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Siobhan Clarke fue hacia ellos cruzando el salón.

– Enhorabuena -dijo dando la mano a Gill Templer.

– Gracias, Siobhan -contestó ella-. Quizá tú llegues algún día.

– ¿Por qué no? -repuso Siobhan-. El que la sigue la consigue -añadió alzando un puño sobre la cabeza.

– ¿Tomas algo, Siobhan? -preguntó Rebus. Las dos mujeres intercambiaron una mirada. -Es casi para lo único que sirven -dijo Siobhan haciendo un guiño; se echaron las dos a reír y Rebus se alejó.

* * *

El karaoke comenzó a las nueve. Rebus fue a los servicios y notó el sudor enfriándosele en la espalda. Se había guardado la corbata en el bolsillo y tenía la chaqueta colgada en el respaldo de una silla junto a la barra. Ya se habían marchado muchos de los asistentes, algunos para incorporarse al turno de noche, otros porque habían recibido una llamada por el móvil o por el busca, pero ahora llegaban otros que venían de cambiarse el uniforme en casa. Una agente de la sala de comunicaciones de Saint Leonard se había presentado con falda corta y era la primera vez que Rebus le veía las piernas. Un bullanguero cuarteto de veteranos destinados en comisarías de Lothian oeste, donde había trabajado Watson, irrumpió con fotos de la revista Farmer de veinticinco años atrás. Les habían añadido huellas dactilares y la cabeza de Watson estaba unida a cuerpos de tíos cachas, algunos en posturas más que exageradas.

Rebus se lavó las manos y se echó agua en la cara y en la nuca. Como de costumbre, había sólo secamanos eléctrico y sacó su pañuelo para usarlo como toalla; en aquel momento entró Bobby Hogan.

– ¿Tú también estás borracho? -preguntó Hogan dirigiéndose a los urinarios.

– ¿Acaso me has oído cantar, Bobby?

– Tú y yo deberíamos cantar a dúo Mi cubo tiene un agujero.

– Seguro que somos los únicos que conocemos esa canción.

Hogan contuvo la risa.

– ¿Recuerdas la época en que nosotros éramos los jóvenes reformistas?

– Hace un siglo de eso -replicó Rebus como hablando consigo mismo.

Hogan pensó que había oído mal, pero Rebus lo reiteró asintiendo con la cabeza.

– Bueno, ¿quién es el próximo homenajeado? -preguntó Hogan camino de la puerta.

– Yo no -dijo Rebus.

– ¿No?

– Yo no puedo jubilarme, Bobby -respondió Rebus secándose de nuevo el cuello-. Me moriría.

Hogan lanzó un bufido.

– Lo mismo me sucede a mí, pero el trabajo también me está matando.

Se miraron un instante y Hogan hizo un guiño al abrir la puerta. Volvieron al salón ruidoso y agobiante y Hogan, al ver a un viejo amigo, lo saludó con los brazos abiertos. Uno de los colegas veteranos de Watson empujó un vaso hacia Rebus.

– Bebe Ardbeg, ¿no?

Rebus asintió con la cabeza, relamió un poco lo que se le había vertido en el dorso de la mano y, al ver de nuevo a un chiquillo entrando en la comisaría, alzó el vaso y lo apuró de un trago.

* * *

Sacó las llaves del bolsillo y abrió el portal del edificio. Eran llaves nuevas, relucientes, hechas aquel mismo día. Rozó la pared con el hombro camino de la escalera y subió agarrándose bien a la barandilla. Con la segunda y tercera llave abrió la puerta del piso de Philippa Balfour.

No había nadie y la alarma no estaba conectada. Encendió las luces. La gruesa alfombra parecía enroscársele en los tobillos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para avanzar, agarrándose a la pared. Las habitaciones estaban tal como las había dejado, pero faltaba el ordenador, trasladado a la comisaría, donde Siobhan estaba segura de que el servidor de Internet de Balfour les facilitaría la contraseña de la desaparecida.

En el dormitorio ya no estaba el montón de ropa de David Costello. Se imaginó que se la habría llevado el muchacho sin permiso, porque no podía sacarse nada del piso sin autorización de los jefes. Aquellas prendas habrían debido examinarlas primero los del equipo forense para tomar muestras; aunque ya había oído rumores de que tenían que apretarse el cinturón porque en un caso como aquél los gastos podían ser astronómicos.

