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Lucy se sonó la nariz y lanzó el pañuelo de papel por encima del hombro con desprecio.

Tess se inclinó a recogerlo y la interrogó con impaciencia.

– Bueno, piensas decirme qué ha sucedido o te vas a limitar a ensuciarme la habitación.

– ¡Deberíamos librarnos de todos los hombres! ¿Y qué si no podemos procrear? Después de todo, el sexo tampoco es tan maravilloso como lo ponen. Y, desde luego, sin ellos seríamos mucho más felices -el labio inferior comenzó a temblarle-. ¿Alguna vez te he hablado de sus ojos? Tiene los ojos más bonitos que he visto jamás. Y ese pequeño agujerillo en la barbilla… y sus mejillas…

Lucy se lanzó sobre la cama y se puso a llorar desconsoladamente.

Tess miró a su hermana, agarró un pañuelo, lo partió en dos y se puso un trozo en cada oído.

Seguramente, lloraría sin cesar hasta el día siguiente y, por el ímpetu que tenía, seguramente no se quedaría sin municiones hasta el mes siguiente, momento en que encontraría a su siguiente príncipe.

Tess tomó el paquete de galletas de queso y se puso a devorarlas con ansiedad.

¿Cómo podían ser dos hermanas tan diferentes?

Tess era racional, siempre sabía lo que quería y hacia donde iba. Lucy era emocional y espontánea. Tess no había tenido ni una sola cita en los últimos dos años, mientras que Lucy había tenido cuatro relaciones serias y varios escarceos.

Y con cada hombre llegaba la inevitable ruptura, el río de lágrimas y la promesa de meterse a monja.

Tess debería haberse esperado la catástrofe. Pero había pensado que Andy Wyatt, el famoso arquitecto, era diferente. Lucy sólo había estado saliendo con él durante dos meses, pero había dado la impresión de que era una relación seria. Él la había llevado a los mejores restaurantes de Atlanta, habían pasado fines de semana en Maui y en San Francisco. Tess había llegado, incluso, a pedir detalles sobre aquel hombre, aunque había aprendido que no debía implicarse demasiado en la vida amorosa de su hermana.

Según Lucy, él tenía una preciosa casa en Dunwoody, un coche estupendo y mucho dinero. Vivía de su trabajo como arquitecto para los altos círculos de Atlanta.

Tess ya no había necesitado saber más. Conocía el gusto en hombres de su hermana: guapo, sofisticado y delicado, uno de esos individuos que consiguen que las mujeres se empeñen en llamar su atención.

– Lucy, ese hombre no vale la pena. Es uno más, eso es todo.

Uno más de esos triunfadores con los que siempre daba su hermana y que Tess no parecía tener posibilidades de encontrar. No porque no tuviera oportunidades. Su trabajo la llevaba siempre a lugares y ocasiones llenos de apetecibles solteros. Pero nunca lograba la exacta combinación de buen peinado y un vestido que no la hiciera parecer como la foto del antes de un anuncio para adelgazar.

– Me gustaría que lo hubieras conocido -murmuró Lucy-. Andy era tan maravilloso.

– Pues yo prefiero, sinceramente, que no haya sido así. Eso impide que me vaya a buscarlo para matarlo.

Lucy se rió nerviosamente y miró a su hermana.

– Es un villano. Me hizo promesas. Incluso me dijo que me amaba. Y luego, me tiró como si fuera una zapatilla vieja -un nuevo río de lágrimas descendió por sus mejillas.

– Esto es lo que vamos a hacer -le dijo Tess-. Lo primero, quiero que te sientes y dejes de llorar.

Lucy se secó las lágrimas de las mejillas.

– No pienso hacer eso de la lista. Me obligaste a escribirla con lo de Raoul, pero yo no creo en ello.

¿Cómo iba a creer en algo así? Lucy era pura emoción. Su cabeza sólo le servía para llevar siempre un peinado impecable. Mientras que Tess se pasaba la vida leyendo sobre cómo mejorar su forma de vida y pensar positivamente, Lucy se dedicaba a vivir desaforadamente. Lo único que Tess habría querido era que su hermana hubiera sido un poco más precavida a la hora de lanzarse de cabeza a las mil relaciones en que se veía envuelta por minuto.

