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Kate Hoffmann

Alguien especial

Alguien especial (1999)

Título originaclass="underline" Sweet revenge? (1999)

Capítulo 1

– ¿Lucy? Vamos, sal de ahí abajo.

Tess Ryan se agachó e intentó vislumbrar algo a través de la oscuridad. Aunque no podía ver a Lucy, podía oír su respiración.

Sacó un gran bote de helado y lo dejó a la vista, con la esperanza de que eso la obligara a salir. Siempre funcionaba.

Al llegar a casa, Lucy siempre salía a recibirla. Pero aquella noche, no había sido así.

Tess, entonces, se había quitado los zapatos y había iniciado una búsqueda que había concluido en su dormitorio.

– No tienes por qué esconderte -susurró en una suave voz acaramelada-. Vamos, sal de ahí. He traído helado. Nos tumbaremos a ver la tele mientras nos lo comemos.

Siempre que Lucy tenía miedo o estaba triste, se refugiaba en el rincón más oscuro y recóndito. Y, de haber sido un perro o un gato, podría haberse considerado una práctica normal y consecuente. Pero Lucy era la hermana menor de Tess; veintinueve años tenía, exactamente.

– Esto es completamente ridículo -le dijo Tess y optó por levantarse.

Una voz temblorosa surgió desde debajo de la cama.

– ¡Es reconfortante saber que mi única hermana piensa que mis problemas son ridículos!

Tess se sentó en la cama, levantó los pies y se sentó con la espalda sobre el cabecero.

– No pienso que tus problemas sean ridículos, pero sí el modo en que reaccionas ante ellos.

– Pues el doctor Standish me ha dicho que si este comportamiento me hace sentir mejor que siga así -protestó Lucy.

– Me pregunto si el doctor Standish opinaría lo mismo si fuera su cama y no la mía -Tess esperó en silencio la respuesta de Lucy, pero no hubo contestación alguna-. De acuerdo: no pienso hablar contigo hasta que no salgas de ahí. Me acabo de tapar los oídos, así que no te molestes en hablar.

Tess agarró la cuchara que venía con la tarrina de helado y se puso manos a la obra. La primera cucharada de vainilla se posó sobre su lengua, se deshizo lentamente y descendió por su garganta. La agradable sensación la incitó a continuar, hasta que no quedó nada del suculento manjar en la tarrina.

Después del banquete, agarró una revista que había sobre la mesilla de noche.

Había tenido un día muy largo y lo último que necesitaba era una escena de Lucy. Tal vez, si se quedaba callada, su hermana acabaría por quedarse dormida donde estaba y Tess no tendría que enfrentarse a un nuevo episodio del drama vital de Lucy Ryan.

Pero sus esperanzas se desvanecieron pronto.

– Podrías mostrar más apoyo -dijo Lucy.

– ¿Alguien ha hablado? No oigo nada -dijo Tess-. Si quieres discutir algo conmigo, te invito a que lo hagamos como dos personas adultas. De otro modo, me niego a hablar contigo.

Lucy había vuelto a Atlanta hacía dos años, después de divorciarse de su tercer marido, un jugador de fútbol rumano, y justo antes de empezar a salir con un banquero británico. Tess estaba por entonces viviendo en casa de sus padres, mientras encontraba una casa. Pero, en aquel momento, su padre había decidido aceptar un nuevo destino diplomático y se había marchado con su segunda mujer a Varsovia.

Tess y Lucy se habían quedado, así, a cargo de la mansión familiar.

Tess no había dudado un segundo y había aceptado ante la perspectiva de no tener que pagar renta durante una buena temporada.

Pero muy pronto, Lucy había vuelto a caer en sus manías y hábitos infantiles: se dormía entre las flores del jardín a horas intempestivas, salía por la ventana de su habitación a gatas y se recorría la cornisa con notoria habilidad, se escondía debajo de las camas cuando entraba en una de sus crisis emocionales…

Lucy era lo que se suele llamar una excéntrica. Pero Tess sabía que su hermana, más que nada, era una niña malcriada a la que la vida había tratado con excesiva indulgencia.

