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– ¿Por qué no?

– Porque… -paró un segundo, tratando de pensar en la frase correcta que necesitaba decir, pero como no podía pensar en nada, le soltó la verdad-. No quiero que pienses que voy a tener sexo contigo. Después de hoy, probablemente asumirás que hago ese tipo de cosas todo el tiempo, pero no lo hago.

¡Jesús! -dijo-. Primero, nunca asumí que lo hicieras. Segundo, te invité aquí porque pensé que te gustaría ver el espectáculo sin congelarte los dedos de los pies, y tercero, te debo media botella de champán y pensé que quizás la quisieras -se detuvo un según y añadió-: Podemos volver abajo si te sientes incómoda.

Se sentía estúpida.

– No, me gustaría quedarme.

Sin encender las luces, Thomas la cogió de la mano. La puerta se cerró tras ellos y la guió a través de los muebles hacia la ventana.

– Wow -dijo mientras se quitaba los guantes y los guardaba en el bolsillo-. Ésta es un poquito más grande que mi habitación.

Él se movió detrás de ella y la ofreció ayudarla a quitarse el abrigo y cuando habló su voz parecía suspendida en la oscuridad.

– La mejor parte es el jacuzzi, entran seis personas, creo. Deberías echarle un vistazo.

Se alejó con su abrigo y Brina no pudo dejar de preguntarse si el se refería a que debía echarle un vistazo en el sentido de verlo o de saltar dentro, sola o con él. O si estaba dando por sentado bastante más de lo que decía.

La atención de Brina se volvió a centrar en los fuegos que estallaban en el cielo abriéndose como paraguas y cayendo como lluvia hacia la nieve que había debajo. Observarlo desde este lado del hotel era mucho mejor que hacerlo desde el aparcamiento.

El corcho del champán hizo un ruido al descorcharse y Brina miró por encima de su hombro hacia el bar.

– Creo que definitivamente tienes el mejor asiento de la casa, Thomas.

Pudo oír su suave risa mientras se acercaba silenciosamente.

– Sí, es bastante mejor que congelarnos como solíamos hacer.

Le ofreció una copa.

– Feliz año nuevo, Brina.

– Feliz año nuevo. -Se llevó la copa a los labios y le miró por encima del cristal. Las luces rojas iluminaban su rostro y su suéter blanco-. Debes estar orgulloso de ti mismo -dijo y bebió un trago.

– ¿Por qué?

– Porque siempre dijiste que tendrías un millón cuando tuvieras treinta años. Y supongo que lo hiciste.

– Sí, lo hice -se bebió todo lo que le quedaba en la copa mientras una explosión sonaba en el aire, haciendo que vibrara el suelo bajo sus pies-. He conseguido mucho dinero, Brina -dijo cuando la noche volvió a quedarse en silencio-, pero no es el dinero lo más importante.

Había estado viendo demasiados talk-shows como había mencionado.

– Hablas como Oprah.

Él sonrió y sus blancos dientes relucieron entre sus labios.

– Eso es porque Oprah sabe.

– ¿Qué?

Se encogió de hombros.

– Está bien poder pagar las facturas y es agradable poder comprarte un abrigo nuevo cuando lo necesitas, pero no te puede hacer delgado, y no te puede hacer feliz.

Dicho por un hombre que no tenía que preocuparse por pagar las facturas.

– No estoy de acuerdo. Si yo fuera rica contrataría a un cocinero que cocinara comida baja en grasas durante el resto de mi vida y me compraría un abrigo de armiño.

– Como Cenicienta -dijo tras una sonrisa.

Se acordaba.

– Sí, como Cenicienta. Eso me haría perdidamente feliz.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Para siempre.

– Estás equivocada. Serías cenicienta durante un tiempo, luego te aburrirías. -Bebió otro trago y miró por la ventana-. Créeme, lo sé.

– El dinero te da más opciones. -dijo y miró por la ventana al brillante espectáculo.

– Verdad, pero no puede parar el tiempo, sólo tienes cierto número de días, y cuando llega la hora, el dinero no puede parar la muerte o las enfermedades. Puede comprar los mejores cuidados médicos, pero eso no es garantía de nada.

