Sabía que, si Mac estaba allí, Emily estaría con él.
– ¿Jill? -respondió Bev desde el piso de arriba-. Hoy llegas muy pronto. Estaba durmiendo una siestecita. Bajaré en un segundo.
– Muy bien.
Jill se quitó los zapatos y dejó el bolso en una silla. Entró en la cocina, vio un plato de galletas y tomó una. Después se sirvió un vaso de leche y se sentó a la mesa de la cocina. Detestaba sentirse de aquella manera tan rara. Nada estaba terriblemente mal, pero tampoco había nada que estuviera completamente bien.
– La culpa la tiene mi padre -dijo en voz alta.
– ¿Por qué? -dijo Bev, mientras entraba en la cocina-. Oh, bien. Ya has visto las galletas.
Jill tomó otra.
– Están buenísimas.
– Emily y yo las hemos hecho esta mañana. Esa niña tiene mano para la cocina. Me pregunto si no deberíamos decirle a Gracie que va a tener competencia.
Jill sonrió.
– Una observación interesante.
Bev se alisó la falda de su vestido y se colocó bien la trenza. Jill observó cómo acercaba una silla a la mesa y se sentaba.
– Estás muy guapa hoy.
– ¿De verdad? -preguntó su tía-. No he hecho nada especial. Ni siquiera me he maquillado demasiado.
Y, sin embargo, pensó Jill, tenía un precioso color en las mejillas y le brillaban los ojos.
– ¿Qué decías de tu padre? -le preguntó Bev-. ¿Por qué todo es culpa suya?
– ¿Qué? Oh, él es el que me convenció para que viniera a trabajar aquí temporalmente. Si me hubiera quedado en San Francisco…
¿Qué estaría haciendo, exactamente? ¿Viviendo en un hotel y lamiéndose las heridas? ¿Pensando en la venganza?
– Supuestamente, yo tenía un plan -dijo, y le dio un sorbo a su vaso de leche-. Se suponía que tenía que estar pensando en cómo convertir la vida de Lyle en un infierno. ¿Y qué ha pasado con eso?
– Comenzaste a ocuparte de cosas más importantes.
– Supongo que sí. Pero, ¿qué dice eso sobre mi matrimonio? Hace un mes que se rompió, y casi no me acuerdo del tipo con el que estaba casada -preguntó, y después levantó una mano-. No, no te sientas obligada a responder -tomó otra galleta-. No debería haberme casado con Lyle. Nunca lo quise.
– Él era lo que necesitabas en aquella época de tu vida.
Jill arrugó la nariz.
– No quiero pensar en lo que eso dice de mí. Puaj. Tengo otra entrevista mañana.
Su tía le apretó el brazo.
– Sé que es lo que quieres, aunque cuando pienso que te vas a marchar, me pongo triste. Me ha gustado mucho que hayas venido.
Jill se puso de pie y abrazó a su tía.
– Y tú has sido maravillosa. No sé cómo agradecerte que me hayas acogido este verano. Lo he pasado estupendamente.
– Me alegra oír eso.
Jill volvió a sentarse y suspiró.
– Las cosas no salen como uno cree, ¿eh? Quizá debiera dejar que me echaras las cartas y me dieras unas cuantas pistas sobre el futuro.
Bev se puso de pie y fue hacia el fregadero, donde empezó a lavar platos.
– No creo que sea buena idea. Al menos, hoy no. No estoy en sintonía con las cartas.
Antes de que Jill pudiera preguntar por qué, oyó pasos en el piso de arriba.
– ¿Está Emily en casa? -le preguntó-. He visto el coche de Mac aparcado en la puerta, y creía que estaba con él.
– Y lo está. Mac ha llegado hace un par de horas.
– Entonces, ¿quién…? -Jill no terminó la pregunta.
No estaba muy segura de si quería oír la respuesta. Después de todo, no había muchas opciones, y a ella no le gustaba ninguna.
Un minuto después, Rudy apareció en la cocina, y para asombro de Jill, abrazó a su tía y le dio un beso. Un buen beso.
– ¿Habéis… habéis estado juntos? -preguntó Jill, antes de poder contenerse.
Rudy se incorporó y sonrió.
– Tu tía es una mujer muy sensual.
