– No, sólo estoy dejando claro lo que pienso, nena.
Ella apretó los puños.
– No se te ocurra llamarme nena.
– Eh, ¿por qué no? Somos muy amigos. ¿Acaso no soy tu divertimiento, local? Cuando vayas a dar otro salto en tu carrera, acuérdate de volver a pasar por aquí, y volveremos a hacerlo. Porque, eso sí, el sexo ha sido estupendo.
Jill se quedó pálida. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Se dio la vuelta y salió del despacho.
Mac observó cómo se marchaba. Cuando desapareció, toda su furia y su energía se desvanecieron, y se quedó consumido y vacío. ¿En qué demonios había estado pensando? ¿Por qué había querido hacerle daño a Jill? Una vocecita dentro de la cabeza le dio la respuesta: estaba muy dolido. Sin embargo, aquello no tenía sentido. Él había conocido las reglas cuando había comenzado su aventura con ella, y sabía que todo sería temporal, diversión entre amigos. Y nada de aquello había cambiado. Entonces, ¿por qué se sentía tan mal por dentro?
Salió del despacho y fue hacia el vestíbulo principal.
– ¿Te ha dicho Jill algo sobre un hombre que maltrata a su mujer? -le preguntó a Wilma.
Wilma le tendió una hoja de papel con dos nombres.
– ¿Quieres contarme lo que ha sucedido? -le preguntó.
– No.
Media hora más tarde, Mac aparcó frente a una pequeña casita. La parcela no tendría más de trescientos metros cuadrados, y había un caminito de cemento estrecho y roto que conducía desde la acera de la calle hasta la vivienda.
La pintura estaba descolorida y las contraventanas rotas, pero todo el lugar estaba extrañamente limpio. Incluso las jardineras, aunque estaban vacías, sin tierra ni flores, estaban impolutas.
Mac se acercó hasta la puerta y llamó. Después de uno o dos minutos, una mujer joven respondió. Él se presentó y le preguntó si podía entrar a hablar con ella unos minutos.
Era posible que Kim Murphy tuviera unos veinticuatro años, pero parecía que tenía dieciséis, y su embarazo estaba muy avanzado. Había sido guapa una vez, pero en aquel momento sólo era una mujer muy asustada. Tenía una mirada de cautela y le temblaba la barbilla.
– Andy no está -le dijo, mirándolo a él y después al coche patrulla que estaba aparcado en la calle-. No le gusta que deje entrar a nadie.
– Entonces, podemos hablar aquí mismo -dijo Mac suavemente, intentando mantener un tono calmado y seguro.
Ella se mordió el labio inferior, titubeó y después abrió la puerta para dejarlo pasar. Parecía que tenía más miedo de que Andy supiera que los vecinos la habían visto hablar con el sheriff que de que supiera que había dejado pasar a alguien.
El pequeño salón estaba tan limpio como la fachada de la casa. Mac se imaginó que se podría hacer una operación de emergencia en la mesa del comedor que había a la izquierda.
– Tienes la casa inmaculada. Tu marido debe de estar muy orgulloso.
– A Andy le gusta que las cosas estén limpias. Y a mí me gusta hacerle feliz.
Tenía una expresión tan seria, tan ansiosa… Mac tuvo ganas de agarrarla por los brazos y llevársela de allí a la fuerza. ¿Acaso no sabía lo que iba a ocurrir cuando su marido averiguara lo sucios que eran los bebés? ¿Sabría que se estaba metiendo en un infierno?
Él estudió su rostro, buscando señales. Estaban allí. Tenía una pequeña cicatriz en la sien y el párpado del ojo izquierdo un poco caído. Y la escayola, por supuesto. Mac estaba seguro de que había más, de que su cuerpo era como un mapa de carreteras, como un testamento del carácter de su marido.
Mientras conducía hacia allí, Mac había ido pensando en cuál sería la mejor forma de abordar aquello. Sin embargo, en aquel momento, ante aquella mujer joven, ante su dolor y su embarazo, decidió decirle la verdad.
– Es cada vez peor, ¿verdad? Al principio, sólo te abofeteaba de vez en cuando. Pero ahora es peor. Lo veo en tu ojo izquierdo, en las cicatrices que tienes en las piernas, y en el brazo que tienes roto.
