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– Seguro que te veré por ahí. -dijo Brina y se dirigió a la sala.

La habitación estaba decorada con pancartas y globos blancos esparcidos por el suelo. En uno de los lados más alejados, se había montado un escenario decorado con banderines blancos y brillantina plateada. Una banda había montado ya los instrumentos pero por ahora el escenario estaba vacío.

Más o menos sobre una docena de caballetes habían puesto diferentes fotos de la clase de 1990. La gente se reunía alrededor de cada uno y recordaban los gloriosos días del instituto. Brina no se molestó en mirar las fotos. Sabía que probablemente no estaría en ninguna de ellas.

Las enormes ventanas que iban desde el suelo hasta el techo daban a una pista de esquí con grandes pendientes denominada muy apropiadamente como «La pasarela». Los cristales reflejaban de forma ondulada a las personas que había dentro y Brina se esforzó en mirar hacia arriba, todavía podía ver que estaba nevando fuera.

Caminó alrededor de las mesas colocadas en el perímetro de la sala y divisó algunas caras que recordaba.

En el bar, pidió un gin-tonic a un hombre desgarbado y con el pelo revuelto. Su mirada iba de mesa en mesa, entonces se paró en seco sobre un grupo cercano a la fuente del champán. Los conocía. Los conocía de la banda de la clase. Excepto a uno.

Como si hubiese notado su mirada, el hombre que no era capaz de reconocer giró la cabeza y la miró, un pequeño hormigueo se unió a las mariposas de su estómago.

Su pelo era oscuro y corto y a diferencia de los hombres que había a su alrededor, parecía como si todavía fuera a necesitar peinárselo durante muchos años más. No podía ver el color de sus ojos, pero eran profundos y un poco intensos mientras la miraban. Tenía las mejillas amplias, su mandíbula era absolutamente cuadrada y el traje azul oscuro se le ceñía a los hombros con la perfección que sólo un impecable traje a la medida podría hacerlo. El hombre en cuestión apartó un lado de la chaqueta a la vez que metía una mano en el bolsillo del pantalón. La camisa blanca se ajustaba perfectamente a su pecho y la corbata azul estaba sujeta por un alfiler de oro.

Brina se llevó el vaso a los labios. El marido de alguna afortunada, pensó, hasta que su descarada mirada se deslizó sobre ella, tocando sus labios y cuello y entreteniéndose en sus pechos. Normalmente, se habría ofendido por esa descarada mirada, pero no la hacia sentir como si la estuviera mirando con un interés puramente sexual, más bien la miraba con cierta curiosidad, como si la estuviera analizando más que inspeccionando. Pero cuando sus ojos se movieron hacia sus labios y sus piernas, entonces empezó el lento proceso de recorrerla con la mirada hacia arriba, y una apreciativa sonrisa apareció en la curva de su boca y ella estuvo a punto de atragantarse con el trozo de lima que había en su vaso.

Quizá no era un marido al fin y al cabo. Probablemente alguna chica había rogado a un hombretón que la acompañara esta noche. O alquilado a un modelo de ropa interior. Brina también pensó en eso, pero al final no lo hizo por que no se habría sentido bien consigo misma.

– ¿Brina MacConnell?

Brina aparto su atención del hombre y miró a la mujer que estaba en frente de ella. Inmediatamente reconoció los claros ojos verdes y el largo pelo castaño.

– Karen Jonson, ¿como estás?

Ella y Karen había sido presidenta y vicepresidenta de «Las futuras amas de casa de América» juntas y se emborracharon con el vino casero del padre de Karen en más de una ocasión.

Karen abrió los brazos y posó la mano sobre su abultado estómago.

– Embarazada del tercero -dijo.

¡¿Tercero?! Pensó Brina, ella sólo había tenido dos relaciones serias desde el instituto y ninguna duró más de un par de años.

– ¿Con quién te casaste?

– ¿Qué vez? -se rió Karen.

Brina no supo que responder a eso. Pensó que «!joder!» no sería apropiado, así que en su lugar preguntó.

– ¿Has visto a Thomas Mack? He oído que esta aquí esta noche.

