Bev hizo aquella promesa como si fuera a luchar con su vida por cumplirla. El nudo que Mac tenía en la garganta se le aflojó un poco. Ojalá también pudiera hacer que Rudy se marchara del pueblo.
– He estado pensando mucho en esto -dijo el señor Harrison, sentado frente al escritorio de Jill-. Tiene razón con respecto al muro. Ha estado allí durante mucho tiempo, y no tiene sentido tirarlo abajo.
Jill parpadeó, y después miró a su alrededor por el despacho, para asegurarse de que no había ninguna cámara oculta.
– Está bien -dijo ella, lentamente-. Entonces, ¿cuál es su plan?
– He pensado que voy a permitir a mis vecinos que me compren esas tierras, pero por un precio justo. Quizá puedan ir haciéndome pagos durante varios años.
Encantada por el giro que había dado la situación, Jill no pudo evitar sonreír.
– ¿Ha hablado con ellos?
– Un par de veces. Juan y su mujer son buena gente. Guau, y su suegra sabe hacer un buen pastel de melocotón.
Bajo el escritorio, Jill se quitó los zapatos de tacón y movió los dedos de los pies.
– Está siendo muy razonable y decente en todo esto -le dijo.
– Son jóvenes, están empezando. No quiero ponerles las cosas difíciles -dijo el anciano, y se puso de pie-. Entonces, ¿redactará usted los documentos?
– Claro. Antes del viernes.
– Bien. No les ponga demasiados intereses en el crédito, y póngalo a bastantes años, para que no se queden cortos de dinero.
– Muy bien -dijo ella. Se puso los zapatos y se levantó también-. Ha sido un placer.
– Desde luego.
Él le estrechó la mano y se marchó.
Jill esperó hasta que estuvo sola para bailar un poco por el despacho. Bien por los vecinos que habían querido darle una oportunidad al anciano de la puerta de al lado, y bien por el señor Harrison, por no haber sido obstinado y difícil con aquel asunto. Ojalá sus otros casos se resolvieran con tanta facilidad, además de los testamentos y la demanda por la casa sin marcianos de Pam Whitefield.
– No voy a pensar en eso -se dijo.
El teléfono sonó e interrumpió su celebración. Corrió hacia el escritorio y respondió.
– Aquí Jill Strathern. ¿Diga?
– ¡Hola! Soy Gracie. ¿Cómo va todo?
– ¡Hola! Muy bien -Jill se dejó caer en la butaca que el señor Harrison acababa de dejar libre-. Acabo de resolver uno de mis casos más difíciles.
– Enhorabuena. ¿Hay alguna noticia sobre tu búsqueda de trabajo?
Jill le contó que había hecho una entrevista y había recibido una oferta de Los Ángeles, en un despacho en el que había más peces disecados.
– ¿Y tú? ¿Cómo va todo?
– Voy a salir en la revista People.
Jill se puso de pie de un salto y gritó.
– ¡Eso es fantástico!
– Lo sé. Es un número entero sobre bodas, y le van a dedicar un artículo a mis tartas. ¿Sabes lo que significa eso?
– Fama, fortuna y muchos más encargos de los que vas a poder hacer.
– Exacto -respondió Gracie, riéndose-. ¿No te parece genial? El teléfono ya está sonando. He tenido que rehacer todo mi horario de trabajo y de vida.
Jill sabía lo duramente que su amiga había trabajado en aquel negocio.
– Te lo mereces. Te lo has ganado.
– Eso espero. De todas formas, hay otra cosa…
– ¿Qué?
– Vivian se va a casar -dijo Gracie, como si su hermana tuviera la peste.
– ¿Y cuál es el problema? -Jill volvió a sentarse en la butaca y gimió-. Oh, Dios Santo. No irá a casarse con Riley, ¿verdad?
– ¿Qué? No. El novio es un chico al que conoció en la Universidad. Pero ahí está el problema, Jill. Vivian siempre ha querido casarse en Los Lobos. Ya sabes, el club, sillas blancas en el césped, todo eso.
– Pues suena muy agradable. ¿Cuál es el problema?
– Si se casa allí, tendré que ir.
Jill intentó no reírse, pero no pudo evitarlo.
– No pareces muy comprensiva, la verdad -la acusó su amiga.
