– Sé que eres mortífera con las plantas -respondió Gracie, riéndose-, pero me parece que ni siquiera tú serás capaz de matar a un ficus.
– Eso espero. Has sido muy buena por pensar en mí.
– ¿Estás de broma? Has vuelto a Los Lobos. Tienes toda mi solidaridad.
– ¿Y qué te parece si, en vez de ser solidaria, vienes a hacerme una visita? Podría llorar en tu hombro.
– ¿Van tan mal las cosas?
Jill miró a los peces y suspiró.
– Bueno, podría ser peor.
– Sí, yo podría estar ahí contigo. Aunque eso es algo que nunca va a suceder. He jurado que nunca volvería allí por nada del mundo.
– Yo también lo había jurado, y mírame.
– Buena observación. En serio, ¿qué tal van las cosas?
– Estoy bien. Tengo algunos casos interesantes. Adivina quién ha venido esta mañana.
– ¿Quién?
– Pam Whitefield.
Gracie se rió.
– Mi primer impulso ha sido insultarla, así que creo que tengo algunos asuntos sin resolver.
– Probablemente. Pam sigue siendo una bruja.
– Pero está soltera, ¿verdad? Me late el corazón con más fuerza cuando pienso que nadie quiere casarse con ella.
Jill soltó una carcajada.
– Sí, está soltera. Pero hay algo más. Parece que tu reputación no ha muerto, como a ti te habría gustado que sucediera.
– No. No me digas eso. Ésa es una de las razones por las que nunca he vuelto y he conseguido convencer a toda mi familia de que vengan a visitarme a Los Angeles durante las vacaciones.
– Pues sí. Tina, mi secretaria, me ha hablado hace menos de cinco minutos de la leyenda de Gracie, y acerca de cómo amabas…
– Por favor. No puedes estar hablando en serio.
– Creo que sí. Esto nos ha sobrepasado a las dos.
– No puedo creerlo. Cuando pienso en todo lo que le hice a aquel pobre hombre. Riley debe de tener calambres cada vez que se acuerda de mí.
– Seguro que ya se ha recuperado.
Jill no sabía si debía contarle a Gracie lo que había ocurrido con Mac. Ellas dos no tenían secretos, pero Jill no estaba segura de si debía explicarle algo tan íntimo a Gracie con Tina en la sala de al lado.
– Te llamaré en un par de días -le dijo, en vez de contárselo.
– De acuerdo. Yo estoy en plena temporada de bodas, desbordada de trabajo. Tengo tartas por todas partes.
Gracie había estudiado gastronomía y repostería. En Los Ángeles se había especializado en tartas de bodas, y tenía una gran reputación y demanda entre los ricos y los famosos.
Después de despedirse de Gracie, Jill se quedó con una sonrisa en los labios. Aunque Gracie se hubiera marchado de Los Lobos a los quince años, habían seguido siendo grandes amigas.
Miró el reloj y se puso a trabajar. Después iría a ver el coche de Lyle. Había planeado darse una vuelta con él y posiblemente aparcarlo en la zona de carga y descarga del supermercado del pueblo.
Mac estaba en la sala de juntas con todo el personal de la comisaría. Tenía a su cargo diez ayudantes a tiempo completo, tres a jornada parcial, un detective, cinco auxiliares administrativos y cuatro administrativos, incluida Wilma, y aquella tarde los había reunido para organizar el trabajo del día de la fiesta nacional, el Cuatro de Julio.
Todo el mundo trabajaba bien, aunque algunos mejor que otros. Sin embargo, el único que había provocado algunos problemas durante las tres semanas que Mac llevaba trabajando allí había sido el nuevo ayudante, D.J. Webb. D.J. tenía mucho entusiasmo y disposición, pero ninguna experiencia para contenerlos. Y aquella combinación no satisfacía en absoluto a Mac.
– Este verano tenemos más turistas de lo normal, pero nos las estamos arreglando muy bien -les dijo-. Sin embargo, la próxima semana, como todos sabéis, se celebra el Cuatro de Julio y tenemos que estar más atentos que nunca. El pueblo y las playas estarán abarrotados. Así que lo mejor será que recojamos a todos los borrachos y los tipos difíciles y los metamos en el calabozo directamente. Hay sitio reservado, ¿verdad, Wilma?
