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Sanin ya no sabía sobre qué sacar conversación. Emilio entró bruscamente y despertó a FrauLenore... Sanin se puso contento al verle llegar.

FrauLenore se levantó del sillón. Presentóse Pantaleone, y dijo que la comida estaba servida. El amigo de la casa, ex cantante y sirviente, desempeñaba también las funciones de cocinero.

XIII

Sanin permaneció aún después de comer. Se habían negado a dejarle partir, so pretexto de que hacía un calor horrible; y cuando hubo caído un poco el calor, le propusieron salir al jardín a tomar el té, a la sombra de las acacias. Sanin aceptó; sentíase completamente feliz. Las horas apacibles y de dulce monotonía de la vida guardan exquisitos goces, y se entregaba a ellos con delicia, sin pensar en mañana. ¡Qué encanto sólo la presencia de una joven como Gemma! Iba a separarse de ella muy pronto, y quizá para siempre; pero mientras la misma barquilla, como en los versos de Uhland, te mece sobre las ondas serenas de la vida, ¡sé feliz, viajero; deléitate! ¡Feliz viajero! Todo le parecía amable y encantador.

FrauLenore le propuso medirse con ella y Pantaleone al juego del tresette; le enseñó este juego italiano poco complicado, ganóle ella algunos kreutzers, y quedó hechizado él. A petición de Emilio, Pantaleone obligó al perro Tartagliaque hiciese todas sus habilidades: Tartagliasaltó por encima de una palo, habló (es decir, ladró), estornudó, cerró la puerta con el hocico, trajo a su amo una zapatilla vieja, y, por último, con un chacó en la cabeza, representó al mariscal Bernadotte y escuchando las sangrientas acusaciones que Napoleón le dirige por su traición. Naturalmente, Pantaleone era quien hacía de Napoleón, ¡y con suma fidelidad, a fe mía! Con los brazos cruzados ante el pecho y un tricornio metido hasta las cejas, hablaba con tono seco y áspero en francés, ¡y en qué francés, santo Dios! Frente a su amo, sentado Tartagliasobre las patas traseras, encogido y apretando la cola entre las piernas, hacía guiños con aire humilde y confuso bajo la visera del chacó metido de través. De rato en rato, cuando Napoleón alzaba la voz, erguíase sobre las patas de atrás. “¡Fuori traditore!”—exclamó por último Napoleón, olvidando, en el exceso de su cólera, que debía sostener hasta el fin su papel en francés—; y Bernadotte huyó a todo correr debajo del diván, de donde salió casi enseguida ladrando alegre, como para hacer saber a todos que la función había concluido. Los espectadores se rieron mucho, y Sanin más que los demás.

Cuando Gemma se reía, mezclaba con las risas unos gemiditos de lo más divertido del mundo... Sanin estaba en sus glorias con esa risa. Acabó por sentir un loco deseo de comérsela a besos por esos gemiditos.

Por fin, llegó la noche. ¡Hay que ser razonable! Después de haberse despedido de todos y repetido a cada uno “hasta mañana” (hasta abrazó a Emilio), Sanin regresó a la fonda, llevando en el corazón la imagen de aquella joven, ya risueña, ya pensativa, ya apacible hasta la indiferencia, pero siempre encantadora. Sus hermosos ojos, a veces muy abiertos, brillantes y alegres como el día, otras medio velados por las pestañas, oscuros y profundos como la noche, estaban tenazmente ante su vista, mezclándose con todas las demás imágenes, con todos los otros recuerdos.

En lo que no pensó ni una sola vez fue en HerrKlüber, en las razones que le habían retenido en Francfort, en una palabra, en todo lo que le había agitado la víspera.

