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– Se dedica a la repostería. Hace maravillosas tartas de boda, y la revista People le va a dedicar un artículo. Trabaja mucho para la gente rica y famosa.

– Me alegro por ella. ¿Vive en Los Lobos?

Jill tenía que admitir que le gustaba ver al inquietante y atractivo Riley Whitefield nervioso.

– No, en Los Ángeles.

– Ah.

– Nunca ha vuelto por aquí.

Riley se relajó visiblemente y se recostó en la silla.

– Bien, ¿qué dice el testamento?

– Sí. El testamento -dijo Jill, y se sentó. Tomó una carpeta del escritorio y se la tendió-. Tu tío te deja la mayor parte de sus bienes. He hecho esta copia del testamento para que la leas tranquilamente. Es bastante largo, con muchas opiniones y anotaciones. También hay unas cuantas donaciones a organizaciones benéficas.

Riley no se molestó en abrir la carpeta.

– Me sorprende -dijo-. No creía que el viejo tuviera nada de bueno.

– Sé que estabais distanciados, pero tu tío ha hecho mucho por este pueblo. La gente lo va a echar de menos.

Los ojos oscuros de Riley se llenaron de odio.

– Aunque pueda parecerte un desgraciado, no me importa. En mi opinión, mi tío era un viejo miserable que vivía para despreciar a aquéllos que eran menos ricos que él. Dejó a su propia hermana morir de cáncer. Cuando yo supe que estaba enferma, era demasiado tarde. Después de que muriera, encontré una carta que le había escrito a su hermano pidiéndole dinero para una operación que podría haberle salvado la vida. Él se la devolvió junto con una nota que decía que le pidiera caridad al gobierno.

Jill no sabía qué decir.

– Lo siento -murmuró.

– Y yo también. Tenía diecinueve años entonces. Acababa de divorciarme. Me había marchado del pueblo para encontrar mi camino en el mundo, y mi madre sabía que yo no tenía dinero. Si me hubiera dicho lo que ocurría, yo habría ido a sacárselo a su hermano de cualquier forma. Así que no me lo dijo. La primera noticia que tuve del asunto fue cuando me llamaron del hospital para decirme que se estaba muriendo -dijo, y se inclinó hacia delante-. Así que no me importa lo que mi tío donara a organizaciones benéficas. Quiero llevarme lo que me haya dejado y gastármelo todo de una manera que haga que se revuelva en su tumba. Lo considero una misión personal.

Al oír todo aquello, Jill entendió su necesidad de vengarse. Riley no le parecía una persona que olvidara y perdonara, y su tío había cometido un imperdonable acto de abandono. Le había dado la espalda a su propia hermana. Ella se estremeció.

– Me sorprende que no intentaras vengarte de él mientras estaba vivo -dijo ella.

– ¿Y quién dice que no lo intenté? Que yo sepa, lo único que le importaba era su banco. Pero durante estos últimos tiempos, las cosas han estado difíciles para las entidades bancarias, y se vio obligado a asociarse con otro.

Jill había oído hablar de aquello.

– ¿Contigo?

Riley asintió.

– En cuanto sepa a quién le va a dejar su parte, se la compraré y cerraré el banco.

– Eh… bueno, hay ciertas complicaciones.

– Claro que las habrá -dijo él, y cruzó una pierna sobre la otra-. Cuéntamelas.

Jill supo que no iba a gustarle lo que le iba a contar.

– Aunque eres el único heredero de tu tío, no recibirás la herencia directamente. Su parte del banco, junto con los otros bienes, los recibirás si cumples ciertas condiciones.

El arqueó una ceja.

– ¿Cuáles son?

– Tienes que convertirte en alguien respetable. Parece que tu tío estaba preocupado por lo que él llamaba tu comportamiento salvaje. Por lo tanto, para heredar lo que te ha dejado, tendrás que presentarte a las elecciones de alcalde de Los Lobos y ganar. Las elecciones son en junio. Así que tienes exactamente diez meses para prepararte.

Riley se puso de pie y recorrió la habitación. A pesar de la tensión del momento, Jill no pudo evitar admirar el trasero que Tina le había mencionado. Era bastante asombroso.