– No quería saber eso -dijo Jill. Dejó la galleta en el plato y miró a Bev, que estaba un poco ruborizada y muy contenta-. ¿Y lo de permanecer pura por tu don?
Bev suspiró.
– Nunca creí que diría esto, pero mis sentimientos hacia Rudy son más poderosos que mi necesidad de seguir pura por mi don.
– ¿Lo dices en serio?
Rudy le guiñó un ojo.
– Eh, soy italiano. Ya sabes lo que significa eso.
En realidad, no lo sabía, y tampoco quería saberlo.
– Por lo menos, dime que esperasteis hasta que Mac se llevó a Emily a casa.
– Por supuesto -dijo Bev, muy seria-. Sólo es una niña.
– Bien. Ojalá pudiéramos decir lo mismo de mí -respondió Jill, y se puso de pie-. Mirad, voy a quitarme de en medio.
– No es necesario. Voy a llevar a Bev a mi casa. Cenaremos fuera.
– Está bien. Entonces, ¿nos veremos… mañana?
Bev se apoyó contra Rudy y suspiró.
– Volveré a tiempo para recoger a Emily.
– Estupendo. Que os divirtáis.
Jill salió de la cocina y subió las escaleras. Cuando llegó a su habitación, cerró la puerta suavemente, se tiró en la cama y hundió la cara en la almohada. Sólo entonces se permitió gritar.
¿Rudy y Bev se estaban acostando? ¿Y por qué había tenido ella que enterarse? No era que no quisiera que fueran felices, pero… Bev había sido como su madre desde que Jill tenía la edad de Emily, y pensar en que la mujer que la había criado se acostaba con alguien le producía escalofríos. Los hijos no querían oír hablar de que sus padres eran también criaturas sexuales. No había duda de que aquello tenía una razón biológica, y ella no indagaría más.
Se levantó, se quitó el traje y se puso unos pantalones cortos y una camiseta. Después se quitó las horquillas del pelo y se lo cepilló. Finalmente, se puso crema protectora. Un buen paseo por la playa la ayudaría a aclararse la cabeza.
Cuando estuvo lista, se dejó caer en la cama para darles tiempo a Bev y a Rudy para que se prepararan y se fueran. Pensó en llamar a Gracie, pero no lo hizo. Por mucho que quisiera a su amiga, la persona con la que más quería hablar era Mac, y él había dejado claro que no tenía interés en hablar con ella.
Mac dejó la revista que estaba leyendo y observó a Emily mientras pasaba las páginas de un libro. Estaba leyendo en silencio, completamente absorta en la historia. Se le cayeron un par de mechones en los ojos y se los apartó sin quitar la mirada del libro.
Era tan preciosa, pensó él, con el corazón dolorido de tanto como la quería. Pese a los problemas que tenía con ella, las semanas anteriores habían sido estupendas.
Observó la forma de sus mejillas, sus hombros delgados, y después hizo un gesto de dolor al ver la camiseta morada que llevaba. Los días azules y morados eran los peores. Podía ser que Emily estuviera comiendo normalmente con los demás, pero con él seguía queriendo que la comida y la ropa tuvieran el mismo color. Mac suponía que era una forma de castigo, un castigo que él se había ganado.
Se recostó en el sofá y se frotó la nariz. Ella era muy pequeña y muy frágil. Demasiado joven para haber pasado por todo lo que había pasado. Y pensar que había sido él quien la había hecho daño…
Nunca había querido que aquello ocurriera, principalmente porque él sabía por experiencia propia lo horrible que era. Sólo tenía unos años más que Emily cuando su padre había desaparecido de su vida. Su madre había dicho que su padre era un desgraciado y que nadie debería sorprenderse de que finalmente se hubiera ido, pero él sí se había quedado sorprendido. ¿Acaso no se esperaban todos los niños que sus padres fueran perfectos?
Maldijo en silencio y siguió mirando a Emily. Si él había excusado a su padre y lo había esperado una y otra vez, ¿no habría hecho ella lo mismo?
Ella bajó el libro.
– ¿Qué pasa? -le preguntó-. Tienes una cara muy rara.
– Estoy bien. Sólo estoy pensando algunas cosas.
– ¿Qué cosas?
Él se acercó a su silla y se agachó ante ella. Tenía unas manos tan pequeñitas, pensó él. Era tan pequeña y tan indefensa…