Выбрать главу

– ¿Vas a hacer la colada también?

– ¡De ninguna manera!

– Entonces no me preocupo.

Alguien golpeó la puerta. Savannah saltó de la cama y salió de la habitación antes de que me diera tiempo de guardar toda mi lencería en un cajón. Oí el grito de bienvenida de Savannah y supe de quién se trataba.

– Paige está en el dormitorio guardando su ropa interior -dijo Savannah-. Le llevará un buen rato.

Cogí otro montón.

– ¡Mierda! -dijo una voz a mis espaldas-. No era broma. ¿Qué has hecho?, ¿has asaltado una tienda de lencería?

Ante mí se encontraba la única mujer loba del mundo, una denominación que más parecía describir un fenómeno de circo que a la mujer rubia que se hallaba de pie en el umbral. Alta y delgada, Elena Michaels tenía la constitución típicamente atlética de los hombres y mujeres lobos, y la saludable belleza que hace que los hombres digan cosas como: «¡Guau! ¡Si se arreglara un poco, dejaría a todo el mundo sin sentido!». Aunque si alguien se atreviera a decir algo así, acabaría, efectivamente, sin sentido.

Elena llevaba una camiseta, unos pantalones vaqueros cortados y zapatillas, con su largo cabello rubio plateado recogido con una goma elástica y quizá, sólo quizá, brillo de labios…, y tenía un aspecto infinitamente mejor del que yo conseguía después de estar varias horas acicalándome. No es que tuviera envidia, ni nada parecido. ¿Ah, he mencionado ya que tenía treinta y dos pero aparentaba veintitantos? ¿Qué puede zamparse un filete de cuatrocientos gramos y no engordar ni siquiera cincuenta? Los hombres y mujeres lobos tienen todas las ventajas: larga juventud, metabolismo extremo, sentidos acusados y una fuerza extraordinaria, y, sí, le tengo envidia.

De cualquier manera, ya que no puedo tener los dones de una mujer loba, tendré de amiga a una mujer loba. El hecho de que sean mitad lobas las hace sumamente leales y protectoras…, motivo por el cual Elena era la única persona a quien yo podía confiar a Savannah.

Elena observó el desorden de ropa interior que había encima de la cama.

– Ni siquiera estoy segura de dónde se pone una la mitad de esas cosas.

Savannah pasó corriendo junto a Elena, saltó sobre la cama, cogió un sujetador, y se lo puso sobre el pecho.

– Éste para mí-dijo Savannah, sonriendo-. ¿A que sí?

Elena se echó a reír.

– Tal vez dentro de unos años.

Savannah resopló.

– Al paso que voy, me llevará unos cuantos años y unos cuantos pares de calcetines. Soy la única chica de noveno grado que lleva sujetadores de deporte.

– Yo aún los usaba en décimo grado, así que me llevas ventaja. -Elena se inclinó para recoger un negligé que se me había caído-. Por lo que veo esperas pasar mucho tiempo a solas con Lucas.

– ¡Qué más quisiera yo! -respondí-. Va de camino a Chicago. Fue Savannah quien hizo la maleta, y confío en que metiera en ella algo de ropa.

– En el fondo -aseguró Savannah.

Guardé el resto de la lencería en un cajón, luego guardé la maleta medio vacía en el armario y me volví hacia Elena. Hice un esfuerzo para no responder al impulso de abrazarla. Elena no era de la clase de personas que gusta de abrazos y besos. Hasta el contacto físico superficial, como los apretones de mano, le producían cierta incomodidad, aunque esa incomodidad no pudiese compararse ni de lejos con la que experimentaba en esos casos otra persona…, pensamiento que hizo que cayera en la cuenta de que faltaba alguien en la reunión.

– ¿Dónde está Clay? -pregunté-. ¿Esperando en el coche? ¿Para, de ese modo, no tener que saludarme?

– Hola, Paige -me llegó un acento sureño desde la sala.

– Hola, Clayton.

Asomé la cabeza por la puerta del dormitorio. El compañero de Elena, Clayton Danvers, estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a mí, y seguro que el gesto no era inconsciente. Como Elena, Clay era rubio, de ojos azules y de constitución robusta. Al igual que Elena, Clay tenía esa belleza que hace que se pare el tráfico…, y todo el encanto de una víbora.

