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Jill sonrió.

– Muy interesante -dijo-. ¿Qué ocurre?

– Esto.

Emily vio que su padre tendía la mano y, sobre su palma, había un pequeño rinoceronte de peluche.

– Lo he ganado en una maquinita. Me costó tres dólares sacarlo, pero lo conseguí. Me imaginé que a Elvis le vendría bien un amigo.

Emily no sabía qué hacer. Quería tomar el juguete y darle las gracias a su padre, pero tenía miedo. Miró a su padre, después al rinoceronte y después a su padre de nuevo, y vio que su sonrisa comenzaba a esfumarse. Se le encogió aún más el estómago y notó que le ardía la cara.

– ¿En serio? -dijo Jill, y tomó el animalito. Lo sujetó en lo alto y comenzó a reír-. ¡Es tan precioso que no sé qué decir! -exclamó, y abrazó suavemente a Emily-. ¿No te parece precioso?

Emily notó que se le relajaba el estómago y sonrió un poco. Después se rió.

– Es mono.

– Más que mono. Es una preciosidad -le dijo Jill, y le tendió el rinoceronte-. Tu padre es genial.

Emily miró a su padre. Parecía que volvía a estar contento. Ella se metió el pequeño peluche en el bolsillo y le tomó la mano a su padre.

– Está bien -dijo suavemente.

Agotado, pero satisfecho, Mac caminó hacia su coche patrulla pasada la medianoche. El día había ido muy bien. No habían tenido más que una docena de arrestos, un accidente con un herido leve y un par de peleas. Aquello eran buenas noticias para un día de fiesta estival en Los Lobos.

Incluso Emily se lo había pasado muy bien. Bev se la había llevado a casa justo después de los fuegos artificiales y le había prometido a Mac que la acostaría y la cuidaría por la noche. Mac sabía que lo que le pagaba a aquella mujer no era suficiente ni por asomo.

La noche estaba clara y despejada, y la temperatura había descendido bastante. Corría una brisa muy agradable. Cuando se acercaba a su coche, vio a alguien sentado en el capó. Sólo se le ocurrió que pudiera ser una persona: Jill. Se le aceleró el pulso.

Ella sonrió cuando Mac se acercó.

– Pensé que quizá pudiera convencerte para que me acercaras a casa.

– ¿Dónde está el 545?

– Lo he dejado en el aparcamiento de la playa. Todavía tengo esperanzas de que alguien lo arañe o lo abolle, aunque también tengo la sensación de que lo están protegiendo las hadas, o algún conjuro gitano. No tiene ni un rasguño. Y tengo que decirte que eso no me gusta.

Mientras hablaba, la brisa le revolvía el pelo suavemente. La humedad del mar había estropeado sus esfuerzos de alisarlo, y los rizos se le movían en todas las direcciones. No llevaba maquillaje, tenía una mancha en la camisa y había dejado las sandalias en el asfalto, junto al coche. Estaba endemoniadamente sexy.

Él se acercó, se deslizó entre sus muslos desnudos y le puso las manos en las caderas. Cuando se apretaron el uno contra el otro, Mac no tardó más de un segundo en reaccionar al contacto. Ella lo miró divertida.

– Nadie podrá acusarte de ser sutil, ¿eh, Mac?

– Ése no es mi estilo -murmuró él, antes de deslizarle la mano entre la masa de pelo rizado, agarrarla suavemente por la nuca y besarla.

Ella le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso. No perdieron el tiempo con jugueteos suaves, sino que directamente se besaron profundamente, hasta el alma. Jill olía a arena, a mar y a crema protectora, y sabía a vino y a chocolate. Sus lenguas se acariciaron, giraron, se excitaron. Ella levantó las piernas y le rodeó las caderas para mantenerlo en su lugar.

Él se retiró suavemente y le pasó el dedo pulgar por los labios hinchados.

– El alcohol es ilegal en la playa y en el parque. Puede que tenga que arrestarte.

– No tengo ni idea de qué estás hablando.

– He saboreado el vino.

– Ah. Está bien. Metimos una botella de vino escondida en una de las bolsas. Así que arréstame -dijo ella, sonriendo, y después le mordió el pulgar-. ¿Vas a usar las esposas? Antes las mencionaste, y tengo una idea en particular que no puedo quitarme de la cabeza.