– Lo siento. Sé que es terrible y todo eso… -dijo Jill, y carraspeó para aclararse la garganta-. De verdad, no habrá ningún problema. Hace años, Gracie. Nadie se acuerda de lo que ocurrió.
– Mmm… el otro día me dijiste que yo era una leyenda.
– No, dije que la niña de catorce años era una leyenda. Tú eres una persona diferente.
– Lo soy, pero no me gusta la idea de pasarme dos semanas torturada por mi pasado.
– No será ninguna tortura. Además, Riley no vive aquí. Nunca ha vuelto por el pueblo.
– Eso es cierto.
– Y yo quiero verte.
– La boda no se celebrará hasta la próxima primavera. Tú ya te habrás ido.
– Eso también es cierto -dijo Jill-, pero puedo venir a visitarte.
– Bien. Necesitaré alguien en quien apoyarme.
– Cuenta con ello.
Estuvieron hablando unos minutos más, y después colgaron. Jill se sentó tras su escritorio y sacó de un cajón un sobre de documentos que le había llegado aquella misma mañana. Leyó por encima el acuerdo de propiedad que Lyle había propuesto y, con gran satisfacción, tachó todas y cada una de las páginas, y escribió «no» al margen. Después comenzó a escribir el suyo, comenzando por el coche.
– Todo esto es por tu culpa -dijo Mac, mientras se apoyaba en la barandilla del porche.
– ¿Qué he hecho yo? -le preguntó Jill.
Él miró por la ventana que daba a la sala de estar. Emily estaba allí, viendo una película de Disney, pero aun así, Mac bajó la voz.
– Ellos han venido a Los Lobos por ti -le dijo-. ¿Por qué no les dices que se vayan?
– No están haciendo nada malo, Mac. ¿No has pensado que podrías estar equivocado con respecto a Rudy y el señor Smith? Ellos sólo quieren ser parte del pueblo.
– ¿Por qué? ¿Qué les resulta tan apetecible de Los Lobos?
– Creía que a ti te gustaba.
– Y me gusta, pero yo tengo motivos personales. ¿Por qué iban a encontrar encantador este pueblecito dos tipos de Las Vegas? ¿Qué ocurre?
– No lo sé. Rudy dice que le gusta porque es muy tranquilo. Sé que también le gusta Bev, y a ella le gusta él. Eso debería estar permitido. ¿Qué es lo que te parece tan mal? Explícamelo.
– Rudy le ha dado dinero a Yardley para su campaña electoral.
Ella parpadeó.
– Está bien, eso podría poner en cuestión su buen juicio, pero no va contra la ley. Así que Rudy está ayudando a que pinten las vallas de las viejecitas y ha dado mucho dinero para la restauración del muelle. ¿No es bueno?
Mac le clavó la mirada en el rostro.
– La gente no cambia. Rudy es lo que siempre ha sido, y lo que finalmente va a salir. Alguien va a resultar herido.
Jill quería que él se sentara junto a ella, que le tomara la mano y le dijera lo estupenda que había sido la noche anterior. Quería que le susurrara el lugar y la hora de otra cita, para que pudieran estar juntos de nuevo. Quería hablar de las estrellas, o que se besaran, cualquier cosa menos aquello.
– Tú has cambiado -le dijo-. Mira lo preocupado que estás por Emily ahora, y lo mucho que quieres arreglar las cosas con ella.
– Yo siempre he querido a mi hija -le dijo él-. He cambiado algunas de mis prioridades, pero no soy diferente de lo que era -Mac se acercó a ella y se agachó a su lado-. ¿Y tú, Jill? ¿Has cambiado? ¿Estás pensando en quedarte a vivir en Los Lobos?
– No -dijo ella, y se dio cuenta de lo que quería decir Mac-. Pero no quiero cambiar.
– ¿Y Rudy?
– No lo sé. No hemos hablado de eso.
– Entonces, ¿sabes con certeza si sus motivos son altruistas?
– Yo… -Jill apretó los labios-. No. No lo sé.
Él se puso de pie y se apoyó de nuevo en la barandilla. El silencio se extendió entre ellos. ¿Por qué demonios estaban discutiendo por Rudy? Jill buscó otro tema de conversación en el que estuvieran más de acuerdo.