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Y, sin embargo, Mac deseaba a Jill. Hacía mucho tiempo que no deseaba así a una mujer. Y no sólo en el aspecto físico; también quería oír cómo se reía de sus bromas, y hablar con ella de política y sobre si había vida después de la muerte, y quería saber si abría los regalos durante la Nochebuena o la mañana de Navidad. Aunque, para ser realistas, tenía que contentarse con mirar sus ojos oscuros y desear sentir sus labios sobre la boca.

– Dime lo que estás pensando -susurró Jill.

– Ni por dinero -respondió Mac, riéndose, y sin poder evitarlo, se inclinó hacia ella y la besó.

Ella respondió al instante, moviendo suavemente los cálidos labios contra los de Mac, y abrió la boca. Mac aceptó la invitación y, al hacer más íntimo aquel beso, disfrutó del sabor a café y a menta de Jill. Después comenzó a besarle la mandíbula y el cuello, y le lamió el lóbulo de la oreja. Ella se estremeció y susurró su nombre, y Mac volvió a besarla y la abrazó.

– Oh, sí -susurró Jill-. Esto es delicioso…

Mac sintió el ansia del deseo en el cuerpo. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Demasiado. Y aquellas sensaciones que Jill le producía eran algo más… sin embargo, su hija lo estaba esperando, y era posible que Bev estuviera mirando por la ventana. Le tomó la cara a Jill entre las manos.

– Necesito pedirte otro vale de aplazamiento.

– Los estás acumulando.

– Es posible que los cobre todos a la vez.

– Eso sería muy interesante.

– ¿Lista? -le preguntó, tomando el tirador de la puerta.

– Por supuesto.

Casi una semana después, cerca de la medianoche, dos limusinas negras aparecieron en Los Lobos. El señor Harrison las vio cuando sacaba al gato a la calle para dormir. La señora Zimmerman los oyó pasar un poco después, y el recepcionista del Surf Rider Motel estuvo a punto de sufrir un ataque cardiaco cuando las vio detenerse en el aparcamiento del motel.

Seis hombres vestidos de negro salieron de los coches y se dirigieron hacia la recepción. Jim, el chico, sintió que se le doblaban las rodillas. Iba a morir allí mismo, y nadie lo averiguaría hasta muchas horas después.

– ¿En… en qué puedo ayudarles? -les preguntó cuando entraron al motel.

– Tenemos hecha una reserva -dijo uno de ellos. Todos eran muy grandes, con el pelo negro y la mirada fría y distante-. A nombre de Casaccio. Seis habitaciones para esta noche, todas juntas, y después dos habitaciones para el resto de la semana.

Jim le tendió la tarjeta de reserva al hombre y le dio un bolígrafo.

– Por favor, ¿querría firmarme la reserva?

– No es necesario -respondió el hombre-. Yo soy el señor Casaccio. Puedes llamarme Rudy -dijo, y le pasó a Jim un billete de cincuenta dólares-. Te agradezco la comprensión.

– Claro. Estupendo. Gracias.

Jim guardó la tarjeta de reserva y rápidamente les dio seis llaves. Y sólo cuando los hombres se hubieron marchado hacia sus habitaciones, se atrevió a sacarse el billete de cincuenta dólares del bolsillo y mirarlo con atención.

Aquella noche iba a emborracharse bien con aquel dinero. No todos los días un chico como él se enfrentaba a hombres como aquéllos y vivía para contarlo.

Capítulo 7

El primer día de su segunda semana en Los Lobos, Jill llegó al despacho a las ocho y media, como siempre, puso a funcionar la máquina de café y comenzó a trabajar.

Primero comenzó con el caso del señor Harrison. Era todo un problema, porque desplazar aquel muro era impensable. Después de cien años de acuerdo tácito sobre la localización del muro, ningún tribunal le concedería al señor Harrison su demanda. Sin embargo, ella detestaba la idea de no poder ayudar al anciano.

Jill estaba mucho menos preocupada por Pam Whitefield, aunque debido a su profesionalidad, haría todo lo posible por resolver aquel caso sobre el inmueble y los alienígenas, aunque no tuviera muchas ganas de ayudar a aquella mujer.

