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—Pero ya es hora de irnos a casa —exclamó en cuanto Sanin hubo concluido de arreglarse y escrito su carta a Berlín.

—Aún es muy pronto —dijo Sanin.

—Eso no importa —replicó Emilio con zalamería—. Vamos a Correos, y de allí a casa. Genuna se pondrá muy contenta de verle a usted. Almuerce usted con nosotros... Hable usted a mamá de mí, de mi carrera...

—Vamos dijo Sanin. Y partieron.

X

Pareció Gemma, en efecto, contentísima de verle, y FrauLenore le recibió muy amistosa, Visiblemente, había producido en ella una impresión favorable la víspera. Emilio corrió a ocuparse del almuerzo, no sin haber cuchicheado al oído de Sanin esta recomendación:

—¡No lo olvide usted!

—En ello pienso —respondió Sanin.

FrauLenore no se encontraba del todo bien; tenía jaqueca, y medio tumbada en un sillón, trataba de moverse lo menos posible. Gemma llevaba un peinador amarillo, sujeto a la cintura con un cinturón de cuero; tenía también aspecto fatigado, y una ligera palidez cubría sus mejillas; sus ojos estaban un poco ojerosos, pero su brillo no se había aminorado; y aquella palidez daba algo de misterio y dulzura a las facciones de su rostro, de una pureza y una severidad clásica. Ese día chocóle a Sanin en particular la extraordinaria belleza de su mano... Cuando la levantaba para arreglarse y sujetar los rizos oscuros y lustrosos de sus cabellos, no podía apartar la vista de esos dedos largos y flexibles, separados unos de otros como los de la Fornarinade Rafael.

Hacía mucho calor por fuera. Sanin quería irse después de almorzar, pero le hicieron ver que con semejante día lo mejor era quedarse donde estaba. Convino en ello, y se quedó. Un agradable fresco reinaba en la estancia de atrás, donde sus huéspedes y él se habían instalado, y cuyas ventanas daban a un jardincito plantado de acacias. Un ávido enjambre de abejas, avispas y zánganos azacanados zumbaban entre el frondoso follaje de las flores de oro. Ese incesante murmullo que penetraba en la habitación por las celosías entreabiertas y las cortinas echadas, hablaba del calor de afuera y hacía parecer aún más suave el fresco de aquella casa cerrada y hospitalaria.

Sanin habló mucho, como la víspera, pero ya no de Rusia ni de la vida rusa. Con el fin de complacer a su amiguito, a quien habían mandado a casa de HerrKlüber enseguida del almuerzo, para ejercitarse en la teneduría de libros, llevó la conversación al terreno de las ventajas y los inconvenientes comparativos del arte y del comercio. Esperaba ver a FrauLenore tomar la defensa de esta última profesión; pero su mayor extrañeza fue el ver que también Gemma participase de tales opiniones.

—Si se es artista, sobre todo cantante —insistió con ademán enérgico—, es preciso ocupar el primer puesto. El segundo nada vale. ¿Y quién sabe si ha de llegar a ese primer puesto?

Pantaleone, que tomaba parte en la conversación (porque en su calidad de viejo servidor antiguo, tenía el privilegio de sentarse en compañía de los dueños de la casa: los italianos, en general, no son de etiqueta muy severa). Pantaleone, naturalmente, defendía el arte con todas sus fuerzas. A decir verdad, sus argumentos eran harto flojos: repetía de continuo la necesidad de hallarse dotado de “cierto ímpetu de inspiración”, d’un certo estro d’inspirazione. FrauLenore le objetó que probablemente él mismo había poseído ese estro,y que, sin embargo...

—Tuve enemigos —respondió Pantaleone con aire tétrico.

—¿Y cómo puedes estar seguro (ya se sabe que los italianos se tutean a menudo), cómo puedes estar seguro de que Emilio, aun suponiendo que estuviese dotado de ese estro, no tendría enemigos?