XIV

Preciso es que digamos algunas palabras acerca del mismo Sanin. En primer término, no era mal parecido; talle proporcionado y elegante, facciones agradables aunque un poco indecisas, ojos azules claros, de cariñosa expresión, cabellos con reflejos de oro, piel blanca y sonrosada, y, sobre todo, ese aire ingenuamente alegre, confiado, abierto, un poco bobo a primera vista, en el cual reconocíase antaño sin trabajo a los hijos de los nobles de la estepa, los “hijos de familia”, los jóvenes de buena casa, nacidos y engordados al aire libre en las feraces comarcas del Sur; bonito andar, un poco vacilante, leve ceceo al hablar, una sonrisa infantil en cuanto le miraban..., en fin, buen humor, salud, molicie, molicie y más molicie: tal era Sanin de cuerpo entero. Además, no estaba desprovisto de talento ni de instrucción. Había conservado su frescura de impresiones, a pesar de su viaje al extranjero; para él eran casi desconocidos los sentimientos tumultuosos que perturbaban a la mejor parte de la juventud de entonces.

En nuestros días, después de una minuciosa rebusca de “hombres nuevos”, nuestra literatura se ha puesto a producir tipos jóvenes decididos a guardar su frescura, a conservarse frescos e intactos... cueste lo que cueste, frescos como las ostras que de Flensburgo llevan a Rusia. Sanin no tenía nada de común con ellos: era naturalmente fresco. De compararle con algo, hubiera sido menester hacerlo con un manzano nuevo, de hojas rizadas, recién injerto, de nuevos viveros de tierras negras, o mejor aún, con un potro de tres años, nacido en las antiguas yeguadas de señores, bien cuidado y reluciente, uno de esos potros de piernas mal desbastadas, que apenas empiezan a aprender el trote largo. Los que han encontrado a Sanin más tarde, baqueteado por la vida, perdida de mucho tiempo atrás la “flor” de la juventud, esos han conocido otro hombre.

Al día siguiente, aún estaba Sanin en la cama, cuando Emilio, vestido de fiesta, trascendiendo a pomada y con un junquillo en la mano, se metió de rondón en el dormitorio y anunció que HerrKlüber iba a llegar con el coche, que el día prometía ser magnífico, que todo estaba dispuesto en casa, pero que mamá no iba a ir, porque le había vuelto a dar la jaqueca de la víspera. Se puso a dar prisa a Sanin, asegurándole que no había un minuto que perder. En efecto, HerrKlüber encontró aún a Sanin arreglándose. Llamó a la puerta, entró, inclinó y enderezó su noble talle, declaró hallarse dispuesto a esperar todo cuanto se quisiera y tomó asiento, con el sombrero elegantemente apoyado en una rodilla. El guapo dependiente se había emperejilado hasta lo imposible; cada uno de sus movimientos desprendía fuertes efluvios de los más suaves olores. Había venido en una gran carretela descubierta, un landó enganchado con dos caballos de mala estampa, pero de alzada y fuerza. Un cuarto de hora después, Sanin, Klüber y Emilio deteníanse triunfalmente a la puerta de la confitería. La señora Rosselli se negaba de un modo resuelto a tomar parte en el paseo. Gemma quiso quedarse con su madre, pero esta misma la empujó al coche.

—No necesito de nadie, dormiré —dijo—. De buena gana hubiera enviado con ustedes a Pantaleone, pero se necesita alguno para despachar a los parroquianos.

—¿Podemos llevarnos a Tartaglia?

—¿Qué duda tiene?

Al punto se lanzó Tartagliaalegremente al pescante, y se instaló allí relamiéndose. Se veía que estaba familiarizado con esa gimnástica.

Gemma se había puesto un gran sombrero de paja con cintas pardas, cuyo borde bajaba por delante, resguardándole casi toda la cara contra los rayos del sol. La línea de la sombra terminaba precisamente en la boca, brillaban sus labios con un encarnado suave y fino como los pétalos de la rosa de cien hojas, y sus dientes despedían cándidos reflejos como en los niños. Gemma tomó asiento junto a Sanin; Klüber y Emilio enfrente de ellos. El pálido rostro de FrauLenore apareció en una ventana; Gemma le hizo una señal de despedida con su pañuelo blanco, y el coche arrancó.