La primera vez que nos vimos, Clay me tiró una bolsa que contenía una cabeza humana, y desde aquel momento las cosas no hicieron sino empeorar. Yo no lo entiendo a él, él no me entiende a mí, y lo único que tenemos en común es Elena, lo cual provoca más problemas de los que resuelve.

Finalmente se dignó mirarme a la cara.

– ¿Has dicho que Lucas no está aquí?

– Tuvo que regresar a Chicago por el caso que lleva en los tribunales.

Clay asintió con la cabeza, claramente decepcionado. Podría argumentarse que esperaba encontrarse con alguien con quien conversar para evitar tener que hacerlo conmigo, pero la verdad era que a Clay parecía gustarle Lucas realmente, cosa que me provocaba sumo disgusto. No porque Lucas no fuera una persona capaz de inspirar simpatía. Sino porque a Clay, bueno, a Clay no le gustaba mucho nadie. Su reacción habitual hacia cualquiera que no perteneciera a su Grupo iba desde la semitolerancia a la aversión manifiesta. Yo había caído en el extremo más remoto posible de la escala, aunque poco a poco me iba alejando del límite.

– ¿Estás lista? -preguntó Clay, mirando a Elena, que estaba detrás de mí.

– Acabo de llegar -respondió ella.

– Tenemos un largo viaje…

– Y todo el tiempo del mundo para hacerlo. -Elena salió del dormitorio y me miró-. Hemos alquilado un coche, de modo que podremos volver a Nueva York en automóvil, tomarnos nuestro tiempo, contemplar el paisaje, convertir el viaje en unas vacaciones. Si alguien está detrás de Savannah, Jeremy pensó que sería prudente que nos moviéramos de un lado a otro durante unos días en lugar de volver volando a casa.

– Buena idea. Dale las gracias de mi parte.

Sonrió.

– Tenernos fuera de su vista durante unos días es todo el agradecimiento que necesita.

– ¿Podemos hacer una parada en Orlando?

– ¿Quieres ir a Disney World? -preguntó Elena.

Savannah levantó los ojos al cielo.

– ¡Ni hablar!

Le dije algo con los labios a Elena. Ella sonrió.

– Ah, a los estudios Universal, entonces. Perdón. Yo creía que Disney World era una buena idea, pero podríamos ir a los estudios Universal, si a Paige le parece bien.

– Pasadlo bien -dije-. He transferido dinero a la cuenta de Savannah, de modo que aseguraos de que pague sus gastos.

Por el movimiento de cabeza de Elena, supe que el dinero de Savannah no se gastaría en ninguna cosa que no fuera comida basura y souvenirs, tal como ocurrió cuando le di dinero para la semana que pasó con ellos en verano.

Supe que no tenía que discutir. Su Alfa, Jeremy Danvers, estaba en muy buena posición, y los tres compartían todo, incluyendo las cuentas bancarias. Si yo insistía en pagar, estaría insultando a Jeremy. Si él se daba el gusto de obrar a su manera, Savannah no usaría su propio dinero ni siquiera para golosinas y camisetas.

– ¿Ya tienes lista la mochila? -le preguntó Clay a Savannah.

– No he llegado a deshacerla.

– Bueno. Cógela y nos vamos.

– Que tengáis buen viaje, vosotros dos -dijo Elena, echándose en el sofá-. Yo he venido a ver a Paige.

Clay hizo un ruido con la garganta.

– Deja de gruñir -dijo Elena-. Ya que estoy aquí, quiero pasar un rato con Paige antes de que nos vayamos. A menos que prefiráis me quede aquí. ¿Sabéis? Puede que no sea mala idea. Podría quedarme, ayudarla…

– No.

– ¿Es una orden?

– Savannah -interrumpí-, hay un Starbucks a unas calles de distancia. ¿Por qué no le muestras a Clay donde está, y nos traéis unos cafés? -Miré a Clay-. Para cuando volváis, probablemente sea ya hora de iros. Benicio vendrá enseguida, y dio a entender que se llevaría a Savannah para protegerla, así que preferiría que no estuviese aquí cuando él llegue.