Después de la muerte de su madre, su padre había intentado compensar la pérdida. Pero, mientras Tess se había hecho cada vez más fuerte y responsable, Lucy se había ido haciendo cada vez más débil y dependiente. Siempre recurría a Tess, que ejercía con gusto su papel de hada protectora.

A los quince años, Tess había asumido su responsabilidad considerando que aquello habría sido lo que su madre habría querido de ella.

Su padre, atormentado por el dolor, se había ido distanciando cada vez más, mientras que Lucy y Tess se habían ido uniendo cada vez más. Lucy encontraba en Tess el cuidado que necesitaba y, a cambio, le daba afecto y admiración.

Pero al crecer, se habían convertido en dos adultas tan diferentes como el caviar y las alubias.

Lucy se había metido en una burbuja technicolor. Era enamoradiza y romántica y se precipitaba continuamente en torbellinos emocionales y relaciones avocadas al fracaso. Su problema fundamental era que adoraba estar enamorada.

Cambiaba de novio con la misma frecuencia que Tess sacaba la basura. Lo que decía bastante más de la habilidad de Tess para ocuparse de la casa que de la de Lucy para mantener una relación.

– ¡Eres tan cruel! -gritó Lucy y le dio una patada a la cama.

– Sí, lo soy -respondió Tess-. Soy odiosa y no sé cómo soportas vivir conmigo.

Tess sabía lo que vendría después. Le esperaba una larga noche consolando a Lucy por la pérdida de su último amante, una larga noche tratando de convencerla de que aquel hombre no valía la pena.

La verdad era que, a aquellas alturas, ya se había convertido en una estupenda terapeuta, sin dudar, la mejor para su hermana. Se lo pensaría, si algún día le fallaba el negocio, lo que no era probable.

Había logrado construir una empresa potente de organización de eventos especiales y fiestas. Tess era una organizadora nata. Ya desde su adolescencia, había organizado las fiestas y recepciones que su padre daba, actuando como anfitriona.

Recientemente, había aparecido un artículo sobre ella en una importante revista de negocios. Aquella publicidad le había dado aún más prestigio.

Pero, contrariamente a lo que pudiera parecer por su trabajo, a Tess no le gustaban las fiestas. Siempre se refugiaba en algún oscuro rincón y observaba el evento que ella misma había organizado. Se convertía así en una observadora de su obra, vestida con un hermoso traje que, gustosamente, habría cambiado por unos vaqueros.

Tess cerró los ojos y escuchó el dramático llanto de su hermana.

Era jueves por la noche. Tenía tres fiestas contratadas para el fin de semana: una fiesta benéfica en el museo, el viernes, una cena política, el sábado y una lujosa celebración de cumpleaños para un conocido empresario de Atlanta, el domingo.

Tess se levantó de la cama.

– Voy a por un vaso de vino. ¿Quieres algo? -preguntó mientras se dirigía hacia la puerta.

– Galletas de queso -respondió Lucy-. Manteca de cacahuetes, una botella de whisky y… galletas de chocolate.

De camino a la cocina, Tess se detuvo ante la habitación de su hermana.

– Esta vez es peor de lo que esperaba -murmuró, al ver los trozos de porcelana rota que había esparcidos por todas partes. Lucy coleccionaba querubines de porcelana y su récord hasta entonces había sido de un máximo de tres figuritas estampadas contra la pared-. Esta vez han sido cinco.

Para cuando Tess regresó a la habitación, Lucy ya estaba sentada en la cama.

Tenía los ojos y la nariz rojos y el maquillaje completamente corrido.

Dejó la bandeja sobre la mesilla, agarró un pañuelo de papel de la caja que Lucy tenía en el regazo y se lo ofreció.

– El mundo sería mucho más llevadero si no hubiera hombres -dijo Lucy dramáticamente.

– Haría mucho que se habría extinguido el género humano si no existieran los hombres. Siento decirte que gracias a la colaboración de uno de ellos estás tú aquí.