Ella estaba bromeando, pero él se lo imaginó también. Tenerla a su merced, desnuda, y hacer todo lo posible para que gimiera, se retorciera y gritara de placer, mientras él hacía lo mismo, claro.

– Mi casa está a diez minutos -le dijo.

Jill le frotó las palmas de las manos contra el torso.

– Eso ya lo sabía, y aunque tu oferta me resulta tentadora, aquí tengo que ponerme sensata y decirte que tienes una hija de ocho años y que está en tu casa o en la mía. No sé a cuál de las dos la ha llevado Bev.

– Eso es sólo un pequeño contratiempo.

Ella inclinó la cabeza.

– No estoy muy segura de que pudiera desnudarme con mi tía en la casa.

Él tampoco lo estaba.

En aquel momento un coche tomó la esquina. Jill tuvo el tiempo justo de bajar las piernas y Mac se retiró dos pasos antes de que Wilma se acercara a ellos. Bajó la ventanilla del copiloto y sacó ligeramente la cabeza.

– Hoy todo ha salido muy bien. Hemos hecho un gran trabajo. El juez estaría orgulloso.

Mac se estremeció mentalmente al oír aquello. El juez Strathern, el padre de Jill, era una de las últimas personas de las que quería oír hablar en aquel momento.

– Gracias.

– Nos vemos mañana.

– Hasta mañana.

El coche se alejó, y él se volvió a mirar a Jill de nuevo. Ella sacudió la cabeza.

– Es difícil cometer una locura, por pequeña que sea, en este pueblo -comentó, mientras bajaba del capó y se ponía las sandalias-. Está bien, podemos irnos a casa -dijo.

– Ah, claro -respondió Mac, y abrió el coche.

Jill lo observó atentamente.

– Estás pensando en mi padre, ¿verdad?

– Es un buen hombre.

Ella murmuró algo como «sé que no volveré a practicar el sexo en mi vida» mientras rodeaba el coche y entraba.

– Se lo debo -le recordó Mac, abrochándose el cinturón-. Me salvó el pellejo en más de una ocasión.

– Lo sé, lo sé. Cuando eras un chaval, y también recientemente. ¿Realmente crees que está preocupado porque te acuestes conmigo?

– Me parece que no se pondría muy contento.

– Es mi padre. Créeme, no quiere pensar que me acuesto con nadie.

Mac se rió.

– Bueno, eso es un consuelo -comentó, y para no discutir por aquello, cambió de tema-. Emily se lo ha pasado muy bien hoy.

– Es cierto, y estoy muy contenta. Los niños de Tina son estupendos. Su hija, Ashley, le presentó a Emily varias niñas de su edad, y se lo pasaron genial. Tina, mi secretaria, la cual me odia, incluso se ha relajado un poco conmigo. Creo que el verme en compañía de una niña que me aprecia le ha afectado positivamente. Si Emily piensa que soy aceptable, no puedo ser tan mala. Ésa es mi teoría.

– Estoy seguro de que Tina no te odia.

– Oh, claro. Me adora -dijo ella, y apoyó la cabeza contra la ventanilla mientras seguían recorriendo las tranquilas calles del pueblo-. Las relaciones son tan complicadas… Incluso aquéllas que no son personales. Y tú, ¿echas mucho de menos a tu mujer?

Él la miró y tuvo que hacer un buen esfuerzo para no sonreírse.

– Eso también ha sido sutil.

– Es tarde, llevo tomando el sol todo el día y además he bebido vino. No puedo ser sutil. Entonces, ¿la echas de menos?

– No. Entre nosotros todo ha terminado. Ella sale con otro tipo, y a mí no me importa.

– Ah -dijo Jill-. Gracias por contármelo. No es que yo estuviera muy interesada, ni nada por el estilo.

– Claro, claro.

– Voy a marcharme dentro de poco, así que, ¿qué sentido tendría que tuviéramos una aventura?

– Tienes razón.

– Además, los dos nos estamos recuperando de unos matrimonios que han salido mal -continuó Jill, mirando por la ventanilla-. ¿Por qué íbamos a querer tener algo juntos? Sé que no estoy muy entusiasmada por el hecho de confiar en ningún hombre, después de lo que me ha hecho Lyle. ¿Por qué se rompió tu matrimonio? No me acuerdo.