– Era listo -dijo Riley, despreciativamente-. No puedo largarme sin más, ¿verdad?

– Claro que sí, si quieres. Entonces, los bienes irán a parar a organizaciones benéficas y el banco se venderá.

– Magnífico. Podré comprarlo y…

Ella sacudió la cabeza.

– No puedes. Él deja claro que no podrás hacer una oferta por el banco si no cumples las condiciones del testamento -además, había otra cosa. Jill no sabía si a Riley le parecería bien o mal-. Los bienes de tu tío eran considerables. Si no te quieres presentar a alcalde, no sólo le estás dando la espalda al banco, sino también a una considerable fortuna.

– ¿Cuánto? -preguntó Riley.

– ¿Después del pago de los impuestos? -ella sacó una calculadora del primer cajón, apretó unas cuantas teclas y lo miró-. Calculando por lo bajo, unos noventa y siete millones de dólares.

Capítulo 17

Mac torció la esquina del edificio de la oficina de Jill y se topó con alguien que iba en dirección contraria. Dio un paso atrás para disculparse, y entonces se quedó asombrado al ver al hombre que estaba frente a él.

Alto, moreno y de rasgos perfectos. Incluso reconoció la cicatriz que tenía junto a la boca. Era él mismo quien se la había hecho.

Se metió las manos en los bolsillos del pantalón, para que no le temblaran, y no pudo evitar que la sorpresa se le notara en la voz.

– Riley Whitefield. Nunca creí que volvería a verte por aquí.

Riley frunció el ceño.

– ¿Mac? Demonios -dijo, y lo miró de arriba abajo-. ¿Eres el sheriff?

Al menos, durante los dos meses siguientes, pensó Mac con tristeza. Hasta que se había desahogado con Andy Murphy, la última pelea que Mac había tenido había sido en el instituto, y su oponente había sido Riley. Casi era gracioso pensar que aquellos dos acontecimientos habían cambiado su vida.

– ¿Qué te trae por el pueblo? -preguntó Mac, sin responder a la pregunta de Riley-. No vas a quedarte mucho, ¿verdad?

Riley sonrió.

– Ya veo que sigues decidido a ser de los buenos.

– No has respondido a mi pregunta.

– ¿Vas a arrestarme si no me voy? -Riley miró a su alrededor, a las tiendas que había a ambos lados de la calle, a los árboles enormes y a los niños que jugaban en el parque de la esquina-. Todo sigue igual. Y no sé si eso es bueno o malo.

Mac se encogió de hombros.

– He venido porque mi tío ha muerto. Tenía que venir a ver a la abogada que está llevando el caso.

Jill, pensó Mac, y se preguntó qué habría pensado de su viejo amigo.

– ¿A recoger tu cheque? -le preguntó Mac.

– Es un poco complicado, pero parece que voy a heredar todo lo que tenía el viejo desgraciado.

Mac recordaba que Donovan Whitefield le había hecho la vida imposible a su sobrino. Había oído decir que el muy miserable había dejado morir a su hermana por no ayudarla a pagar las cuentas de los médicos. Aunque no quería que Riley estuviera en Los Lobos causando problemas, no podía culparlo por odiar al viejo.

– ¿Y sabes cuánto tiempo tardarás? -le preguntó.

– ¿Tan ansioso estás por librarte de mí?

– Bastante.

– Lo siento, Mac. Creo que voy a tener que residir temporalmente en el pueblo. Pero no te preocupes. Será sólo hasta, que cumpla los requisitos del testamento de mi tío. Yo no quiero estar aquí mucho más de lo que tú quieres que esté. Hasta luego.

Y después de decir aquello, Riley siguió andando y se subió a un coche. Un coche alquilado, pensó Mac, al ver las pegatinas del espejo retrovisor. ¿Qué habría sido del hombre que una vez fue su mejor amigo? ¿Dónde viviría, y qué haría?

Mac estaba seguro de que su amigo tendría éxito, hiciera lo que hiciera para ganarse la vida.

Miró hacia la oficina de Jill, y después se dio la vuelta y se alejó. No quería hablar con ella en aquel momento. Tenía preguntas que hacerle sobre Riley y el testamento, y seguramente ella no le daría las respuestas.