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– La verdad -dice -, creo que cualquier oferta que hagamos por esta… metrópolis, será más que suficiente.

– Es posible. Pero sigo opinando que valdría la pena el intentar hablar con el Jefe.

La mujer le interrumpe y da un enérgico paso adelante.

– No.

Es la primera palabra que pronuncia.

– No -repite en un tono que me recuerda a la Gran Enfermera.

Levanta las cejas e inspecciona el recinto. Sus ojos saltan como los números de una caja registradora: está observando los trajes de Mamá, tan cuidadosamente tendidos en la cuerda, y mueve la cabeza en señal de asentimiento.

– No. Hoy no hablaremos con el Jefe. Aún no. Creo que… por una vez estoy de acuerdo con Brickenridge. Aunque por motivos distintos. ¿Recuerdan el informe que dice que la esposa no es india sino blanca? Blanca. Una mujer de la ciudad. Se apellida Bromden. Él adoptó su nombre, no ella el suyo. Oh, sí, creo que lo mejor será marcharnos y regresar a la ciudad y, naturalmente, haremos correr la voz sobre los planes del gobierno, a fin de que la gente empiece a comprender las ventajas de contar con una presa hidroeléctrica y un lago, en vez de un montón de cabañas junto a una cascada; luego redactaremos una oferta… y la enviaremos por correo a la esposa, ¿un error, comprenden? Creo que ello nos facilitará mucho las cosas.

Se queda mirando a los hombres sobre el antiguo, desvencijado, zigzagueante andamiaje que ha ido creciendo y ramificándose entre las rocas de la cascada durante siglos.

– Mientras que si hablamos ahora con el esposo y hacemos una oferta precipitada, podríamos chocar con una increíble muestra de obcecación a lo navajo y amor al…, supongo que deberíamos llamarlo, hogar.

Intento explicarles que no es un indio navajo, pero ¿para qué, si tampoco me escuchan? No les importa de qué tribu sea.

La mujer sonríe, hace una señal con la cabeza a los dos hombres, una sonrisa y un gesto para cada uno, sus ojos los invitan a ponerse en marcha, y avanza muy tiesa en dirección al coche, mientras va parloteando con voz joven y despreocupada:

– Como decía mi profesor de sociología, «En cualquier situación suele existir una persona cuyo poder jamás debemos subestimar».

Entraron en el coche y se alejaron y me quedé allí pensando si por lo menos me habían visto.

Me sorprendió un poco recordar todo esto. Era la primera vez, en lo que me parecían siglos, que conseguía rememorar un buen fragmento de mi infancia. Me fascinaba pensar que aún era capaz de hacerlo. Permanecí despierto en la cama, recordando otros hechos, y en aquel momento, cuando estaba sumido en una especie de sueño, oí un ruido bajo mi cama, como si un ratón royera una nuez. Miré bajo el somier y vi un resplandor de metal que arrancaba los trozos de goma de mascar que tan bien conocía. El negro llamado Geever había descubierto mi escondrijo y estaba echando los trozos de goma de mascar en una bolsa, desprendiéndolos con unas largas y finas tijeras abiertas como unas grandes fauces.

Me metí rápidamente bajo las mantas, antes de que descubriera que lo estaba mirando. El corazón me retumbaba en los oídos, temeroso de que me hubiera visto. Quería decirle que se fuera, que no se metiera donde no le importaba y que dejara mi goma de mascar en paz, pero ni siquiera podía dar señales de haber oído. Me quedé muy quieto a la espera de saber si me había descubierto cuando miré debajo de la cama, pero no hizo ningún gesto, sólo se oía el ssssst-sssst de sus tijeras y los trozos de chicle que caían en la bolsa y con un sonido que me recordaba el golpeteo del granizo sobre nuestro techo de papel de brea. Chasqueó la lengua y se rió solo, muy bajito.

– Um-mmmm. Cielo santo. Jii. ¿Cuántas veces debe haber masticado esta porquería? Tan dura.

McMurphy oyó mascullar al negro y se incorporó apoyándose en un codo para ver qué hacía de rodillas bajo mi cama, a esas horas de la noche. Miró un minuto al negro, se frotó los ojos, como suelen hacer los niños pequeños, para asegurarse de que no era un espejismo, y luego se incorporó del todo.