—¡Pues bien, hacedle mercanchifle! —dijo despechado Pantaleone—. ¡Pero Giovanni Battista no se hubiera conducido así, a pesar de ser confitero!

—Giovanni Battista, mi marido, era un hombre razonable; y si en su primera juventud pudo dejarse arrastrar...

Pero el viejo no escuchaba; alejóse, murmurando con aire hosco:

—¡Ah! ¡Giovanni Battista!

Gemma exclamó que si Emilio sentía en sí el amor a la patria, y si quería consagrar sus fuerzas a la independencia de Italia, podía ciertamente sacrificar la seguridad de su porvenir por un fin tan noble y elevado, pero no por el teatro. Al decir esto, FrauLenore, inquieta, suplicó a su hija que, a lo menos, no arrastrase a su hermano fuera del buen camino. ¿No bastaba con que ella misma fuese una republicana furibunda?... Después de haber pronunciado estas palabras, FrauLenore exhaló un suspiro quejumbroso y dijo que sufría mucho, que su cabeza estaba próxima a estallar. ( FrauLenore, por cortesía para con su huésped, hablaba en francés con su hija.) Gemma se puso enseguida a hacerla carantoñas, soplándole con delicadeza en la frente después de humedecérsela con agua de Colonia; la besó con dulzura en las mejillas, arregló la cabeza encima de la almohada, le prohibió que hablase y la besó de nuevo. Después, dirigiéndose a Sanin, se puso a contarle, medio en broma, medio sentimental, qué admirable madre era la suya y cuán hermosa había sido.

—¡Pero, ¿qué digo? ¡Aún lo es, y hermosísima! ¡Vea usted, vea usted, vea usted qué ojos!

Gemma sacó del bolsillo un pañuelo blanco, lo puso encima de la cara de su madre, y tirando de él hacia abajo poco a poco, descubrió primero la frente, después las cejas y los ojos de FrauLenore, hizo una pequeña pausa y le dijo que mirase. Obedeció ésta, y Gemma dio un grito de admiración. (Los ojos de FrauLenore eran en verdad hermosos.) Hizo resbalar rápidamente el pañuelo por la parte inferior de la cara, menos regular que la superior, y volvió a empezar a llenarla de besos. FrauLenore, sonriéndose, se volvió un poco e hizo como que rechazaba a su hija con esfuerzo. Gemma fingió también luchar con su madre y se puso a acariciarla no con la felina zalamería de las francesas, sino con la gracia italiana, bajo la cual siempre se adivina la fuerza.

Por fin dijo FrauLenore que estaba fatigada. Gemma le aconsejó dormirse un poco en el sillón.

Y yo —dijo—, con el caballero ruso, nos estaremos quietos, muy tranquilos, como ratoncitos.

FrauLenore le dirigió una sonrisa por única respuesta, cerró los ojos, respiró hondamente dos o tres veces y se adormeció. Gemma se sentó a escape junto a ella en una banqueta, y sosteniendo la almohada donde descansaba la cabeza de su madre, se quedó inmóvil, llevando solamente de vez en cuando a sus labios un dedo de la otra mano, para recomendar silencio, y mirando a Sanin con el rabillo del ojo cada vez que se permitía el menor movimiento. Concluyó éste por inmovilizarse también y permaneció como hechizado; dejando a su alma admirar con todas sus fuerzas el cuadro que ante él se ofrecía. Aquella estancia medio a oscuras, donde como puntos luminosos brillaban acá y allá frescas rosas muy abiertas en antiguos vasos de color verde; aquella mujer dormida, con las manos modestamente cruzadas, con su bondadoso rostro rendido y rodeado por la suave blancura de la almohada; aquella joven que la miraba con atención, también tan buena, pura y admirablemente hermosa, con sus ojos negros, profundos, llenos de sombra y, sin embargo, de fulgores... ¿eran un ensueño o un cuento de hadas?... ¿Y cómo estaba él allí?