«No pienses en ella» se dijo «Piensa en algo agradable».

E, instantáneamente, Mac le vino a la cabeza. No lo había visto en unos cuantos días y no habían vuelto a repetir el magnífico beso que se habían dado la semana anterior, pero con sólo recordarlo, Jill se estremecía. Él era la distracción perfecta, toda una tentación. Al menos, era un consuelo saber que en el instituto había tenido muy buen gusto para los hombres, aunque todo se hubiera torcido después, cuando había conocido a la comadreja.

Tina llegó a las diez menos diez y entró en el despacho de Jill.

– ¿Sabes que casi estamos a Cuatro de Julio? -le dijo, a modo de saludo.

– Sí. Faltan un par de días. ¿Por qué?

– Va a venir mi familia, y los niños no tienen actividades en el colegio esta semana. Dave está muy ocupado en la tienda, y…

La irritación estaba muy clara en el tono de voz de Tina, y Jill sabía la causa.

– ¿Me estás diciendo que no quieres trabajar esta semana?

Tina puso los ojos en blanco.

– ¿Tú qué crees?

– Pues entonces, vete a casa.

Sin embargo, Tina no se quedó muy satisfecha con la indicación.

– No vas a pagarme, ¿verdad?

– ¿Por no trabajar?. No.

Tina soltó un bufido, y se marchó.

– Asombroso -murmuró Jill.

Quería desesperadamente reemplazar a aquella mujer, pero seguía diciéndose que no merecía la pena el esfuerzo, porque ella misma se marcharía de allí muy pronto. Paciencia, pensó. Sobreviviría a todo aquello con un poco de paciencia.

Siguió trabajando, y al poco rato, oyó movimiento en la sala de recepción. Alguien llamó a la puerta de su despacho.

– Pase.

Entraron varios hombres vestidos de negro, y se acercaron a su escritorio. Él más alto de ellos le tendió las manos.

– Tu secretaria no estaba en la recepción, así que hemos decidido entrar.

– Tiene el día libre.

– Bien.

– Llego tarde -dijo Mac mientras caminaba hacia la puerta de la comisaría.

– Lo sé, pero esto es demasiado bueno para esperar -le dijo Wilma, persiguiéndole con un folio en la mano-. Ha llamado el señor Harrison para avisar de algo raro, y el señor Harrison no es de los que llama por una tontería…

– Wilma, si es algo importante, dímelo ya.

– Está bien -dijo ella, y le entregó el papel-. Varios vecinos han visto entrar en el pueblo dos limusinas negras anoche. Y de ellas salieron seis hombres que se alojaron en el Surf Rider Motel. Llevaban trajes negros y anillos en el dedo meñique.

Mac no necesitaba aquello. El Cuatro de Julio estaba a punto de llegar, tenía muchísimo trabajo y su ayudante D.J. todavía seguía convencido de que tenían que tomar medidas antiterroristas. Y además de todo, llegaba tarde a su cita con Hollis Bass.

– ¿Y qué quieres decir con eso? -le preguntó a Wilma justo cuando llegaba a su coche.

– ¡Es la Mafia! -Wilma estaba más emocionada que horrorizada-. Están aquí.

Exacto.

– No todo el mundo que lleva un traje oscuro y un anillo en el dedo meñique pertenece al crimen organizado.

– Pero estos individuos sí.

– Magnífico. Me ocuparé de ello cuando haya terminado con Hollis. Te llamaré después.

– Está bien. Yo también haré unas cuantas llamadas y averiguaré por qué han venido -dijo, y añadió, sonriendo-: ¿Crees que habrán venido a liquidar a alguien?

La entrevista con Hollis no contribuyó a mejorar el humor de Mac. El asistente social le había preguntado qué tal iban las cosas con Emily, y después le había entregado un libro sobre el control de la ira y le había pedido que leyera los tres primeros capítulos para la siguiente cita.

Mac no podía entender por qué aquel niñato pensaba que lo conocía y que conocía sus problemas. Sin embargo, lo que sí sabía era que estaba atrapado. Hollis era la llave para que él tuviera a Emily durante el verano. Si Hollis llamaba al juez y le decía que él no cooperaba, le quitarían a su hija en cuestión de horas.