A ella se le cortó la respiración.
– No… No sé de qué está hablando.
– Sé que lo quieres -le dijo, como si no la hubiera oído-. Por supuesto que sí. Es tu marido. Y siempre siente lo que hace, y tú sabes que, si dejaras de cometer errores todo el tiempo, todo sería estupendo entre vosotros. Porque antes él era muy bueno. ¿Es así? Cuando empezasteis, él era el mejor.
Ella sonrió y asintió.
– Era maravilloso.
– Pero ya no lo es. Y ése es el problema, Kim. Él no va a estar muy contento con el bebé. Los niños no se quedan callados, y no limpian lo que ensucian. Andy se va a enfadar mucho, mucho. Y cuando te mande al hospital, ¿quién va a cuidar a tu hijo?
Ella abrió unos ojos como platos.
– Él no es así.
– Los dos sabemos que sí. La situación empeora cada vez más. Después de que te haya mandado unas cuantas veces al hospital, se volverá contra tu hijo. Después os pegará a los dos, y finalmente, alguien acabará muerto.
A Kim comenzaron a caérsele las lágrimas.
– Tiene que irse -le dijo, sin mirarlo-. Tiene que irse, porque algunas veces Andy viene a comer, y si lo encuentra aquí…
«Será un infierno», pensó Mac. «Peor que un infierno».
– Kim, por favor.
Ella le señaló la puerta.
– Váyase.
Mac hizo lo que le pedía. Se sentía inútil, enfadado, como si no hubiera hecho otra cosa que estropearlo aún más. Mientras iba hacia el coche, se volvió y la vio cerrar la puerta suavemente.
Jill volvió a la oficina y se sorprendió de ver a Tina trabajando en el mostrador. Reprimió el impulso de cantarle las cuarenta y se limitó a saludarla con la cabeza al pasar.
Entró en su despacho, se sentó tras el escritorio y se preguntó qué demonios le había ocurrido con Mac. Se daba cuenta de que él podía haber malinterpretado su conversación con Rudy, pero, ¿por qué no le permitía que se lo explicara? Aquello era un golpe bajo.
Tenía ganas de darle un golpe a algo. O de lanzar algo por los aires. Pensó que los peces disecados eran una buena diana, pero finalmente se contuvo y tomó aire profundamente varias veces.
Y justo entonces, sonó el teléfono.
– Buenas tardes, aquí Jill Strathern.
– Oh, buenas tardes. Soy Marsha Rawlings -le dijo una mujer, y después le recitó el nombre de la empresa para la que trabajaba, en San Diego-. Verdaderamente, estoy muy impresionada por su curriculum. Por favor, dígame que no ha aceptado ya otro puesto.
– No lo he hecho.
– Maravilloso. Nos encantaría tener una entrevista con usted lo más pronto posible. He averiguado que hay una pista de aterrizaje privada justo a las afueras de Los Lobos. ¿Le parecería bien que enviara el avión de la empresa a buscarla mañana a primera hora? ¿Qué tal le viene?
Jill miró los peces, después a la puerta que conectaba con la recepción, donde estaba Tina, y a su escritorio con las carpetas sobre los casos en los que estaba trabajando.
– Me vendría perfectamente. ¿A qué hora?
Capítulo 14
Jill salió de la oficina un poco después de las tres. Tina ya se había marchado, por supuesto, y ella no tenía ganas de trabajar más. Cuando llegó a casa de su tía Bev, vio el coche de Mac aparcado enfrente, y al verlo, se sintió incómoda. Todavía no entendía qué había ocurrido entre ellos. No era posible que Mac creyera que le había contado sus secretos a Rudy, o que ella fuera capaz de traicionarlo.
Sin embargo, por mucho que se dijera a sí misma que el mal humor de Mac no era su problema, no le servía de nada. Sólo quería ir a hablar con él y arreglar las cosas entre ellos, y ni siquiera pensando en la emocionante entrevista que le esperaba al día siguiente conseguía sentirse mejor.
Subió los escalones del porche y entró en casa de su tía.
– Soy yo -dijo en voz alta.