– Pues eso de la lista te ayudó mucho, aunque tú ahora no quieras reconocerlo.

– Tampoco pienso hacer ese maldito ejercicio de visualización. No voy a imaginarme a Andy como una serpiente, ni como un sapo, ni nada de eso.

– Tengo una idea mucho mejor -le dijo Tess-. Se trata de zanjar la relación. Hay una teoría que dice que si se le pone el final adecuado a las cosas, especialmente a las relaciones, las rupturas resultan mucho menos dolorosas.

– ¡Podría llamarlo! -dijo Lucy, con los ojos brillantes-. Quizás si se entera de lo dolida que estoy, vea cuál ha sido su error. Así se daría cuenta de que no debía de haberme dejado de ese modo.

– ¡Lucy, poner un final quiere decir eso, exactamente, poner un final, no empezar todo de nuevo! -le gritó Tess.

– Bien, ¿y cómo se supone que voy a poner un final si no puedo llamarlo y decirle que todo se ha terminado?

Tess se armó de paciencia.

– Se trata de un final simbólico: quemar sus cosas, por ejemplo.

– ¿Y es necesario que queme sus cosas? Me dio unos regalos estupendos. ¿Por qué debería quemarlos?

Tess suspiró.

– Entonces, olvidemos lo de quemar nada. Pero podemos pensar en otra cosa, darle un final adecuado a la historia.

– Lo que realmente me gustaría hacer sería quemar su casa… o hundir su precioso coche en la piscina… o pintar su perro de color verde.

– No se trata de cometer un crimen -le explicó Tess.

– No creo que pintar un perro de color verde sea un crimen. Más bien sería una mejora. Ese maldito chucho es feo como un demonio.

– Lucy, se trata de romper con él, no con su perro.

– Pues piensa en algo -dijo Lucy-. Tú eres la que siempre ha hecho los planes y eres mucho más creativa que yo.

– Yo no puedo planear eso por ti. No funcionaría.

– Sí, sí puedes. Confío en ti.

Tess consideró la idea durante unos segundos.

Suspiró.

– De acuerdo. Pero lo haré sólo si dejas de llorar, te marchas de mi habitación y me dejas dormir. Discutiremos todo esto mañana; cuando vuelva de la fiesta, ya se me ocurrirá algún plan.

El rostro de Lucy se iluminó.

– ¿Qué le vas a hacer? ¿Será doloroso? Debería de ser un poquito doloroso.

– No sé lo que vamos a hacer. Ya se me ocurrirá algo.

Tess estaba en una esquina de la amplia cocina, devorando con ansiedad la uña del dedo gordo de su mano derecha, mientras observaba con desesperación la nefasta actuación de los camareros.

Tess había intentado poner un poco de orden al caos existente, pero no lo había logrado. El jefe de camareros había desaparecido y los comensales aceptaban con resignación aquella situación por miedo a que una protesta acabara por tener consecuencias aún más negativas.

El problema había sido que su catering habitual estaba reservado para aquella noche y había tenido que recurrir a una empresa desconocida. Le gustaba conocer a sus proveedores, pero en aquella ocasión no había podido elegir.

Necesitaba encontrar al responsable de aquella catástrofe, para que pusiera fin a lo que, en breve, acabaría por ser su ruina.

Por fin, al otro lado de la cocina, divisó una figura vestida de blanco. Tess atravesó la estancia y llegó hasta él. Debía de ser el jefe de camareros.

– ¡Ya era hora de que apareciera! -le gritó. Tomó la chaqueta que llevaba en la mano y le puso una bandeja-. He pedido veinte camareros y me ha enviado dieciséis, pedí un supervisor de personal y usted lleva desaparecido ni se sabe el tiempo.

Tess levantó la vista y se encontró con sus ojos. La reprimenda se desvaneció en su boca y se fundió con una sonrisa encandilada. Nunca antes se había encontrado con un hombre tan guapo. Además, su sonrisa, a medio camino entre el encanto más devastador y humor más fino, era insoportablemente conquistadora.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó y, rápidamente, se recordó a sí misma que no estaba bien flirtear con alguien que trabajaba para ella y que, además, estaba siendo un absoluto irresponsable.