– Que me aspen si no es él, correteando por aquí a las once y media de la noche, merodeando en la oscuridad con un par de tijeras y una bolsa de papel.

El negro dio un salto y enfocó la linterna directamente a los ojos de McMurphy.

– Vamos, explícate, Sam: ¿qué demonios estás recogiendo que tienes que hacerlo al amparo de la noche?

– Duérmete, McMurphy. Es asunto mío y a nadie más le importa.

McMurphy abrió los labios con una lenta sonrisa, pero no apartó los ojos de la luz. Al cabo de medio minuto, poco más o menos, el negro se impacientó y apartó la linterna que había estado enfocando sobre McMurphy, sentado allí, sobre su reluciente cicatriz recién cerrada y sobre los dientes y la pantera tatuada en su hombro. Volvió a inclinarse y se puso manos a la obra, gruñendo y resoplando como si desprender trocitos de chicle fuese una tarea pesadísima.

– Una de las tareas del servicio de noche -explicó entre gruñidos, procurando mostrarse amable- es mantener limpia la zona del dormitorio.

– ¿A media noche?

– McMurphy, tenemos colgado un cartel con el título: Descripción de nuestras Obligaciones, que dice que la limpieza debe ser motivo de preocupación ¡las veinticuatro horas del día!

– Podías haber cumplido con el equivalente de veinticuatro horas antes de que nos acostásemos, ¿no te parece?, en vez de quedarte a ver la TV hasta las diez y media. ¿Sabe la Vieja Ratched que os pasáis la mayor parte de vuestra guardia frente a la TV? ¿Qué crees que haría si se enterase?

El negro se incorporó y se sentó en el borde de mi cama. Se golpeó los dientes con la linterna, sin dejar de sonreír. La luz iluminó su rostro como si fuese uno de esos viejos farolillos.

– Bueno, te explicaré qué pasa con este chicle -dijo, e inclinó la cabeza hacia McMurphy como si fuese un viejo compinche-. Verás, hace años que me tenía intrigado saber dónde debía guardar su chicle el Jefe Bromden -nunca tenía dinero para la cantina, nunca había visto que nadie le diera un trocito, nunca le había pedido a la dama de la Cruz Roja-, por lo que seguí observando y esperando. Y, mira, aquí está.

Se arrodilló otra vez, levantó un poco mi cubrecama y apuntó con su linterna.

– ¿Qué te parece? ¡Apostaría algo a que esos trozos de chicle han sido usados miles de veces!

Eso le hizo gracia a McMurphy. Se echó a reír ante semejante cuadro. El negro levantó la bolsa, la hizo sonar y se rieron un poquito más. El negro le dio las buenas noches a McMurphy, dobló la bolsa como si llevara la merienda dentro y salió a esconderlo en algún lugar, donde lo recogería más tarde.

– ¿Jefe? -susurró McMurphy-. Quiero que me digas una cosa. -Y comenzó a canturrear una cancioncilla, una tonada campesina que estuvo de moda hace muchos años-: «Oh, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un día a otro?».

Al principio me enfurecí mucho. Creí que se burlaba de mí como ya habían hecho otros.

– ¿«Será dura de mascar -siguió cantando en un susurro- cuando vayas a buscarla de mañana»?

Pero después de pensarlo un poco, empecé a encontrarlo cada vez más gracioso. Quería contenerme pero notaba que estaba a punto de soltar una carcajada, no por la canción de McMurphy, sino por mi propio comportamiento.

– «El problema me preocupa, alguien me lo puede aclarar, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un diía a oootro?».

Sostuvo largo rato esa última nota y me la acercó como si fuera una pluma. No pude evitar un cloqueo y temí que si me echaba a reír sería incapaz de parar. Pero, en aquel momento, McMurphy saltó de su cama y empezó a buscar en su mesilla de noche. Apreté los dientes, preguntándome qué debía hacer. Hacía muchísimo tiempo que nadie había oído salir más que gruñidos o bramidos de mi boca. Le oí cerrar la puerta de la mesilla de noche, que resonó como si fuera la tapa de una caldera. Le oí decir, «Toma», y algo aterrizó sobre mi cama. Una cosa pequeña, del tamaño de un lagarto o una serpiente…