Brina giró la cabeza y su corazón se aceleró.

– ¿No estás enfermo, verdad?

– ¿¿Yo?? No

– De quién estás hablando.

– De nadie.

No le creyó ni por un segundo, pero no era difícil imaginarse de quien estaba hablando.

– Siempre fuiste un mal mentiroso. Mencionaste que tu abuelo tenía problemas de salud. ¿Qué pasa?

– Es mayor -desde la ventana un explosión de luz iluminó su perfil-. Su corazón lleva mal algunos años. Algunas veces cuando lo visito, sus labios se vuelven azules y me da un miedo enorme. Sólo se toma una pequeña pastilla y su corazón empieza a funcionar. Le he llevado al mejor especialista del país, pero es mayor y nadie puede hacer nada.

Brina le cogió de la mano y se la apretó.

– Lo siento Thomas.

– Yo también -se llevó la copa a los labios y la miró-. Nunca le he contado a nadie que me asusta y en parte no sé porqué lo he hecho.

– Bien, me alegro de que lo hicieras.

La acarició con el pulgar en la mano. Hubo otra explosión y ella vio como su mirada bajaba desde su garganta a la ajustada parte delantera de su camiseta. Las explosiones del exterior se desvanecieron y la habitación volvió a quedarse a oscuras.

– ¿Cómo de contenta? -preguntó, se llevó su mano a la boca y le beso los nudillos-. ¿Qué me costaría quitarte la ropa? -La punta de su lengua toco la V que se formaba entre sus dedos, mandado escalofriaos desde la muñeca al codo.

– No creo que desnudarme contigo sea buena idea.

– ¿Por qué no?, no parecía importarte esta tarde.

Le giró la mano y la besó en la palma, deteniéndose para succionar el centro.

– Lo de esta tarde fue un error. Tú mismo lo dijiste. Nos dejamos llevar. -Él sopló, y su caliente respiración contra la humedad de su palma le hacían casi imposible poder controlar los escalofríos que corrían por su brazo-. Creo que deberíamos olvidar lo que pasó.

– ¿Vas a ser capaz de olvidarlo?

– Lo voy a intentar, ¿tú?

– No -dijo simplemente y la mordisqueó hasta la muñeca-. Tu pulso se acelera.

Cerró su mano y mantuvo dentro la humedad de sus labios.

– ¿Thomas?

– ¿Humm?

– Lo digo en serio. No creo que sea una buena idea.

– Sólo dime cuando quieres que pare -dijo, y suavemente le succionó la fina piel del dorso de la mano.

Esta vez no pudo controlar los escalofríos que le hacían cosquillas interminables, mezclándose con la sangre que corría por sus venas. La húmeda boca sobre su sensible piel mandaba ríos de escalofríos por sus pechos y entre sus piernas. Sus pezones se endurecieron bajo el sujetador de nylon que llevaba y pensó que probablemente debería decirle que parara ahora, antes de que volviera a enterrar su cara en su cuello. Pero en ese momento la noche explotó y el trueno final llenó de colores la habitación iluminando la cara de Thomas.

A través de los rayos dorados y blancos le miró a los ojos. Él la miraba por encima de su muñeca, su mirada como ardientes llamas en la oscura noche. La quería. La quería tanto como ella a el. Y mientras ella le miraba a los fieros ojos, de pronto no pudo recordar por qué exactamente hacer el amor con Thomas era una mala idea.

Se llevo la copa a los labios y la vacío.

– ¿Por qué me abandonaste hoy y te fuiste a esquiar con Holly?

– Yo fui a esquiar -susurró contra su piel-. Holly estaba allí, y yo no te abandoné, te dejé para poder pensar.

– ¿Sobre qué?

Finalmente desprendió su boca de ella.

– Sobre ti -dijo y se llevó el vaso a los labios para terminar de bebérselo.

No sabía si creerlo completamente, pero quería hacerlo desesperadamente.

– ¿Y cual fue tu conclusión?