Karen miró a su alrededor, y entonces señaló al modelo de ropa interior.

– Ahí esta.

* * *

Thomas Mack supo el momento exacto en el que Brina MacConnell se dio cuenta de quien era él. Sus ojos se abrieron de par en par y su boca se abrió antes de ver como los labios femeninos formaban las palabras: «¡Oh Dios mío, ¿estás de coña?!» Antes de ese momento, no había tenido ninguna pista. Él cambió después del instituto y también lo hizo ella. Ella se había desarrollado más y se volvió más hermosa que cualquier chica que hubiera conocido.

Recordó la primera vez que la vio, fue el primer día de escuela y recordaba sus grandes ojos de color pardo y su enorme coleta. Siempre tuvo mucho pelo, lo cual hacia que pareciera tener una cabeza demasiado grande para su cuello.

También recordaba la primera vez que le compró un regalo. Había sido en el tercer grado, después de que le hubieran quitado las amígdalas. Le había comprado un polo azul que le costó un cuarto de dólar y que se derritió mientras se lo llevaba a su casa.

Recordó el día en que su perro, Scooter, murió, el funeral que le habían hecho al gran labrador negro y el modo en que sostenía a Brina mientras esta lloraba como si nunca fuera a parar. Thomas tenía trece años y no lloró, pero quiso hacerlo. Ese fue también el día en el que se había dado cuenta de los cambios en el cuerpo de ella por primera vez. La estaba sosteniendo, tratando de actuar como un hombre y no llorar por la pérdida de su perro. Y mientras él estaba ahí, luchando contra sí mismo, las suaves manos de ella, se aferraban a él a través de su camiseta y sus pequeños pechos se apretaban contra su torso y le volvían loco mientras trataba de no pensar en ella desnuda. Recordó haberse alejado de ella diciéndole que se fuera a casa porque sus sollozos le hacían sentir peor.

Ella se marchó y nunca supo que no fue su llanto lo que le había llevado a mandarla lejos, sino el repentino dolor seco en su pecho y el palpitar de su entrepierna. Desde ese día en adelante, Brina MacConnell le había torturado y ella ni si quiera fue consciente de ello.

No fue sino hasta el verano de su segundo año de instituto que Thomas decidió que era el momento de hacer algo sobre sus sentimientos por ella. Estaban con un grupo de amigos en el cine «The reel to reel» cuando se inclinó sobre ella y la besó por primera vez, justo en la mitad de la película Rain Man. Ella no fue la única chica que le había roto el corazón, pero le llevó varios años y algunas cuantas novias más superar lo de Brina MacConnell.

Desde que abandonó Gallinton Pass diez años atrás. Thomas había visto y hecho demasiadas cosas. Se ganó una beca completa para Berkeley y como se graduó en el instituto con créditos de sobra, pudo empezar en el segundo año. Tres años más tarde se graduaba en finanzas e informática. Cuando terminó fue contratado por Microsoft, pero pronto descubrió que trabajar para alguien no era lo que el quería, y después de algún tiempo él y dos amigos empezaron su propia compañía de software, BizTech. Desarrollaban programas para predecir negocios y las tendencias del mercado. Al principio su trabajo le encantaba, pero según iba creciendo, cada vez lo disfrutaba menos.

El día que BizTech salió a bolsa, recordó por qué dejó de trabajar para Microsoft. La compañía ya no le pertenecía y preocuparse por el mercado de acciones no era algo que él quisiera hacer para el resto de si vida. Así que cinco meses antes había vendido su parte de la compañía y salido de ella completamente.

Tenía 28 años y dinero suficiente para vivir unas cuantas vidas y por primera vez no tenía metas ni objetivos. Entendía perfectamente las historias sobre médicos o abogados que dejaban sus exitosas carreras y se convertían en vaqueros o pilotos de carreras. Pero mientras que manejar el ganado y pilotar coches no le llamaba la atención, sí le dio unas cuantas vueltas a la idea de trabajar como consultor. No tenía muy claro lo que quería hacer, pero tenía tiempo para pensarlo.