle, había la de que la conversación se sostuvo todo el tiempo en alemán.

Sólo Tartagliaestaba enteramente alegre. Corría dando furiosos ladridos tras de los tordos que levantaba al paso; cruzaba los barrancos, saltaba por encima de los troncos y de las raíces, se tiraba al agua lamiéndola con avidez; se sacudía, gimoteaba, luego salía disparado otra vez como una flecha, dejando colgar su lengua roja hasta encima del hombro. Por su parte, HerrKlüber hacía todo lo que juzgaba necesario para divertir a la sociedad. Invitó a sus compañeros a sentarse a la sombra de un copudo roble, y sacando del bolsillo un librito titulado Knallerbsen, oder du sollst wirst lachen(Petardos, o Debes reírte y te vas a reír) se creyó en el caso de leer las anécdotas escogidas de que ese libro estaba lleno. Leyó una docena sin provocar mucha alegría. Sólo Sanin, por urbanidad, enseñaba los dientes. En cuanto a HerrKlüber, después de cada anécdota, dejaba oír una risita de pedagogo, modificada como siempre por un tinte de condescendencia. Hacia mediodía volvieron todos a Soden al mejor restaurante de la comarca.

Tratábase de tomar disposiciones para la comida.

HerrKlüber propuso realizar este acto en un pabellón cerrado por todas partes, im gartensalon; pero Gemma se sublevó de pronto contra esto, y dijo que no comería sino al aire libre, en el jardín, en una de las mesitas puestas delante del restaurante; que le aburría ver siempre las mismas caras, y que deseaba tener otras a la vista. Varios grupos de recién venidos se habían sentado ya alrededor de esas mesitas.

Mientras Klüber, sometiéndose con condescendencia “al capricho de su futura”, iba a entenderse con el camarero en jefe, Gemma permaneció de pie, inmóvil, con los ojos bajos y los labios apretados; sentía que Sanin no apartaba de ellas su mirada, casi interrogadora, y hubiérase dicho que eso le causaba enfado. Por fin regresó Klüber, anunciando que la comida estaría dispuesta dentro de media hora, y propuso jugar una partida de bolos para esperar.

Eso es muy bueno para abrir el apetito, ¡je, je, je! —añadió. Jugaba a los bolos magistralmente; al arrojar las bolas, tomaba posturas magníficas, hacía valer la musculatura de los brazos y piernas, balanceándose con gracia en un pie. Era un atleta en su género; estaba sólidamente configurado. Y luego, ¡eran tan blancas, tan bellas, sus manos! ¡Y se las enjugaba con tan rico pañuelo de seda de la India, con flores de color amarillo de oro!

Llegó la hora de comer, y toda la compañía se puso a la mesa.

XVI

Sabido es de lo que consta una comida alemana: una sopa de aguachirle con canela y unas bolitas de pasta cubiertas de gibosidades; carne cocida, seca como corcho, rodeada de remolachas fofas, de rábano picado y patatas viscosas, envueltas en una grasa blanquizca; una anguila azulada con salsa de alcaparras en vinagre; un asado con conservas en vinagre, y el imprescindible mehlspeise; especie de puddingrociado con una salsa roja agrilla; en cambio, vino y cerveza muy presentables: Tal era la comida que el fondista de Soden presentó a sus huéspedes.

Por lo demás, esa comida pasó muy bien. En verdad, no se hizo notar por una animación particular, aun cuando HerrKlüber brindó: “¡Por lo que nos es querido! ( Was wir feben!) Todo se realizó de la manera más decente y digna. Después de la comida sirvióse un café ácido y rojizo, un verdadero café alemán. HerrKlüber, como galante caballero, pedía a Gemma permiso para fumar un cigarro, cuando de pronto ocurrió una cosa imprevista, una cosa verdaderamente desagradable y hasta indigna...

Algunos oficiales de la guarnición de Maguncia se habían instalado en una de las mesas próximas. Por sus miradas y cuchicheos, podía adivinarse sin esfuerzo que les había llamado la atención la hermosura de Gemma. Uno de ellos, que probablemente había estado en Francfort, miraba a la joven como se mira a una persona conocida; era claro que sabían quién era. De pronto se levantó vaso en mano — los señores oficiales habían hecho ya numerosas libaciones, y el mantel estaba cubierto de botellas delante de ellos— y acercóse a la mesa donde estaba sentada Gemma. Era un jovenzuelo con cejas y pestañas de un rubio soso, aunque con una fisonomía agradable y hasta simpática, pero sensiblemente alterada por el vino que había bebido. Sus mejillas estaban estiradas e inflamados los ojos que vagaban de acá para allá con una expresión insolente. Sus camaradas, después de intentar contenerle, le dejaron ir. Empezado el melón, era preciso ver en qué paraba aquello.