– Claro.
– Bien. También tendremos que ser lo más amables posible, para no causar problemas añadidos.
– ¿Y si hay algún atentado terrorista? -preguntó D.J.
Los demás se miraron con sorna, y Mac comenzó a notar cierto dolor de cabeza.
– Nosotros no somos objetivo terrorista, D.J.
– No, hasta el momento. Pero tendríamos que entrar en las bases de datos federales y averiguar lo que deberíamos hacer por si acaso.
– Gracias por la sugerencia -respondió Mac, y miró a su alrededor en la sala-. Y ahora, si nadie tiene nada más que decir, mirad mañana en el tablón de anuncios. Pondré el horario de todo el mundo durante la semana de las fiestas.
La gente se levantó y comenzó a salir de la sala de juntas. Wilma se esperó hasta que estuvieron solos y le dio a Mac unos golpecitos en el brazo.
– D.J. es un poco exaltado, pero madurará.
– No sé si podré esperar.
La mujer sonrió.
– Yo sé de primera mano que tú también fuiste un jovencito bastante salvaje.
– Eso sí tengo que admitirlo.
– ¿Tienes alguna historia interesante que contar?
– Sí -respondió Mac, riéndose-. Cuando tenía diecisiete años, le robé el Cadillac al juez Strathern por una apuesta.
Wilma abrió unos ojos como platos.
– ¿Y qué ocurrió?
– Por supuesto, la policía me pilló conduciendo a toda velocidad sin carné y me metieron en el calabozo. A la mañana siguiente, el juez vino a la comisaría, me sacó de la celda y me metió en el coche. Me llevó a la cárcel de Lompoc y me dejó allí a pasar el día. A las tres y media de la tarde ya me había dado cuenta de adónde podía llegar si continuaba comportándome de aquella forma. De vuelta a Los Lobos, el buen juez me habló de que había que respetar la ley, y me sugirió que me enrolara en el ejército cuando terminara el instituto. Se puede decir que me salvó el pellejo.
– Es un buen hombre -dijo Wilma-. Y tú también. Ten paciencia con D.J.
– Lo intentaré.
– Eso es lo que hacemos todos con las cosas difíciles -le dijo ella, mientras caminaba hacia la puerta. Después hizo una pausa y se volvió a mirarlo-. Jill se parece mucho a su padre en el carácter, aunque no físicamente.
Mac pensó instantáneamente en los besos que se habían dado. Se había pasado casi toda la noche sin dormir cuando ella se había marchado a su casa.
– Tienen muchas cosas en común, pero ella tiene su propia personalidad.
– Y además, es muy guapa.
– No me había dado cuenta.
Wilma se rió.
– No eres muy bueno mintiendo, Mac. No intentes ganarte la vida jugando al póquer.
– Nunca se me había pasado por la cabeza semejante cosa.
Jill volvió a las cinco y media a casa, después de comprobar, un poco desanimada, que el coche no tenía un solo rasguño y de dejarlo aparcado en la zona de aparcamiento del supermercado. Esperaba que con aquella medida solucionaría el problema. Cuando entró por la puerta, saludó a su tía.
– ¡Hola! Soy yo -dijo.
Bev respondió desde la cocina, y ella entró y le dio un beso en la mejilla.
– ¿Qué tal el día?
– Bastante bien, salvo por el detalle de que Pam Whitefield me ha insultado.
– Bueno, no le cae bien a nadie, así que su opinión no cuenta. Por cierto, cariño, lee esto -le dijo su tía, y le tendió una nota.
Jill la leyó.
– Oh, Dios mío. ¿Y es obligatorio?
– El alcalde te ha invitado amablemente a que te unas al comité de preparativos del centenario del muelle. Van a celebrar una reunión esta noche. ¿No crees que deberías ir?
– No. No voy a estar aquí tanto tiempo. No quiero involucrarme en algo que luego voy a tener que dejar a medias. Además, nunca me ha gustado el muelle, y el alcalde no me cae bien. Creo que les mira a las mujeres debajo de la falda.