Fue a la cocina a servirse un gran vaso de agua y luego se sentó en el salón en el mismo sitio que había ocupado David Costello. Le chorreó agua por la barbilla. Los cuadros abstractos de las paredes producían visiones raras y se desplazaban cuando movía los ojos. Se agachó para dejar el vaso vacío en el suelo y acabó a cuatro patas. Algún cabrón le había echado algo en el whisky; no había otra explicación. Se dio la vuelta para sentarse y cerrar los ojos un instante. Personas desaparecidas: a veces es una pérdida de tiempo, porque al final aparecen o borran la pista si no quieren que las encuentren. Desaparecidos había muchos…; en la comisaría recibían constantemente descripciones y fotos de rostros ligeramente desenfocados como si ya fueran camino de convertirse en fantasmas. Parpadeó para abrir los ojos con fuerza y miró el techo y las elaboradas molduras. En la ciudad nueva, los pisos eran grandes, pero él prefería su barrio, había más tiendas y menos niebla.

Al Ardbeg tenían que haberle echado algo. Seguramente no volvería a beberlo para que no le evocara el fantasma del crío. Se preguntó qué habría sido de aquel chiquillo. ¿Lo habría hecho por accidente o ex profeso? Un chiquillo que ya sería padre, abuelo quizá. ¿Seguiría soñando con la hermana a la que había matado? ¿Recordaría al joven agente uniformado, nervioso, detrás del mostrador? Pasó las manos por el suelo. Era un suelo de madera bien pulido. No habían levantado aún los tablones; advirtió un hueco entre dos tablones y metió las uñas pero no consiguió nada y tumbó sin querer el vaso, que rodó por el suelo, llenando con su ruido el cuarto. Lo siguió con la vista hasta la puerta, donde lo detuvieron unos pies.

– ¿Qué demonios pasa aquí?

Rebus se puso en pie. El hombre que tenía ante sí aparentaba cuarenta y tantos años y lo miraba con las manos en los bolsillos de un abrigo de lana tres cuartos; separó las piernas bloqueando el paso.

– ¿Quién es usted? -preguntó Rebus.

El hombre sacó una mano del bolsillo y se la llevó a la oreja. Tenía un móvil.

– Voy a llamar a la policía -contestó.

– Soy policía -dijo Rebus sacando la identificación-. Inspector Rebus.

El hombre examinó el carnet y se lo devolvió.

– Soy John Balfour -dijo en tono más suave.

Rebus asintió con la cabeza. Se lo había imaginado.

– Lamento que… -comenzó a disculparse mientras se guardaba el carnet y sentía que la rodilla izquierda le flaqueaba.

– Usted ha bebido.

– Sí, lo siento. Vengo de una fiesta de jubilación. No estaba de servicio, si se refiere a eso.

– ¿Puedo preguntarle qué hace, en tal caso, en el piso de mi hija?

– Naturalmente -replicó Rebus mirando a su alrededor-. Es que quería… ver si…, es decir…

No encontró las palabras.

– Haga el favor de marcharse.

Rebus inclinó levemente la cabeza.

– Por supuesto -dijo, al tiempo que Balfour se apartaba para dejarle paso sin que lo rozara.

Rebus se detuvo en el pasillo y se volvió ligeramente para disculparse, pero el padre de Philippa Balfour estaba junto a la ventana del salón y miraba a la calle agarrado a las contraventanas con ambas manos.

Rebus bajó la escalera con cuidado, ya casi sobrio, y cerró el portal sin mirar atrás ni hacia la ventana del primer piso. No había nadie por la calle y la calzada brillante por efecto del chubasco reflejaba la luz de las farolas. Sólo se oía el ruido de sus zapatos subiendo la cuesta camino de Queen Street, George Street y Princes Street hacia el puente North. Era la hora de salida de los pubes, y la gente que volvía a casa andaba buscando taxi y a los amigos rezagados. Dobló a la izquierda en Tron Kirk y bajó hacia Canongate. Junto al bordillo había un coche patrulla con dos agentes, uno despierto y el otro dormido. Dos agentes de la comisaría de Gayfield; o les había tocado la china, o aquel ingrato turno de noche era un castigo del jefe. El que estaba despierto, con un periódico doblado e inclinado hacia la escasa luz del salpicadero, no reparó mucho en Rebus pensando que era un peatón, pero cuando éste dio un golpazo en el techo del coche soltó sobresaltado el periódico, que fue a caer en la cabeza del dormido, quien se despertó de un respingo, dando un zarpazo defensivo.